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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (27 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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El 15 de septiembre de 2009, la noche del Grito en Badiraguato, algunos lugareños tenían la esperanza de verlo. Carlos y sus muchachos habían realizado una revisión exhaustiva de sus operaciones para asegurarse de que la marihuana crecía y se entregaba al ritmo prometido. Cuando llegara El Chapo, estaría contento.

Un helicóptero voló en círculos sobre el lugar antes de que comenzaran los fuegos artificiales. A la mañana siguiente, el helicóptero volvió a aparecer. Los hombres del general Sandoval observaban, a la espera.

El Chapo nunca vino.

Capítulo 13
L
A
N
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O
LA

E
L DIPUTADO FELIPE DÍAZ GARIBAY
estaba parado a sólo unos metros detrás del gobernador de Michoacán, Leonel Godoy, el 15 de septiembre de 2008, cuando escucharon una fuerte explosión debajo del balcón, en la plaza principal de la ciudad de Morelia. Como miles de otras personas en el zócalo aquella noche, creyeron que el estallido era sólo otro cohete más en la celebración del Día de la Independencia de México. Los invitados vIP del gobernador continuaron charlando como si nada.

Momentos después, el jefe de la Policía Estatal llegó corriendo. Una granada había estallado. Por lo menos una persona había muerto.

Los invitados se dirigieron rápidamente a una habitación en las oficinas de Godoy, seguidos por personal de seguridad y el jefe de la policía. Surgieron discusiones acaloradas, como los supuestos vínculos con La Familia, mientras trataban de hallarle pies y cabeza a lo que acababa de suceder, recordó Garibay durante una entrevista varios días después. ¿Era un grupo político? ¿Una banda de matones contratados para presionar al izquierdista Godoy? ¿Un fallido intento de asesinato? ¿Traficantes de drogas? ¿Había sido la organización local conocida como «La Familia»?

«Nadie se imaginó semejante ataque», dijo Garibay. "Era

Desde hace mucho Michoacán ha sido un punto crucial en la producción de drogas, con su correspondiente cuota de violencia. Los gomeros de Badiraguato en Sinaloa introdujeron primero la amapola en la región y le enseñaron a los campesinos locales tanto a cultivarla como a extraer la savia para obtener su preciada goma. Por décadas, todo el opio que se producía en la región se enviaba después al norte, a sus contrapartes en Sinaloa, quienes la enviaban a Estados Unidos. Los hermanos Amezcua usaron el principal puerto de Michoacán, Lázaro Cárdenas, para importar los ingredientes necesarios para cubrir la demanda de metanfetaminas en Estados Unidos. También empezaron a infiltrar el sistema político de Michoacán, que estaba dominado por el izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD).

El 6 de septiembre de 2006 un grupo llamado La Familia se dio a conocer cuando un grupo de hombres armados irrumpió en el popular club nocturno Sol y Sombra de Uruapan, una población ubicada a unos 96 kilómetros de Morelia. Habían disparado sus armas al aire y luego hicieron rodar cinco cabezas humanas por la pista de baile.

Como si aquel mensaje no fuera suficiente, habían dejado una nota escrita junto con las cabezas. «La Familia no mata por dinero, no mata mujeres, no mata gente inocente. Sólo mata a aquellos que merecen morir. Todos deben saber esto: justicia divina». Era una advertencia a no meterse con los mafiosos locales.

La nota estaba firmada «La Familia».

Al asumir el cargo unos cuantos meses después, el presidente Calderón envió miles de soldados. El número de asesinatos en el estado decreció inmediatamente y se hicieron grandes decomisos de drogas, lo que llevó a las autoridades a declarar que habían cumplido su misión en Michoacán.

Pero los residentes siguieron recelando. Hablaban de La Familia en voz baja, y de cuán rápido estaba creciendo. Estaba infiltrando profundamente la esfera política. Darle la espalda a los narcos se había convertido en una lucha moral que cada político michoacano debía encarar todos los días, dijo Francisco Morelos Borja, presidente del Partido Acción Nacional (PAN) en el estado. «Si no abres la puerta, no hay problema», dijo, mirando con nerviosismo hacia la puerta del pequeño restaurante en Quiroga, un pueblo situado a las afueras de Morelia. «La dificultad surge cuado abres la puerta».

Morelos admitió que era imposible eludir por completo la influencia del narcotráfico. «En el pasado se han acercado a nuestros candidatos, eso lo sé. Ellos [los candidatos] han venido conmigo y me han pedido consejo, seguridad. Y yo se los he dado… Pero luego hay algunos de los que no estoy enterado».

Otro político, Ignacio Murillo Campoverde, del PRD, se mostraba incluso más resignado. «Nunca acabaremos con el reinado de los narcos», dijo el perredista, sentado afuera de su oficina de una sola habitación en San Juan Nuevo, un pueblito a unos 8 kilómetros de Uruapan, donde habían hecho rodar las cabezas. Su oficina estaba adornada con fotos de mapaches, los hombres que representan a los narcos y vienen a ofrecer a los políticos y las autoridades dinero para que se hagan de la vista gorda. Campoverde colgó las fotos para que si los hombres llegaban al pueblo, los miembros de su partido pudieran evitarlos. Parecía determinado. «Es un problema si los niños —el futuro— ven las drogas como el futuro».

