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Authors: Malcolm Beith

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El Ultimo Narco: Chapo (15 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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La condena a los narco-corridos forma parte de una lucha por erradicar lo que en México muchos políticos y padres de familia llaman narco-cultura. Yudit del Rincón, una diputada de la legislatura estatal de Sinaloa, tiene hijos adolescentes y ha atestiguado el impacto que la narco-cultura ha tenido en ellos. Está consternada por el hecho de que su hijo escucha narco-corridos y quiere usar ropa y otra parafernalia (cadenas de oro, por ejemplo) de la que usan los narcos.

También es categórica en cuanto a que los políticos estatales pongan el ejemplo. En una ocasión, durante una sesión del Congreso local acerca del tráfico de drogas en Sinaloa, Del Rincón sugirió que ella y todos sus compañeros se sometieran a exámenes de dopaje para probar que eran aptos para representar a la mayoría de la población. Todo el mundo aplaudió la idea; luego los tomó por sorpresa: vamos a hacernos las pruebas ahorita mismo. Había llevado a dos técnicos de laboratorio para realizar los exámenes.

Los legisladores por poco cayeron unos sobre otros en su intento de llegar a la puerta.

Combatir la cultura del narco es extremadamente desafiante. Hay todo un mundo conectado al narco, y no se trata sólo de canciones o ropa. Los narcos comparten una camaradería de socios en el crimen, como evidencian sus sobrenombres. Estos apodos son comunes en el bajo mundo mexicano. Muchos se basan en la apariencia; El Chapo, por ejemplo, o El Barbas. Algunos arrojan cierta luz sobre el carácter del criminal —El Petardo es conocido por sus violentos exabruptos —, mientras que otros expresan admiración. La Reina del Pacífico era muy reconocida como una mujer que había llegado hasta los niveles más altos de un bajo mundo dirigido por hombres, hasta que la hicieron caer. El Padrino era otro sobrenombre de este tipo.

Algunos sobrenombres son bastante humorísticos, y enmarcaran la brutalidad de la persona en cuestión. «El Chuck Norris», por ejemplo, era sospechoso de estar involucrado en ejecuciones y en la excavación de tumbas clandestinas. Un notorio traficante de personas, David Avendaño Vallina, era conocido como «La Hamburguesa». Una banda de secuestradores en la ciudad de México llevó la ironía un paso más allá, al denominarse a sí mismos Los Gotcha (que en inglés es una forma apocopada de «got you», te atrapé).

Hombre muerto caminando (pena de muerte).

Hace apenas unos años —cuando El Chapo era la única forma de justicia y antes de que llegara el Ejército—, había más que un sentido de disciplina entre la juventud de Sinaloa. «Cuando los policías se cruzaban con El Chapo en el camino, lo llamaban jefe», explica un residente. Había menos preocupación acerca de la narco-cultura; de hecho, El Chapo mantenía a raya a los niños.

Varios años atrás, un grupo de adolescentes robó algunos tanques de gas de un depósito en las afueras del pueblo, recuerdan los habitantes. La policía local estaba en un aprieto: no podía realizar una revisión casa por casa en las montañas cercanas; habría sido infructuoso y una pérdida de tiempo, y posiblemente incluso pondría su vida en peligro. Así que El Capo —o El Señor, como se referían a él por respeto— puso a su gente a que preguntara por ahí. Rápidamente cercaron a los perpetradores y los dejaron en la estación de policía.

En varias ocasiones, cuando la violencia en Culiacán o en Badiraguato se había ido de las manos, El Chapo supuestamente intervenía para hablar con los ofensores. Cálmense, les decía. Están atrayendo mucho la atención. Si no paran esto, nosotros lo haremos. Se dice que él y El Mayo visitaron casas en Culiacán para hablar con los padres de los jóvenes delincuentes.

Abundan las historias del Chapo impartiendo disciplina. Algunas parecen verdaderas y algunas apócrifas. Una vez, al parecer un joven robó, sin enterarse, el coche de una sobrina del Chapo. Cuando éste lo supo, mandó a sus esbirros a cortarle las manos al ladrón.

«Pero hoy en día es diferente», dicen los residentes, preocupados. La disputa ha cobrado su cuota. La presencia de los militares sólo ha incrementado las tensiones en la región. Los tiroteos se han vuelto rutina, y los jóvenes narcos no respetan la ley; algunos incluso desobedecen la ley del Chapo.

Un niño de 12 años de edad avanza y señala un crucero justo en frente de la iglesia de Badiraguato y al otro lado de la oficina del alcalde. «El otro día mataron a un niño ahí», dice con el ceño fruncido.

La policía sabe que no tiene control sobre la situación. En 2006 el jefe de la policía local de Badiraguato fue muerto a balazos, aparentemente por haber arrestado a un joven narco. Un par de meses después, dos pistoleros que habían ido en busca de su hombre tomaron por asalto la prisión de la localidad. La fuerza policial les permitió llevárselo sin hacer un escándalo. David Díaz Cruz, jefe de la policía en aquel tiempo, sabía que había muy poco que él pudiera hacer: no tenía siquiera el poder de echarle el guante a delincuentes de poca monta.

