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Authors: Malcolm Beith

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El Ultimo Narco: Chapo (19 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Al final, uno de los dos capos, El Chapo o Cárdenas Guillén, tenía que caer.

Este último tenía antecedentes en Estados Unidos. Varios años atrás, Cárdenas Guillén y más de una docena de hombres armados con AK-47 y pistolas rodearon a dos agentes federales estadounidenses (uno de la DEA y otro del FBI) en el centro de Matamoros, donde se habían reunido con un informante. Cárdenas Guillén había amenazado con matarlos y se dice que en un momento apuntó un arma a la cabeza de uno de los agentes. Los agentes se identificaron pero el capo persistió; todos sacaron sus armas y se produjo el caos.

Los agentes le recordaron a Cárdenas Guillén la grave reacción de la DEA sobre el asesinato de Kiki Camarena. Matarlos sería un error fatal.

«Pinches gringos. Este es mi pueblo, así que lárguense antes de que los mate», contestó Cárdenas.

Los agentes salieron indemnes, pero la DEA se preparó para la venganza. Emprendió de inmediato una investigación, la «Operación Pinzas Doradas». En colaboración con el gobierno mexicano, la DEA, el FBI y agentes aduanales de Estados Unidos, comenzaron a enfocarse en derribar al cártel del Golfo.

El Chapo, y quizá no era coincidencia, hacía lo mismo.

El viernes 14 de marzo de 2003 por la mañana muy temprano, docenas de soldados rodearon una casa en un rumbo modesto de Matamoros, donde se creía que vivía Cárdenas Guillén. Él y sus hombres trataron de abrirse paso a través de los balazos, pero los soldados los alcanzaron en el aeropuerto. Tres soldados resultaron heridos en el altercado, pero cuanto se acallaron los disparos, se vio que habían vencido: atraparon a la cabeza del cártel del Golfo.

Fue motivo de celebración. Los golpes del año anterior contra Los Arellano Félix habían sido grandes noticias, pero éste fue el primer narcotraficante de alto nivel atrapado en la costa del Golfo durante el régimen de Fox. La captura de Cárdenas Guillén le quitó al Presidente algo de la presión por la fuga del Chapo, y envió otra señal a sus contrapartes de Estados Unidos de que el régimen estaba dispuesto a ir tras los grandes narcos.

También se mostró que el presidente Fox no estaba protegiendo a un cártel en particular y aplastaba a sus rivales, según había denunciado el Partido Revolucionario Institucional. La discreción de la acción con que habían capturado al capo del Golfo también era motivo de orgullo: los únicos que lo supieron de antemano fueron el Presidente, el secretario de la Defensa y el procurador general.

Para la DEA, el descalabro fue excelente no sólo porque se trataba de Cárdenas Guillén, sino porque los suyos habían sido vengados. «Es un arresto importante porque envía a los traficantes el mensaje de que la violencia y la intimidación no los protegerían de las autoridades», declaró la instancia estadounidense.

Pero otros funcionarios fueron más cautelosos. Ahora tenían que investigar y reunir información de inteligencia sobre quién ocuparía el lugar de Cárdenas Guillén.

Meses después de la caída de su enemigo, El Chapo llegó a Nuevo Laredo. Según un testigo que actualmente recibe protección, no tenía miedo de estar ahí, aunque la polvadera no se había asentado. Ese día, después de un sangriento tiroteo, llegaron soldados a un barrio llamado Santos Degollado. Cinco matones vestidos con uniformes de policía y armados con rifles AK-47 gritaron su lealtad desde la azotea. «¡Somos gente del Chapo y él está aquí… en Nuevo Laredo!». Huyeron enseguida. Fue la primera demostración de que El Chapo operaba abiertamente en territorio del cártel del Golfo.

Los Zetas no iban a ceder su coto tan fácilmente. A meses de la captura de Cárdenas Guillén, de hecho habían fundido el cártel del Golfo con su organización. Por medio del teléfono celular, Cárdenas Guillén todavía daba órdenes desde la cárcel en el Estado de México. Tanto El Chapo como Los Zetas tenían la intención de expandirse por México, y resultó que ninguno tuvo los recursos para materializar un bastión en la costa del Golfo. La guerra en el noreste se intensificó.

Después de la visita del Chapo, ese verano llegaron a Nuevo Laredo cientos de pistoleros de Sinaloa y siguieron enfrentándose con Los Zetas. Cientos de cada bando cayeron en el noreste. Sólo en Nuevo Laredo murieron aproximadamente veinte policías.

Ninguno de los dos bandos quería la paz; ninguno de los dos bandos quería ley ni orden.

Quienes sí lo querían, tenían pocas posibilidades. Cuando Alejandro Domínguez Coello, un hombre humilde de cincuenta y seis años que era padre de tres hijos y había sido dueño de una imprenta asumió el puesto de jefe de la policía de Nuevo Laredo, admitió que en realidad poco podría hacer. Pero juró que por lo menos representaría al pueblo. «No tengo obligaciones con nadie. Mi compromiso es con la ciudadanía», anunció cuando aceptó el cargo.

