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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (23 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Antonio comenzó a dirigir investigaciones contra los principales narcotraficantes de la nación. «El incorruptible», como Érica lo llama, sabía que iba a enfrentar el mayor reto de su carrera. "Cuando se convirtió en director, dijo que las cosas se pondrían mucho más difíciles. `La presión va a

Antonio se ganó enemigos. Unos eran de los que alzan la voz; otros, de la variedad que se pone a la espalda. Se quejaba de las dificultades por tratar de cambiar la mentalidad de sus colegas. No bebía ni fumaba y sus subordinados estaban acostumbrados a los jefes que les permitían aceptar regalos de delincuentes. No confiaban en Antonio, pensaban que era un excéntrico, y él no confiaba en ellos. Cuando detectaba un mal policía, lo enviaba a otra parte del país. En una visita a Ciudad Juárez sintió tanta desconfianza de sus colegas que no pasó la noche con ellos… podrían ponerlo en peligro.

Hubo ocasiones en que estuvo en el mayor de los peligros. Una vez fue asignado a Monterrey, donde los federales perseguían a Heriberto Lazcano Lazcano, «El Lazca», jefe de Los Zetas. Antonio y un compañero recorrían las calles y pasaron por una fiesta infantil. El mismo Lazca salió de un camión estacionado. El Zeta miró alrededor y entró. Antonio y su compañero lo siguieron y pidieron ayuda por radio al Ejército y la Policía Federal. El refuerzo llegó demasiado tarde. El Lazca los había visto y sus hombres les dispararon con AK-47. Antonio contestó con su pistola. El narco escapó.

Antonio estaba convencido de que él y su compañero habían sido abandonados para que los mataran. Después, otro compañero le dijo a Antonio que sus superiores habían negociado con los narcos para que lo amenazaran o lo mataran, porque otro policía quería su puesto.

Antonio sobrevivió esa vez y siguió ascendiendo en la policía. Una vez encabezó un allanamiento a una mansión de las Lomas de Chapultepec, un barrio ostentoso de la ciudad de México. La propiedad pertenecía a Zhenli Ye Gon, un empresario chino-mexicano que supuestamente importaba metanfetaminas para El Chapo.

Antonio y su grupo encontraron una enorme pila de dinero en la mansión: 207 millones de dólares estadounidenses, 18 millones de pesos, 200 mil euros, 113 mil dólares de Hong Kong y casi una docena de lingotes de oro.

Antonio y Noé Ramírez, que entonces era jefe de la unidad contra la delincuencia organizada de la PGR, querían estar seguros de que ningún policía se fuera con parte de lo incautado, así que ordenaron a sus hombres que vaciaran sus bolsillos y se quitaran la ropa antes de salir del lugar. Así hicieron y ninguno había robado nada. Ramírez y sus hombres comenzaron a irse, pero Antonio le impidió el paso. «No: todos», le dijo a Ramírez; «lo que hacen mis hombres lo hago yo», así que los dos se quedaron en ropa interior.

Ramírez y Antonio estaban limpios… por esa ocasión. Pero luego Ramírez fue acusado de tener vínculos con la delincuencia organizada y, en particular, de haber recibido 450 mil dólares mensuales de Los Beltrán Leyva a cambio de información (ex compañeros suyos sostienen que es inocente; a finales de 2009 no había sido sentenciado).

Cuestión de confianza

Para los Estados Unidos, siempre ha sido todo un reto saber en quién confiar en México. Los agentes de la DEA dicen que los principales tropezones son las acusaciones entre los dos países (México es el proveedor, pero Estados Unidos es el consumidor de las drogas) y la corrupción endémica de las fuerzas de seguridad, incluyendo el Ejército.

El monopolio del poder de García Luna en la guerra contra las drogas no ha favorecido la cooperación internacional. No hay equilibrio de fuerzas en la información de inteligencia que se comparte. La DEA tiene sus dudas sobre el propio García Luna; incluso el jefe de inteligencia de la DEA, Anthony Plácido, ha expresado sus preocupaciones sobre el hecho de que «constantemente se menciona que varios de los socios más cercanos del secretario Genaro García Luna podrían estar mezclados con grupos delictivos, como Los Beltrán Leyva».

Para hacer su trabajo, la DEa tiene que invertir su dinero en alguien… y correr riesgos. En una ocasión, escogieron a Víctor Gerardo Garay, un agente de la AFI con vínculos estrechos con García Luna. Garay era superior inmediato de Antonio Garza y se había mostrado dispuesto y capaz de perseguir a los narcos. La DEa le dio información y él les ayudaría a derribar a sus enemigos mutuos, entre los que se encontraban los más grandes nombres del negocio.

La DEA le entregó números telefónicos que había rastreado y otra información útil sobre Eduardo Arellano Félix. Poco después, el narco fue prendido en Tijuana.

«Fue el tipo que lo hizo», dijo un agente de la DEa refiriéndose a Garay. «Era excelente».

