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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré (5 page)

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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¿Es que disfruto escandalizando a los mayores? ¿No me preocupa que ganemos la Guerra?

Ha habido hombres que han sido más recordados que naciones enteras, y naciones de hombres han estado dispuestas a morir por una sola palabra.

Entonces, ¿mi palabra o la vuestra? Niña, no seas insolente.

Mi hermana está en casa, nos ha dejado a sus hijos para tener una semana libre y luchar por un empleo. Y está mi tía como una arpía implacable, luchando por uniformar a todas las mujeres.

¿Quién se atreve a respirar placer cuando la guerra es la palabra pero aún no la realidad? Aquí los rumores de guerra tapan incluso el objetivo último, que a pequeñas dosis podríamos disfrutar, por qué no, ahora. En Londres son más sabios: parejas de desconocidos se besan en los refugios subterráneos, y las efigies bombardeadas son objeto de chistes.

Asiste al funeral de la hipocresía, oh mi amado país, y derrama la habitual lágrima hipócrita. Las mías las ahorro para un acontecimiento de otro orden.

Un acontecimiento que si tú, mi amor, demuestras a fin de cuentas ser muy otro de lo que yo había esperado, provocará un entierro bajo un mar de lágrimas saladas más memorable que las ruinas romanas, y una batalla de una sola mujer tan sangrienta como la de diez millones de hombres. Pues para este acontecimiento nací, renací tras un entierro de mucho más de tres días, y construiré para conmemorarlo monumentos capaces de durar más de dos mil años. De esta conjunción de imposibles podría haber nacido una generación de ojos capaces de apreciar semejantes meteoros, una generación que enarbolaría, como un estandarte, una leyenda.

No es que quiera blasfemar, o decir: Mira lo que soy. No digo más que esto: Recuerda Ottawa la víspera de Año Nuevo: en ese día tan acechado de amenazas, y a cuyos antagonistas no carece de mérito haber sacado la lengua, yo elegí. Elegí sin influencias, sin aspavientos, sin ninguna flecha que me señalara dirección alguna, excepto lejos de ti.

Ni la razón ni la sensatez ni la codicia ni la piedad ni la perspicacia ni la ambición ni la conveniencia ni el deber filial pusieron mi mano entre las tuyas. Ni puede decir nadie que perdí la cabeza en el momento crucial.

Afirmaré pues, para dejar constancia ante mí misma, y para recordarlo si algún día soy otra que la que soy ahora: A pesar de las fuerzas furiosas, desenfrenadas en la reprobación, vi claramente entonces que no existía en ninguna parte en todo el mundo nada más que eso; que ni los conventos ni las islas del Pacífico ni las selvas ni todo el jazz de América ni el frenesí de las zonas de guerra podían esconder rincón alguno que contuviese una pizca de consuelo si eso me fallaba. En todos los estados del ser, en todos los mundos, esto es lo único que hay.

Recuerda también que dije: Aunque esto es todo lo que hay, aunque es lo único y es vulnerable, aunque pueden atacarlo, aunque puede morir, aunque no es más que una palabra mendiga frente a las altísimas finanzas, a pesar de todo, no es escaso: es suficiente.

No lo acepto con tristeza o arrepentimiento, con melancolía o desesperación. Lo acepto sin mañana y sin ningún lirio de promesa. Es lo suficiente, es lo ahora, y aunque llega sin nada, me lo da todo.

Con ello puedo repoblar el mundo entero, puedo dar a luz nuevos mundos en refugios subterráneos mientras arriba caen bombas; puedo hacerlo en lanchas salvavidas mientras el barco se hunde; puedo hacerlo en cárceles sin permiso de los carceleros; y oh, cuando lo haga calladamente en el vestíbulo durante las reuniones del Congreso, un montón de hombres de Estado saldrán retorciéndose el bigote, y verán la sangre del parto, y sabrán que han sido burlados.

El amor es fuerte como la muerte. De modo que esta noche meteremos en un nido el mundo entero con todo su desorden, y colgará balanceándose confortablemente como si estuviera tan lejos y tan olvidado por la historia como el derecho de los pieles rojas a ser libres.

Tanto si tus anginas controlan todos tus pensamientos y tus actos como si no, la noche estará forrada de seda y rodeada de paz, una noche lujosa y sin fantasmas. Será un sueño profundo, no un simple éter para disponer de otras doce horas inútiles. Dormiré por el placer de dormir, y no para esperar que pase el tiempo: El tiempo.

Ahora podré, tanto si me hacéis llorar como si no, absorber el paisaje mientras vuelvo deprisa a casa, y dejarme influir hasta por el más raquítico pino o abedul; y mientras me abrocho la túnica amarilla, asomada a la mañana, seré discípula de un triángulo de luz.

¿No es paradójico que ahora me inunde este diluvio de placeres diminutos, ahora, cuando soy más rica y más invulnerable que nunca? Me habrían sido tan útiles. Uno solo me habría bastado: lo habría convertido en un grandioso signo, en esa época en que tomaba tranvías para ir y volver de casa de mi madre, con todos los sentidos desolados, cuando el no tenerte le daba a mi vida sabor a infierno. Entonces, mi madre me agarraba por todas partes, con garras de biología y compasión e histérico hipnotismo, y me hacía anhelar mi propia aniquilación. ¿Puede incluso Freud explicar el terror de esas garras, la imposibilidad de escapar a su ansia de poder, y por qué fueron más fuertes que el viento del noreste, la memoria, la razón o las rocas precámbricas?

