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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré (2 page)

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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En mi cama me invade la selva; me veo infestada por una horda de deseos: una paloma me picotea el corazón, un gato hurga en la cueva de mi sexo y en mi cabeza ladra una jauría, bajo el látigo de un cazador que ordena a gritos destrucción y estragos, mientras las horas acumulan torturas para poner mi resistencia a prueba. Y si gritase, ¿quién me oiría, entre los coros de ángeles?

Qué lejos queda ya la isla de esos días en los que antaño, al parecer, miré abrirse una flor, conté los pasos del sol, di de comer, si la memoria no me engaña, al sonriente animal a la hora convenida. Estoy acribillada de heridas que tienen ojos, ojos que ven un mundo todo tristeza, ahora y para siempre, panorámico e incurable, y bocas que cuelgan indecibles en el cielo de sangre.

¿Cómo puedo ser buena? ¿Cómo puedo hallar el alivio de los pájaros que día a día construyen su nido? La necesidad no me ofrece alas de terciopelo para salir volando. De veras estoy, y mortalmente, herida por las semillas del amor.

Ella entonces se inclina sobre la laguna y su oscura cabellera mojada cae como la tristeza, como la misericordia, como los velos negros de la piedad. Sentada como una ninfa junto al agua a última hora de la tarde, su patética delgadez cubierta por un amor tan suave tan confiado tan tenaz como los pájaros que continuamente reconstruyen sus nidos continuamente violados. Cuando al escuchar una melodía que le gusta, feliz, junta las manos, me conmueve más de lo que puedo soportar. Ella es el inocente, la víctima propiciatoria de todos los sacrificios. Es la diosa de todas las cosas que el ímpetu de la vida destruye. ¿Por qué tiene las manos tan vacías?

Gime en la noche, con la voz del torrente bajo mi ventana, buscando al niño cuya caricia sintió un día, al que no puede olvidar: el niño que obedeció mejor que ella las leyes de la vida. Pero de día obedece la voz del amor como los afligidos obedecen a su dios, y camina con las pisadas leves de la esperanza, que sólo los ingenuos y los santos conocen. Sus hombros tienen siempre un gesto acongojado, y sus flacos pechos dan lástima, como santuarios de la Virgen saqueados.

¿Cómo puedo hablarle? ¿Cómo reconfortarla? ¿Acaso puedo justificarme ante ella, más de lo que me justifico ante las flores que aplasto con el pie cuando camino por el campo? Y él, solícito, se inclina sobre ella. Atento a la tierna sensibilidad que ella exhala, ¿puede él oír su propio corazón? ¿Hay alguna manera, a cualquier precio, de no ofender al cordero de Dios?

Bajo la cascada me sorprendió bañándome y me dio algo que no pude rehusar, como no puede la tierra rechazar la lluvia. Luego me besó y se fue a su cabaña.

Absolvedme, recé, en la catedral de las secuoyas, y perdonadme si he pecado. Pero el musgo nuevo me acarició y el agua que corría sobre mis pies me dio su aprobación, y los helechos me reconfortaron: Échate en el suelo con nosotros, pues ahora tú también eres tierra, que nada, salvo el amor, puede sembrar.

Y me acosté sobre las agujas de secuoya y me pareció fluir cañón abajo con el estruendo y el caos del torrente: una felicidad que, como el nacimiento, puede olvidar la sangre y el desgarro. Pues la naturaleza no tiene tiempo para el luto, absorta como está por el mundo que gira, y por muchas devastaciones que la ataquen, cumplirá, en su rito subterráneo, su entera profecía.

La acedera y la paloma me explicaron con dulzura la confirmación y guiaron mi regreso. Cuando salí de los bosques al cerro, llevaba en el pelo agujas de secuoya como guirnaldas nupciales, y el mar y el cielo y el oro de los cerros me sonreían benignos. Júpiter ha poseído a Leda, pensé, y ahora ya nada puede impedir la guerra de Troya. Nacerá una leyenda, pero ¿quién escapará con vida?

Pero la acedera y la paloma torcaz, que sólo se ocupan de las cosas eternas, ¿qué pueden saber de la espinosa sociabilidad humana? ¿Qué saben de cómo las horas de espera, la inacción, el silencio, aprietan la cabeza con una fuerza que sofoca? Las más sencillas frases cotidianas son tortura, y necesito un esfuerzo de Sansón para eludir su mirada, que me atrae como la gravedad.

Como excusa para estar juntos, nos sentamos a la máquina de escribir, fingiendo una colaboración necesaria. Tiene un libro que hay que pasar a máquina, pero las palabras que intento arrancar del teclado expiran en el aire y se disuelven en besos cuyas sustancias químicas son más mortíferas si no estallan. Mis dedos no pueden ser marciales tocando un instrumento hasta tal punto vinculado a él. Entre los papeles siempre inacabados, la máquina se erige como un templo al amor, y si me despierto por la noche y distingo en la oscuridad su silueta, el recuerdo de nuestra peligrosa proximidad me eriza como una descarga eléctrica.