«Aunque tengo mis sospechas de que están vendiendo drogas en la tiendita de la esquina, no puedo investigar», dijo.

Los narcos, particularmente aquellos como El Chapo, todavía son admirados por muchos, tal vez por puro miedo. En Culiacán hay una expresión: «Mejor vivir cinco años como rey, que toda una vida como buey».

La gente joven, en efecto, vive y muere de acuerdo con ese código. De manera consistente, Sinaloa ocupa el primer lugar en homicidios de hombres de entre 18 y 29 años de edad.

La Policía Estatal ha tomado nota, pero es casi lo único que ha hecho. De manera semejante al gobierno federal, que con frecuencia equipara el consumo de drogas con lo «diabólico», Josefina de jesús García Ruiz, jefa de la policía de Sinaloa, ha estado impulsando una moral desde que se hizo cargo del puesto.

García Ruiz hace énfasis en que los niños necesitan una estructura y valores familiares a fin de prevenir que caigan en el tráfico de drogas. Ella se lo toma muy en serio pero con severidad, como una maestra de escuela.

Los jóvenes sinaloenses quieren ser gente como El Chapo. Ellos creen que él lo tiene todo: dinero, poder, mujeres, armas. Pero necesitamos cambiar eso. Necesitamos amar y cuidar a nuestros hijos, no abusar de ellos, golpearlos, [no] amar el dinero, para que [el niño] no odie la vida.

La cuota de muerte no le ha ayudado a defender su postura: la mayoría de los jóvenes parecen estar optando por la tumba. Las drogas son la única manera de tener éxito en Sinaloa. Y con un gobierno al que casi no le importa y una economía formal que no se apiada de nadie, los narcos veteranos siguen siendo los patronos más respetables de la sociedad. Mientras los políticos se han robado cofres del estado y han fallado en el cumplimiento de promesas de proveer educación y atención médica, los narcos de Sinaloa han pagado escuelas y hospitales, y han entregado dinero a iglesias y hogares. Los residentes todavía están en deuda con ellos.

Un grupo de adolescentes de Badiraguato se sentó alrededor de una zapatería cerca de la plaza del pueblo, evaluando si hablar abiertamente acerca de esta aparente ironía. El sudor corría por sus rostros mientras pensaban qué debían decir. Reticentes a decir alguna indiscreción, uno preguntó: «¿Me matarán si hablo?».

Su amigo, José de jesús Landell García, deseaba arriesgarse a ser franco. «Los traficantes de drogas hacen cosas buenas aquí. Le dan empleo a la gente. Aquí no hay maíz, no hay frijoles; aquí la gente vive de las drogas», dijo el joven de 22 años, que es copropietario de la zapatería con su padre, y agregó que él tenía ideas encontradas acerca de la narco-cultura. Mientras que por una parte él tiene la suerte de tener un empleo trabajando con su padre, la mayoría de sus amigos han aceptado subempleos con los cárteles porque «era lo único que podían hacer».

«Por un lado no estoy contra los narcos. Pero ellos traen asimismo la violencia. Me gustaría ver otra forma de empleo aquí… Los traficantes de drogas tienen dinero, crean empleos y ayudan a la gente».

Su amiga Gladys Elizabeth López Villarreal, de 17 años de edad, se mostró incluso más partidaria de los narcos. «La gente como El Chapo son buenas personas. Somos sus admiradores. Nos ayudan y ellos responden como deben hacerlo», dijo, refiriéndose a la forma en que los traficantes de drogas se enfrentan a sus competidores en el negocio y, con frecuencia, a la ley.

La cultura de la ilegalidad no sólo está muy arraigada en Sinaloa; parece haber ganado por encima de cualquier otra opción «¿Qué puede hacer un niño en Culiacán?», pregunta Martín Amaral, el historiador, alzando las manos con desesperación.

¿Trabajar en un Wal-Mart? ¿Estudiar? ¿O ser un narco? No hay nada que pueda hacer para levantarse. Obviamente, para un niño la mejor opción es romperle el cuello a su destino de pobreza y convertirse en narco. Yo no lo condeno, lo comprendo.

Hoy en día, el joven narco sinaloense promedio sobrevive tres años y medio en el negocio. Luego acaba en la cárcel, o lo matan.

Entre las tumbas

En las afueras de Culiacán, los mausoleos del cementerio Jardines del Humaya asoman entre los árboles. Este es el sitio de narco-descanso más famoso del área; los mausoleos resplandecen, algunos lucen domos coloridos y ventanas de vitral. Algunos tienen puertas de vidrio para mantener fuera a los visitantes indeseables; adentro, los parientes han ido dejando globos, velas y regalos. Docenas de flores están esparcidas sobre una tumba.

En la distancia, dos enterradores se preparan para la siguiente llegada.