Llegaron a conocerse en el plano social. Tenían parrilladas en la casa de uno y otro y viajaban juntos. Con el tiempo se habían hecho amigos. El hombre de la DEA tenía sus sospechas: había trabajado en el oficio mucho tiempo y había visto más traiciones de las que hubiera querido, pero en el fondo confiaba en Garay.

Sin embargo, el 19 de octubre de 2008, unos días después de una redada en una fiesta en una mansión de la ciudad de México, que había llevado a la detención de once colombianos, dos mexicanos, un estadounidense y un uruguayo, se prendieron los focos rojos. Al momento de ser detenidos, estos narcos celebraban una fiesta portentosa en la mansión, que tenía albercas y salas privadas de juego decoradas con el colmo del kitsch. En un salón, colgaban del techo estalactitas falsas; un caballero en armadura vigilaba en la esquina de otra. Los narcos tenían un zoológico privado con dos leones, dos tigres y dos jaguares negros, entre otros animales. Habían invitado treinta prostitutas a la fiesta.

Garay, que encabezó la redada, llevó al lugar a su colega de la DEA, para mostrarle los despojos de la guerra.

Pero no había nada, recuerda el agente de la DEA. La casa había sido limpiada de arriba abajo desde la redada de días atrás; no había signos de que nadie hubiera celebrado una fiesta en la cual hubiera irrumpido la policía. No se veía ni una lata de refresco o cerveza. «Alguien (¿acaso los policías?) se había llevado todo lo que no hubiera estado clavado».

Habían sido los policías y resultó que no fue todo lo que hicieron. Garay y sus hombres habían tenido su propia juerga en la casa la noche de la redada, después de llevarse a la cárcel a los narcos. Se habían quedado con algunas putas para entretenerse y aspiraron algo de la cocaína decomisada. Los llamados policías buenos se habían regalado una narco fiesta.

Garay fue arrestado y acusado de algo más que un resbalón. Las investigaciones de la PGR indican que tenía hondos lazos con los narcos.

El hombre de la DEA quedó conmocionado por las noticias. «En lo personal, fue un golpe terrible; una llamada a reaccionar». Elogió el hecho de que Garay hubiera sido detenido, pues antes una infracción de este género habría dado por resultado una transferencia a otro estado, pero no pudo ocultar la decepción de haber sido engañado. «Es una frustración, un agravio. Perdí el pelo, dejé de pasar tiempo con mis hijos». «Todo lo que hice se fue a la mierda, pero volvimos a la competencia».

Para las autoridades internacionales y mexicanas, la detención de Garay fue el primero de varios golpes. Poco más de una semana después de la redada, un empleado de Los Beltrán Leyva le dijo a la PGR que había aprovechado su puesto en la Interpol y la embajada de Estados Unidos para filtrar información.

En noviembre de 2008, dos ex altos funcionarios de las oficinas de la Interpol en México fueron detenidos: uno fue acusado de aceptar 10 mil dólares mensuales del Chapo y su gente a cambio de ver que funcionarios simpatizantes de los sinaloenses ocuparan puestos elevados. Al otro se le pagó una suma no especificada por suministrar información confidencial.

Al mismo tiempo, cinco hombres de la unidad especial de la PGR contra la delincuencia organizada, la sIEDO, fueron arrestados por estar en las redes de Los Beltrán Leyva.

El régimen de Calderón había lanzado la Operación Limpieza para concertar un impulso de combate a la corrupción. Los resultados eran prometedores, pero también descorazonadores. Habían sido detenidos docenas de funcionarios gubernamentales y policiacos de alto perfil, lo mismo que gente como Garay y Ramírez, que trabajaban en las operaciones contra las drogas, acusados de estar en la nómina de los cárteles.

Los expertos no escatimaron sus dardos. «Garay es absolutamente corrupto», dijo José Reveles, fundador de la muy golpeada revista mexicana Proceso. «Pero Garay estaba justo debajo del alto mando de seguridad de todo el gobierno, que no fue detenido. Las detenciones dieron en el cuello, no en la cabeza. Todo el cuerpo está corrompido. Estas operaciones de limpieza no son más que propaganda».

Calderón fue inflexible: se trata del primer paso, dijo. Se descubrirían más verdades desalentadoras, pero continuaría la lucha contra la corrupción. «Estoy convencido de que para detener a la delincuencia, primero tenemos que sacarla de nuestra casa».

El ejército contra la policía

El presidente Calderón, un conservador que fue electo por un margen estrecho en julio de 2006, en medio de acusaciones de fraude electoral, asumió el cargo haciendo promesas de generar empleos. Pero su agenda cambió repentinamente. Habían pasado días de su gestión cuando ocurrió el momento definitorio de su presidencia: ordenó el despliegue de miles de soldados en su estado natal, Michoacán, para que libraran la guerra con el narcotráfico.

Los cínicos siguen diciendo que Calderón emprendió la guerra para desviar la atención de los alegatos de fraude. El nuevo régimen, según el ex secretario de Relaciones Exteriores de México y destacado académico Jorge Castañeda, no «asumió el poder» sino hasta después de la investidura presidencial, cuando Calderón, «ataviado en casaca militar, declaró la guerra total contra la delincuencia organizada y el tráfico de drogas. Sacó al Ejército mexicano de las barracas y lo mandó a las calles, autopistas y poblaciones del país».