La frustración del pasado aplazamiento no puede contenerse mucho más. Cuelga madura, a punto de estallar a cada instante. La máquina de escribir es culpable de amor, florece de vergüenza, y habla tan alto a mis oídos que temo que comunique su indecencia a las visitas.

Qué estacionaria se ha vuelto la vida, y las horas se alargan hasta lo insoportable. Sentados sobre la hierba de oro del acantilado, el sol se inmiscuye entre nosotros, nos apremia a que hallemos una solución: la buscamos en vano, mientras su urgencia se nos hace insufrible. Nunca antes había yo estado enamorada de la muerte, ni agradecida a las rocas por prometerme una muerte segura. Pero ahora la idea de morir violentamente se me aparece ataviada de una melancolía seductora, y adornada con todos los halagos. Pues no hay belleza en negar el amor, excepto quizá a través de la muerte, y hacia el amor ¿existe algún camino?

Negar el amor, y engañarlo mezquinamente asegurando que lo no consumado será eterno, o que el amor sublimado se eleva hasta lo celestial, es repulsivo, como repulsivo es el rostro del hipócrita si se coloca al lado de la verdad. Si estuviera más lejos del centro del mundo, de todos los mundos, me dejaría embaucar mejor, pero ¿acaso puedo ver la luz de una cerilla mientras estoy ardiendo en los brazos del sol?

No, os digo, abogados míos, mis ángeles de ojos sádicos: esto es el comienzo de mi vida, o el final. Así lo afirmo, apoyada en la mesa del café,
y
renuncio a mis próximos cincuenta años con una fácil sonrisa. Pero ninguna de las eventualidades que la prudencia o la piedad podrían evocar pone en duda la certidumbre de mi amor, y a fin de cuentas no podemos hacer otra cosa que sentarnos a la mesa sobre la cual nuestras manos se cruzan, escuchando melodías en la gramola, el amor inmenso y simple entre nosotros, sin nada más que decir.

Cada hora pues, al más ligero ruido, me sobresalto, me levanto creyendo que el techo va a derrumbarse sobre mi cabeza, que oiré tronar el castigo de Dios anunciando que su paciencia ha terminado.

Ella camina con ligereza, como un niño cuyos pies danzarines pisarán gigantescos explosivos. No sabe nada, pero, como los pájaros en otoño, percibe un presagio en el aire. Sus gestos son nerviosos, hay corrientes de aire en todas las habitaciones, pero menos sensata que los pájaros a los que el signo más nimio hace emprender vuelos de tres mil millas, ella no hace otra cosa que mirar vagamente allá lejos, al Pacífico, extrañándose de que el paraíso no tenga, después de todo, una orilla en California.

He aprendido a fumar porque necesito algo a lo que agarrarme. No me atrevo a no tener un cigarrillo en la mano. Si cuando suene la hora del juicio final estoy mirando hacia otro lado, ¿cómo evitaré convertirme en piedra, a menos que pueda recordar algún gesto capaz de devolverme a la simplicidad y a la certeza de la vida cotidiana?

ESO está llegando. El imán de su dedo inminente me eriza los cabellos, el escalofrío de su proximidad desintegra los besos, echa a volar deseos en el aire inconexo. Por la noche, las húmedas manos del ricino me rozan y doy un alarido, creyéndome por fin atrapada. Las nubes cruzan el cielo, pesadas, tubulares. Se agolpan; me aterroriza verlas formar un largo arco iris negro que sale de la montaña y desaparece del otro lado del mar. La Cosa se está acercando. No hay nada que hacer sino agacharse y recibir la cólera de Dios.

SEGUNDA PARTE

Dios, baja del eucalipto que crece junto a mi ventana y dime quién se ahogará en tanta sangre.

La vi salir de entre los geranios moribundos, vi su cara, que las lágrimas habían vuelto angulosa, sin por ello difuminar su tortura interminable. Su cuerpo se encogía, esperando la herida que oscilaba en suspensión perpetua sobre ella.

Pero todos los velos que protegían mi imaginación contra la verdad que iba a arruinarnos, sus ojos los atravesaban, y me buscaban para desangrarme a mí también en la laguna de la catástrofe inminente, la laguna de lo que estaba a punto de nacer.

¿Es que no hay otra vía para mi libertad que su martirio? Al principio mis ojos registraban lo que veían, pero no le atribuían sentido. Estaba incomunicada con la angustia. Había cortado todos los cables del entendimiento: sólo así podía funcionar como una persona normal, y caminar entre escombros sin notar siquiera su presencia.

¿Pero quién podrá cuando llegue la hora refutar el fantasma que surgirá entre los geranios, esgrimiendo la piedad como una bomba de relojería en su mirada agónica? ¿Qué olvido puede inventar la naturaleza, qué matones podrás, Dios, enviarme, para acallar la compasión que me roba la fuerza de aguantar?

Sobre su cuerpo mutilado extiendo mis amorosas sábanas, mas ¿quién se enorgullecerá de ese rojo nupcial que rezuma entre los muslos del amor, alzado como un coloso, pero sin otro resultado que el semen frío de la tristeza?