El otro problema era que La Familia alegaba lo mismo. De acuerdo con las primeras entrevistas con un vocero de La Familia a quien llamaban «El Más Loco» y un integrante de alto rango conocido sólo como «El Tío», había buscado darse a conocer como defensora de la justicia social. Había hablado acerca de la amenaza de las metanfetaminas para la sociedad michoacana, y de la importancia de sanear a la juventud del estado. Culparon al cártel de Sinaloa del Chapo por las crecientes tasas de adicción en Michoacán.

La familia incluso esgrimió la religiosidad. Sus líderes predicaron la biblia del propio grupo, pidiendo a Dios «fortaleza… para hacerme más fuerte», y «sabiduría». Los últimos pasajes empleaban frases similares a aquellos de los tiempos revolucionarios mexicanos: «Es mejor ser dueño de un peso, que esclavo de dos; es mejor morir peleando con la cabeza en alto, que de rodillas y humillado; es mejor ser un león muerto que un perro vivo».

Era una propaganda bien orquestada. Mientras el liderazgo de La Familia denunciaba las drogas y predicaba su estilo de vida sana, estaban produciendo y traficando metanfetaminas a diestra y siniestra.

Esta era una táctica que los narcos usaban desde hacía mucho en México. El Chapo y El Mayo se habían promovido a sí mismos como benefactores sociales en Sinaloa. En Michoacán los hermanos Amezcua y luego la familia Valencia habían hecho lo mismo. Grupos nuevos, como La Familia, buscaban presentarse como organizaciones honradas.

José Luis Espinosa Pina, un diputado federal de Morelia, coincidió en que la gente del estado ha sufrido un duro golpe a causa de la violencia y el surgimiento de La Familia. «Hay una psicosis colectiva en Michoacán».

La víspera del Día de la Independencia en 2008 todo llegó al punto más alto. Resultó que habían sido dos las gra nadas que se habían arrojado poco después de las 11 pm, cuando Godoy había hecho sonar la campana de la independencia y gritado «¡viva México!», de acuerdo con la tradición. El pánico se había extendido por la plaza. Los asistentes al festejo se arremolinaron, aturdidos y perplejos, y vieron mujeres y niños sangrando, gravemente heridos. Huyeron de la escena aterrorizados. Los paramédicos llegaron al lugar mientras la policía y los soldados acordonaban el área. Ocho personas murieron y más de cien resultaron heridas.

Días después las piedras de la plaza seguían cubiertas de sangre; la cinta de la policía todavía señalaba la escena de la masacre. Flores y coronas, así como tarjetas escritas para las víctimas, sirvieron para recordarle al público que había sido gente común y corriente la que había muerto aquella noche, no matones relacionados con las drogas.

Las autoridades señalaron hacia la Familia, que tenía su propia idea de quién lo había hecho. Mantas propagandísticas aparecieron colgando de puentes en el área, señalando a su vez a Los Zetas. «Cobarde es la palabra para describir a aquellos que atacan la paz y la tranquilidad del país», decía una narco-manta colocada en Morelia apenas unos días después del ataque con granadas. «México y Michoacán no están solos. Gracias por sus cobardes acciones, Zetas. Sinceramente, La Familia Michoacana».

«Pueblo de México, no dejes que te engañen. La Familia Michoacana está contigo y no está de acuerdo con actos de genocidio. Sinceramente, F.M.», indicaba otra manta.

Las autoridades cambiaron de punto de vista. Se concentraron cerca de los responsables, sin importar su aparente postura social. Al fin y al cabo, el incidente en Morelia había sido, en palabras del diputado Espinosa Pina, «el peor —el primero— ataque terrorista en la historia de México». En cuestión de días se efectuaron docenas de arrestos. Miembros de La Familia fueron obligados a salir de sus casas de seguridad en pequeños poblados por todo Michoacán (a menudo por medio de denuncias anónimas), a lo que siguió una enérgica campaña federal contra el grupo. Finalmente varios centenares de miembros serían arrestados, así como alcaldes y servidores públicos con supuestos vínculos con La Familia.

Las miradas se volvieron también hacia Los Zetas, la nueva generación de narcos. Ellos habían estado haciéndole la guerra tanto a La Familia como a la gente del Chapo en Michoacán, de acuerdo con la DEA, y estaban determinados a expandirse a todo el país.

Finalmente, atendiendo a los comentarios de críticos de la guerra contra las drogas, las autoridades reconocieron que habían desempeñado un papel en el vacío de poder que había permitido que surgieran grupos como La Familia y Los Zetas. «Cuando intervenimos, invertimos todo en eliminar las cabezas de la estructura criminal, persiguiendo a los jefes», explicó García Luna, el jefe de la Policía Federal. «La idea era que al eliminar la cabeza, el cuerpo dejaría de funcionar. [En vez de eso] los asesinos tomaron el control».