Algunos de los que descansan en jardines del Humaya son bien conocidos. Hace años, la esposa del Güero Palma Salazar, Guadalupe Leija, se escapó con un traficante rival de Venezuela que se suponía estaba trabajando para el clan de los Arellano Félix. Supuestamente el venezolano le exigió a Leija que retirara unos 7 millones de dólares del dinero del Güero. Una vez que cumplió su cometido, él le cortó la cabeza. Se la mandó de regreso al Güero en Culiacán en una hielera. Luego se llevó a los dos hijos pequeños de su rival a Venezuela, donde los arrojó de un puente.

Un fresco de Leija y los dos niños adorna el techo de su mausoleo. Sus rostros serenos miran hacia abajo, al sitio donde un día El Güero descansará junto con ellos.

La decapitación de Leija fue la primera relacionada con el tráfico de drogas en México. Hoy hay docenas de víctimas decapitadas en jardines del Humaya.

La familia Velázquez Uriarte era mucho menos conocida que la del Güero. Velázquez Uriarte y su pequeño hijo murieron en una balacera. Adentro, los que acudieron al mausoleo por el cumpleaños del niño dejaron juguetes y globos. El edificio está diseñado con el tema de Batman en mente; sus paredes externas están pintadas de negro y gris, y el símbolo del Caballero Negro adorna el techo de la edficación.

En otra tumba, un narco desconocido dejó una inscripción para su novia: «Qué difícil es saber que ya no estás con nosotros, qué difícil es no escuchar tu voz, tu risa, qué difícil es no poder tocarte, abrazarte, qué difícil es vivir sin ti».

Cientos de narcos están enterrados en jardines del Humaya. A miles más los entierran en fosas comunes por todo Sinaloa, por todo México.

Iván Vázquez Benítez, de 36 años de edad, fue abatido a balazos por un grupo de matones que empuñaba AK-47 mientras conducía del trabajo a su casa un sábado por la mañana.

Los cuerpos de Omar Osuna, 32 años; Víctor Manuel Castillo Villela, 26, y David López Ruiz, de 24, fueron encontrados en el distrito Francisco I. Madero de la ciudad porteña sinaloense de Mazatlán. Sus cabezas habían sido cortadas y colocadas en una hielera grande.

Iván Toledo López fue secuestrado en una discoteca. Dos días después, la policía encontró una mano y un antebrazo, acompañados por una cabeza de cerdo. Más tarde ese mismo día, hallaron las piernas de un hombre joven con otra cabeza de cerdo. Creen que le pertenecían a López.

Un hombre joven que vestía el uniforme de una compañía de transportistas fue abatido a balazos cuando estaba parado afuera de un taller mecánico en el barrio Lomas del Boulevard de Culiacán a las 7:35 un martes por la tarde. Uno de los cuatro proyectiles de 9mm que entraron a su cuerpo se alojó en la cabeza.

Muchos de los muertos de la guerra del narcotráfico nunca fueron identificados o reclamados por familiares. Los forenses los conocen sólo como «NNS», No Nombres.

Capítulo 7
E
L
G
ENERAL

E
N SU OFICINA DE LA BASE MILITAR
a las afueras de Culiacán, el general Noé Sandoval Alcázar barajaba un altero de papeles. Era el verano de 2008. Tenía más de seis meses de estar librando la guerra contra el narcotráfico en Sinaloa, desde que había asumido el cargo de jefe de la Operación Sierra Madre y las operaciones conjuntas Culiacán-Navolato el 14 de diciembre del año anterior. Como jefe de la novena zona militar, estaba a cargo de las operaciones de combate al narcotráfico en las montañas de Sinaloa… y de la cacería del Chapo.

Pero en aquel momento, El Chapo no era su prioridad. Desde luego que el general Sandoval y su equipo luchaban por atrapar al señor de las drogas, pero la violencia en Sinaloa había llegado a tales extremos que, para el militar, abatir la tasa de homicidios e infundir la paz eran necesidades más inmediatas.

Nada más en junio había habido 143 asesinatos.

«Queremos meterlos en la cárcel. Se matan y se decapitan unos a otros. Hace unos días, uno [un narcotraficante] apareció decapitado, con una cabeza de cerdo en lugar de la suya».

El general leyó punto por punto la lista de sus éxitos en Sinaloa, pero con pocas muestras de orgullo. En diecio cho meses, la Operación Sierra Madre había arrojado los siguientes resultados: 97 mil 633 sembradíos de marihuana destruidos; 31 mil 296 campos de amapola destruidos; 418 pistas de aterrizaje clausuradas; más de 250 aviones incautados; 910 personas detenidas, acusadas de tráfico de drogas; mil 99 armas incautadas…

El general levantó la mirada, como si se preguntara si debía continuar. Uno de sus lugartenientes le indicó que lo hiciera.

El Ejército se había incautado de más de 12 millones de dólares en efectivo…

El general estaba muy cansado, casi al colmo de sus fuerzas. A los sesenta y dos años había combatido al narcotráfico durante cuarenta y dos, y en ese lapso había enviado tropas a depurar fuerzas policiacas corruptas, había ordenado incursiones en casas de seguridad de narcotraficantes y había supervisado la destrucción de cientos de plantaciones de marihuana y opio. Había visto cómo volvían a crecer.

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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