En las siguientes seis horas ya le habían metido treinta balas, supuestamente gracias a Los Zetas. El escándalo del incidente obligó al presidente Fox a enviar al Ejército y fuerzas federales, pero no fueron bien recibidos. Desde el momento en que llegaron al aeropuerto, se desataban balaceras ocasionales entre la policía local —comprada por Los Zetas y el cártel del Golfo— y los federales. Al final, los 700 policías de la ciudad de alrededor de 35 mil habitantes fueron relevados de su puesto y sometidos a investigación.

Hoy en día impera sobre Reynosa, Matamoros y Nuevo Laredo una calma fantasmal. Los soldados siguen estacionados en la zona, pero no hay confianza entre ellos y la policía. Matamoros es la clase de ciudad en la que no es difícil imaginarse abatido por las balas, secuestrado o torturado. La policía circula en camionetas agitando sus armas y gritando como estudiantes borrachos en un fin de semana de farra. De día, los vecinos están siempre en guardia; al atardecer, las calles quedan completamente desiertas. En contraste, justo al otro lado de la frontera, Brownsville parece idílico, el epítome de la estabilidad.

A los habitantes les preocupa que en cualquier momento la violencia vuelva a hacer erupción. Los Zetas han ramificado sus actividades hacia la extorsión y toda clase de con trabando y extorsión a lo largo de la frontera. El gobierno federal asegura que se trata de una guerra contra Los Zetas en Tamaulipas, pero los residentes se permiten tener otra opinión.

«Todos están comprados», dice Antonio, quien ha pasado toda su vida en Reynosa. «Los soldados, el gobierno; todos».

Antonio tiene una tiendita en Reynosa; la mayor parte de sus ganancias provienen de la venta de alcohol. Fue extorsionado por un funcionario del gobierno local con las insignias del gobierno municipal. Iba acompañado por guardias armados, posiblemente Zetas, y le pidió a Antonio que le pagara el equivalente de 50 dólares todos los viernes por el «derecho» de vender alcohol.

Antonio se defendió. Acudió a las autoridades a reportar el incidente y mostró que todos sus papeles estaban en orden. Desde entonces, el funcionario no ha vuelto, pero Antonio está lejos de estar convencido de la reacción de las autoridades. Apenas se inmutaron por la acusación, y ni siquiera preguntaron el nombre.

«Los principales narcos son los políticos. Es una vergüenza lo que le pasa a México».

Capítulo 9
E
XPROPIACIONES

A
UNQUE SE HABÍA ALEJADO DEL NORESTE
, en realidad El Chapo no había caído derrotado a manos de Los Zetas. El baño de sangre del conflicto con el cártel del Golfo no había afectado sus operaciones; a mediados de 2005, sus drogas fluían deprisa hacia Estados Unidos. En las entidades policiacas estadounidenses estaban convencidos de que lograrían darle caza: «Es un objetivo de alto perfil. Acabará por cometer un error y lo atraparemos», dijo un funcionario de ese país. Pero, desde luego, El Chapo tenía otras ideas.

Seguía prófugo de las autoridades y expandía su negocio para incluir las metanfetaminas, que son un estimulante que causa adicción y también se conocen como met, hielo, crack y speed. Las metanfetaminas se inhalan, se fuman o se comen y pueden tener efectos graves en el sistema nervioso central. En otras partes del mundo se llamaban la «droga loca» (con variaciones locales del término) por la paranoia y las alucinaciones que producía en los consumidores habituales. Un efecto secundario común es la sensación (vívida) de bichos caminando por la piel. Son muy adictivas.

Las metanfetaminas se producen fácilmente en laboratorios clandestinos. Basta tener los compuestos químicos adecuados (los precursores químicos) y un equipo para cocinarlos".

En general se piensa que José de jesús Amezcua Contreras inició el negocio de las metanfetaminas en México en la década de los ochenta. Con sus hermanos, instalados en Guadalajara, se conectó con delincuentes organizados de Tailandia e India para conseguir los compuestos químicos (en grandes volúmenes), con los que producían la droga en pequeños laboratorios baratos en Colima, Nayarit y Michoacán (donde se asociaron con otro grupo, los hermanos Valencia).

En la cúspide de sus actividades, se consideraba que los Amezcua estaban «entre los mayores contrabandistas del mundo» de efedrina y productores clandestinos de metanfetaminas. Tenían redes por las que abastecían la droga a los consumidores estadounidenses y también la vendían a los Arellano Félix. Según la DEA, comerciaban sus metanfetaminas en todo Estados Unidos, donde se había arraigado el azote. La DEA afirmaba que operaban en California, Texas, Georgia, Oklahoma, Iowa, Arkansas y Carolina del Norte. En ocasiones, producían la droga en suelo estadouni dense.

Sin la protección política de que disfrutan otros grandes narcotraficantes, los Amezcua fueron detenidos, pero el mercado de las anfetaminas en Estados Unidos dependía cada vez más para satisfacer el incremento de la demanda. Aun sin Valencia, la producción de metanfetaminas continuó, pero hacía falta un líder que coordinara los envíos.

El Chapo aprovechó la oportunidad y entró en el negocio de las anfetaminas.