Los Zetas, que originalmente constituían el ala paramilitar integrada por ex soldados de élite pagados por el cártel del Golfo, operaban cada vez más por su cuenta, y con brutalidad creciente. Muchos de los originalmente 31 veteranos de las fuerzas de élite del Ejército habían sido capturados o asesinados, pero la organización crecía. Estaba dividida en varias subsecciones: grupos de niños en bicicleta conocidos como «Las Ventanas» silbaban para advertir de la presencia de cualquier policía o extraño sospechoso. A las prostitutas que obtenían información útil de sus clientes (en ocasiones, policías) se les conocía como «Las Leopardos».

Cerca de la cúpula estaban «los Halcones», que supervisaban las zonas de distribución, y «Los Mañosos», encargados de conseguir el armamento. Luego estaba «La Dirección», un grupo de expertos en comunicaciones que rastreaban llamadas telefónicas, seguían e identificaban vehículos sospechosos y ordenaban secuestros y ejecuciones. En la mera cima estaban El Lazca y su equipo de colaboradores cercanos.

Conforme Los Zetas ampliaban lo que tradicionalmente había sido su territorio —el noreste del país, principalmente a lo largo de la frontera con Texas—, las decapitaciones se volvieron más comunes, llegando hasta el sur, al estado de Chiapas, que comparte frontera con Guatemala. Su método para apropiarse de un nuevo territorio —ya fuera para traficar droga, piratería de CD y DVD, extorsión u otras formas de crimen organizado— era la brutalidad. «Cuando un Zeta llega al pueblo, no intenta hacer un trato», dijo el propietario de un pequeño negocio en la sureña ciudad fronteriza de Ciudad Hidalgo. «Le corta la cabeza a alguien y dice: `Este [territorio] es mío ahora'. No es negociable».

En efecto, apoderarse de manera hostil (y brutal) era el único modus operandi que conocían estos tipos. En palabras de un funcionario de la DEA: «Ellos crean terror, miedo, se ganan una reputación y la gente quiere trabajar con ellos». Tal atmósfera engendró legiones de aspirantes, y matones recorrían todo el país asegurando que eran Zetas.

«Con el puro nombre [basta]. Te haces un corte de pelo estilo militar y dices que eres un Zeta, y le infundes miedo a la gente».

El frente sureño

Mientras la guerra a fondo consumía la frontera mexicana del norte, en el sur los ciudadanos también estaban atemorizados. Los Zetas estaban por todas partes, infiltrados en negocios locales tanto en Chiapas como en parte de Guatemala.

Cuando una narco-manta apareció en un puente peatonal en Tapachula, en diciembre de 2008, los residentes especularon acerca de quién la había puesto. Habían estado apareciendo narco-mantas por todo México desde hacía algún tiempo, pero esta era la primera en Chiapas. La mayoría de los residentes saltó rápidamente a la conclusión de que habían sido Los Zetas.

En el cruce fronterizo de Ciudad Hidalgo, un agente de migración mexicano estaba presto a señalar. «Hay Zetas por dondequiera», dijo, y solicitó que sólo se refiriera su nombre de pila, Mario. Él confirmó reportes de que Los Zetas ya estaban operando en Guatemala también. «Acá es un lío».

Mario sacó una serie de fotos que había tomado dos días antes en su puesto. Un hombre estaba desplomado tras el volante de su coche, repleto de balas. Con el rostro lleno de angustia y manchado de sangre, su esposa se aferraba a su brazo. La sangre había salpicado también su blusa, pero estaba indemne. La siguiente foto mostraba el parabrisas del coche, destrozado por la ráfaga de balas. En otra se veía claramente el lado mexicano del cruce fronterizo.

Guatemala también se estaba llevando su cuota de ataques. Con un gobierno federal débil e incluso más corrupción que en México, la nación centroamericana se había vuelto terreno fértil para los narcos que buscaban dónde refugiarse de los militares.

En marzo de 2008 una balacera cerca de la frontera de Guatemala con El Salvador ocupó los titulares de los periódicos, en parte por lo sangriento —once personas habían muerto—, pero también a causa de los rumores que siguieron.

Los medios locales comenzaron a reportar que El Chapo había estado entre las víctimas. A causa de un incendio luego del tiroteo, dos de los cuerpos habían quedado tan carbonizados que era imposible identificarlos, y los investigadores comenzaron a hacer pruebas de sangre. Entre las víctimas había un mexicano, eso era seguro.

¿Era El Chapo? México estaba en ascuas.

Luego llegaron las noticias: «La información que tenemos es que él no estaba entre los muertos, y ninguno de los cuerpos quemados es el suyo», declaró un portavoz del presidente de Guatemala, Álvaro Colom. El propio presidente estaba incluso más seguro: «Estuve con el equipo investigador en la mañana y creemos que Guzmán está en Honduras».

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