No es Dios, sino los murciélagos, y una araña que está tejiendo mi culpa, quienes acuden a la cita, y la vergüenza copula con todas las moscas de septiembre. En mi habitación resuenan los gritos que ella nunca lanzó, y debajo del suelo las enredaderas del remordimiento crecen, perforando la humedad. El grillo gotea en mi oído infante recuerdo: no me ahorra ni una sola pieza del catálogo infernal de la crueldad.

La trampa se ha cerrado, y yo estoy en la trampa.

Pero no es el alivio del dolor lo que suplico, cuando le ruego a Dios que entienda mi lenguaje corrupto y que baje un momento a sentarse conmigo sobre el banco roto. De toda esta sangre, ¿surgirá un nacimiento, o es sólo la muerte la que exige avariciosa su tributo? ¿Hay un niño debatiéndose en la matriz triangular?

Estoy ciega, mas fue la sangre, no el amor, lo que cegó mis ojos. El amor alzó el arma y guió mi crimen. El amor trabó mis miembros cuando, como un hombre que se ahoga junto al último bote salvavidas, ella elevó su angustia por encima del agua para gritar ¡Socorro! Y el amor ahora, sobre ese rostro espantoso, coloca la turbia máscara de mi deseo.

He cerrado mi puerta con llave, pero el terror acecha fuera. El eucalipto azota la ventana, y oigo a la herida Europa gemir desde el torrente. Malévolos fantasmas aparecen en los cristales negros, desafiando las pálidas cruces que forma el marco de la ventana, pues ahora Jesucristo camina sobre las aguas de algún otro planeta, y de sus antiguas heridas mana sólo la sangre de la historia.

Todos los gritos se pierden en la confusión de la tormenta. La tos de las ovejas en los remotos cerros del condado de Dorset, la de los soldados gaseados, la de un niño de dos años con crup* se amalgaman en una única avalancha de catástrofe, que retumba en el estruendo del torrente, que resuena incluso bajo las pisadas de las tropas, capaces de partirle el corazón a una ramera.

América, con garras californianas, aferra el Pacífico, y en frenética súplica amasa todas sus voces. Como el Niágara rugen, y sacuden las colinas sintéticas. La arena de la catástrofe se derrama, y todos los pechos llevan la marca del destino.

Pero la mentirosa cigarra llega para anunciar «Todo va bien» al oído de Dios, que mide el tiempo tan generosamente, y las cochinillas acunan a sus bebés bajo el árbol caído. La ansiedad yace inmóvil, mientras el ojo de Dios, siguiendo sus circunferencias infinitas, recorre mundos ajenos y remotos.

Y entonces obligo a mi vanidad a ponerse de pie sobre el acantilado y dejo que el yo contemple al yo, a los que sólo el suicidio puede unir.

De pie a trescientos metros por encima del mar, ¿qué aspecto tiene mi idólatra reflejo, con los peces de la muerte nadándole en el pelo? Ascienden perlas y burbujas desde el fondo del océano: qué hermoso nudo corredizo forman para mi muerte, último adorno del amor a mí misma: en torno a la espantosa visión bailan en corro. Cuando al fin nos reunamos, y entre mis brazos sujete a la impostora, nuestra amalgama envenenará el mar. Pero esta noche no. No hay luna.

Lo que amenaza la vida es horroroso, y aquella a quien he herido, y cuya agonía es mi condena presenciar, yace en tierra boqueando, pero todavía viva. Temblando como un cobarde, no me atrevo a escoger la vida ni tampoco la muerte, de la palma abierta y sádica que me ofrece una y otra.

Bajo la secuoya estaba cavada mi tumba, y con engaños persuadí a mi amado de que se metiera en ella. Nuestro beso fue un torrente que hizo un canal alrededor del mundo: de él zarpó el amor, igual que un refugiado en el último barco. De mi cabellera hice un sudario, que mantuvo a raya a los coyotes mientras nuestra anatomía trazaba jeroglíficos. Los vientos proclamaban triunfo, nuestras espaldas se plegaban bajo el peso, y nuestros huesos crujían como árboles viejos, pero una sonrisa como una telaraña cubría la boca de la caverna del destino.

El miedo será un terrible zorro: me morderá las entrañas, bajo mi túnica de buen comportamiento.

Canta, canario, en la tormenta, exhibe tu orgullo amarillo. Dame una razón para la valentía o truco para ser valiente. Pero nada tangible aparece para rescatar mi asediada cordura, y no consigo descifrar el idioma del eucalipto que azota mi tejado.

Los adversarios de Dios me acobardan, y Dios está demasiado lejos para oírme. De mi esperanza debo extraer espíritus benignos, capaces de hacer frente a las hordas que acechan mi ventana. Si quienes me espían ven que me rebajo a atrancar la puerta, sabrán demasiado: irrumpirán para vencerme, innumerables invadirán mi cuarto.

El filósofo de pergamino no tiene tratos con la noche, ni la menor idea del precio del amor. Con círculos de razón llenos de humo pretende combatir la niebla, y con anagramas, derrotar la anatomía. En vano poso con sus armas, aunque su nicotina me alivia como un bálsamo.

Luna, luna, álzate cielo arriba, recuérdame el consuelo, recuérdame que fui valiente alguna vez.

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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