Gracias a los contactos del Chapo y El Mayo a lo largo de las costas mexicanas del Pacífico, no fue difícil organizar los envíos de precursores de las metanfetaminas, y la distribución hacia el norte sería fácil. Ya no habría que pagarle a los colombianos: bastaba poner las metanfetaminas en sus entregas de cocaína. No tenían que pagar millones de dólares por aviones, pilotos, botes y sobornos. Con 10 mil dólares en compuestos químicos podían hacer metanfetaminas que llegaban a valer 100 mil dólares en el mercado.

Aunque el negocio de drogas de Sinaloa había sido una operación conjunta entre El Chapo y El Mayo, el negocio de las metanfetaminas era el hijito del Chapo. Cultivó sus vínculos con China, Tailandia y la India para importar los compuestos químicos y construyó sus grandes laboratorios para producir metanfetaminas en las montañas de Sinaloa y Durango, y en jalisco, Michoacán, Nayarit y otros estados donde tenía conexiones. Con este proyecto nuevo, El Chapo se mostró más ambicioso, «no como un asesino implacable, sino como un empresario», recuerda el agente Chávez de la DEA. «Se zafó del Mayo y abrió su propio mercado».

El Chapo extendió rápidamente su organización. Por huir de un lugar a otro, había establecido contactos en todo el país y ya operaba en diecisiete estados. Usaba varios alias, como Max Aragón y Gilberto Osuna. Puso un compinche de confianza, de nombre Ignacio «Nacho» Coronel Villarreal, a cargo de la producción de anfetaminas, de modo que él siguiera siendo el jefe de los jefes. Nacho Coronel había trabajado durante años con El Mayo y El Chapo. Fue tan confiable en el negocio de las anfetaminas que se ganó el mote de Rey del Cristal.

El Chapo también pensaba en la guerra en otro frente. Desde su fuga de la cárcel, tenía planes para la plaza de Ciudad Juárez. Convocó una reunión en la ciudad septentrional de Monterrey con El Mayo y El Azul (consejero y mensajero de Los Beltrán Leyva). Ahí, estudiaron la posibilidad de matar a Rodolfo Carrillo Fuentes, que se encargaba de las operaciones desde la muerte de su hermano. Tenían una oportunidad de acabar con el dominio de Carrillo Fuentes en el lucrativo corredor del contrabando que era Ciudad Juárez.

El Chapo se tomó su tiempo. Finalmente, seguía en vigor la alianza entre los cárteles de Sinaloa y Juárez establecida por El Mayo, aun con toda la desconfianza que se tenían El Chapo y sus contrapartes de Ciudad Juárez.

El Chapo envió a Ciudad Juárez a miembros de Los Negros para que se apoderaran del territorio. El Chapo sabía que Rodolfo Carrillo Fuentes circulaba con escolta policiaca; sería difícil llegar a él en su propia ciudad. Pero El Chapo también sabía que la familia todavía visitaba Culiacán y sus alrededores, donde les quedaban parientes.

El 11 de septiembre de 2004, a las cuatro de la tarde, Rodolfo, su esposa y dos hijos pequeños salieron de un centro comercial y pasaron al estacionamiento, escoltados por el comandante de la policía Pedro Pérez López.

Era un hueso duro. En su puesto en Ciudad Juárez, había desarticulado bandas de secuestradores y ladrones de autos, y aun sobrevivió a dos intentos de asesinarlo por parte de los Arellano Félix. Rodolfo y su esposa no habían acabado de meterse al auto cuando comenzó el tiroteo desde todos lados. Pérez López respondió y mantuvo a raya a los pistoleros. Pero sólo por unos minutos. Recibió un balazo, lo mismo que el narcotraficante y su esposa. El policía sobrevivió, pero el capo y su esposa murieron. Cuando llegaron los refuerzos, los asesinos habían huido.

El Chapo había eliminado a su principal rival en Ciudad Juárez.

A la muerte de Rodolfo, pocos concedieron a Vicente Carrillo Fuentes, otro hermano, grandes posibilidades de mantener el control de la plaza de Ciudad Juárez. «Desde la muerte de su hermano, Vicente Carrillo no puede conser var el liderazgo», dijo en noviembre el procurador general Daniel de la Vaca Hernández. «Vicente Carillo debe huir […] el miedo hará que pierda su organización a manos del Chapo».

Se quedó, pero para el resto de la década Ciudad Juárez no vivió bajo la égida de un Carrillo Fuentes, sino bajo el manto de la violencia.

Revancha

El Chapo se habrá imaginado que entrar en Ciudad Juárez y el Golfo de México tendría repercusiones graves; pero nunca se sabrá si acaso esperaba el giro que dieron los acontecimientos el 31 de diciembre de 2004.

La víspera de Año Nuevo, Arturo Guzmán Loera, hermano del Chapo, joven de ojos grandes y bigote, hablaba con su abogado en su celda del Cefereso 1, la cárcel de máxima seguridad de México, donde languidecía desde hacía tres años sin que se hubieran hecho intentos por liberarlo. Otro preso, José Ramírez Villanueva, fue a un baño cercano, donde se había escondido un arma, y mató al hermano amado del Chapo.

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