Otros críticos creen que Calderón actuó a instancias de Washington. Pero parece que Estados Unidos no tuvo tanta influencia en sus decisiones. Por su parte, la DEa ha respaldado completamente la decisión de Calderón. «Si alguien no se hubiera hecho cargo de estos necios, México bien podría haberse convertido en un Estado narco», dijo un ex agente de la DEa.

El presidente defiende sin matices su decisión de ir a la guerra. Tenía que consolidar el paso de su país hacia la democracia plena; siempre ha dicho que será una guerra «larga» y «cara».

Por primera vez en la historia de México, había una campaña militar a escala completa contra los narcos. En dos años, se desplegaron 45 mil soldados. Pero el Ejército no sólo combate a los narcos. También entró en guerra con la propia policía de la nación.

Siempre ha sido difícil patrullar lugares como Ciudad Juárez, Tijuana y Culiacán. Los cuerpos policiacos son escasos (de pocos cientos de efectivos), mientras que los Ejércitos de los traficantes de drogas superan las decenas de millares. Los narcos tienen dinero y armas; los policías están constreñidos al mero deseo de sobrevivir y mantener a su familia. No es difícil corromper ni a los mejores policías.

Los narcos también son listos. Casi todos los tiroteos ocurren en las vías públicas. Cuando la policía llega, los asesinos ya huyeron en un vehículo por una de las muchas rutas de la ciudad.

Algunos dicen que se paga muy poco a los policías. En efecto, con un salario anual de alrededor de 5 mil dólares, es fácil comprar a un policía de Ciudad Juárez o Culiacán.

Puede haber un problema más enraizado. «Aquí enfrentamos una cultura de corrupción que lastima al país, pero que es parte de su alma», dijo el vocero del gobierno de Ciudad Juárez, Jaime Alberto Torres Valadez. Antes había sido vocero de la policía y conoció la corrupción de primera mano. Cree que de 80 a 90 por ciento de los habitantes de Ciudad Juárez (cuando no el ciento por ciento de nosotros) se mezcla en alguna forma de corrupción.

A veces los policías no tienen opción. En Ciudad Juárez, los narcos han tenido la osadía de publicar carteles con el nombre de los policías que van a matar si tratan de cumplir con su deber.

«Para los que no creen», rezaba un mensaje, en el que se anotaban más de una docena de nombres de policías y sus adscripciones. Luego de la muerte de varios de los nombra dos, apareció un nuevo mensaje. «Para los que todavía no creen», decía. Los muertos recientes aparecían tachados.

El ex mayor de la fuerza aérea Valentín Díaz Reyes se sentía optimista cuando asumió las operaciones de patrullaje en el sector de Delicias de Ciudad Juárez. «Cuando llegué, encontré una policía, sin fe, sin alma, muy pobremente equipada y muy corrupta», dijo después de un mes en el cargo. «El reto es limpiar la corporación, hacerla honesta y darle dignidad como una corporación policiaca que es reconocida por los ciudadanos».

No iba a ser fácil ganarse la confianza de la opinión pública. Los soldados patrullaban la ciudad enmascarados. Establecían retenes al azar y detenían frenéticamente a los autos que se acercaban a una velocidad excesiva. Los conductores aprendieron pronto las nuevas reglas de vialidad: no usar el celular a la vista de un retén, porque disparan; no hacer ruidero innecesario alrededor de los soldados. Sobre todo, no manejar demasiado cerca de un vehículo militar.

Ahora bien, algunos policías tomaron la llegada del Ejército como una afrenta a su integridad. En una ocasión se desató un tiroteo entre policías y soldados en un vecindario. Llamados a la escena de un supuesto delito, los soldados dijeron que la policía les había disparado. La policía se quejaba de que el Ejército disparó primero.

Al fondo de una estación de policía en la zona sur de Ciudad Juárez, siete oficiales hablaban de sus preocupaciones con el Ejército, reunidos alrededor de una bicimoto Kawasaki roja nueva.

Hace unos días, dijo un oficial, «los soldados detuvieron a dos compañeros y los acusaron de tener drogas, pues encontraron convenientemente una bolsa con marihuana en la cajuela de su patrulla. Los torturaron: les rompieron la nariz y les aplicaron descargas eléctricas. Se supone que vinieron a apoyarnos, pero no parece. No quieren trabajar con nosotros».

Entre tanto, el pueblo de Ciudad Juárez se sentía contento de que ya no fuera la policía la única que estuviera a cargo. «Es bueno que haya más seguridad», dijo Nadio Rivera, que vive en la colonia Plutarco Elías Calles de Ciudad Juárez, que había sido sujeto de numerosas incursiones del Ejército a los pocos días de su llegada. «Pago sobornos normalmente. Te detienen, te revisan, dicen que bebiste, te intimidan».

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