No, pues es algo que escapa a cualquier categoría, a cualquier explicación; se esconde en una nota a pie de página que admite la existencia de fenómenos perturbadores, pero no tiene respuesta a por qué ciertos ángeles llevan halos de pájaros que cantan, o por qué a Baldr, el dios nórdico, le crecía muérdago en los talones.

Pero mientras siga estando armada, como ahora, hasta los dientes, con armas para combatir el mundo antagonista, aunque un millar de proyectos me fallaran, jamás echaré de menos el pasado, cuando no podía ver ningún futuro. Puedes ser inválido para toda la vida, o paralítico, o leproso, podemos morir de hambre en las cloacas, o ser aniquilados por la plaga: pase lo que pase tendré un puñado de centeno, cuya cotización ningún Banco Exterior controla, ni su valor disminuye al trasplantarse.

Recuerda también, cuando apoyas la vulnerable cabeza entre las manos, que aquello por lo que estamos siendo castigados, y aun peor, por lo que estamos castigando, no es sólo ese océano de paz que alcanzamos cuando me llamas zorra, sino la Causa. (La causa, mi alma.)

Pues a veces, cuando el calor que nos hace desfallecer aparece rodeado de tan fastuoso séquito, decimos: Somos demasiado felices, demasiado ricos, demasiado fuertes. Y entonces, abrumados por la culpa o la vergüenza de ser tan privilegiados, flanqueamos y decimos: Es injusto que los débiles y los desventurados sufran y nosotros no.

Pero si me haces la injusticia de pensar que soy hermosa, que tengo un millón de admiradores dispuestos a salvarme de la desesperación, y en consecuencia una catástrofe no sería tan grave para mí como para cualquiera, recuerda que eres tú, sólo tú, quien me otorga esos dones. Cuánto más terrible sería entonces mi pérdida, pues me arrebataría incluso lo que parece mío por naturaleza, mi poder de soportar y resistir.

Recuerda que la tentación, para ti, no soy yo: lo es todo aquello que te desvía de mí. Ni lo eres tú para mí, sino que eres mi meta, la única. A veces tú también lo ves tan claro como lo veo yo ahora, pues dices: «¿Tú crees que si no lo hiciera, podría...?».

Pero la Piedad como un niño mendigo se te acerca, servil, con la palma suplicante y ojos más conmovedores que la hermosura. Y bajando por la Tercera Avenida oyes chillar a los ratones en las trampas tendidas por las amas de casa.

¿Acaso me ves, pues, como una privilegiada, como un coloso cuyos muslos egoístas, olvidadizos, emergen de la desgracia ajena? ¿O como la abominable superhembra, que agarra y devora, invulnerable a fuerza de codicia?

Esos pensamientos, ay, son tus pecados, tu revestimiento de vergüenza: eso, y no los chicos rubios como jóvenes arbustos con los párpados sombreados de azul que amorosamente se inclinan sobre ti en una trastienda.

Hay quien ama a Lucifer porque perdió su batalla contra Dios. Algo de razón tenía el diablo, y quizá algo olía a podrido en el Cielo por entonces. No creas que no he visto colas cortadas de ardillas, que abandonaron sobre un tronco para salvar la vida, y patas de conejo roídas en trampas, enmarañadas con el acero.

Si camino deprisa por la calle, no es que esté jugando, con los transeúntes, a un juego que sólo existe en mi cabeza: es timidez, la misma que empuja a las modistillas a mirar nerviosamente afuera, medio escondidas entre los tristones visillos de encaje de sus habitaciones mal iluminadas, prefiriendo soñar junto a sus hornillos de gas y beber té aguado antes que someterse al brutal descubrimiento del mundo. Existen, sabes, mujeres así, y te diré que tratan los objetos con cuidado, como si fueran niños o animales. Pero no creas que el cielo las desdeña. Miles de ángeles suspiran tiernamente por ellas: y ahora mismo les están bordando faldas, y se preparan a enseñarles la rumba.

Pero por los ángeles ¿quién llora? ¿Quién se fija en ellos cuando vuelven la cabeza apretando los labios? No es que yo pretenda ser también un ángel. Pero sé que estar alegre, ser feliz, aunque sea suavemente, le crea a uno enemigos.

Recuerda: yo no soy el desahogo, sino la meta.

No pretendo cegarte, sino encontrarte.

Lo que tú tomas por sirenas que seductoras cantan para hacerte caer en tu destino como en una emboscada es sólo la voz de lo inevitable, que te da la bienvenida tras una espera tan larga. Yo fui hecha sólo para ti.

Han transcurrido eones, se han formado planetas y se han desintegrado para que estuviéramos juntos. Tu destino te vigila, y si fallara su colosal conspiración, ¿no comprendes que me echaría a mí la culpa?

No, no servirá de nada enseñarles a tu hijo y decir: Mirad, he salvado esto de la sangre. ¿No ves que están cansados de que se les den largas? Tú eres la hora y la generación que marcaron para alcanzar sus fines.

Y además, tu hijo no baja del nido para ser el chivo expiatorio de nadie, sino para comer su propia manzana con su propio pecado, del mismo modo que lo hará, a su vez, su propio hijo, a su debido tiempo.

SÉPTIMA PARTE

Han colgado esa cara maravillosa marcada con numerológica vergüenza en la galería de los criminales. Está atado a la cama con camisa de fuerza. ¿Es hospital o cárcel? No lo sabría decir. Yo estoy fuera sin poder entrar. Corrí por todos los pasillos con pavimento de goma, pero los asientos del teatro estaban vacíos. No. Me confundo.

Él dijo que no se permitían las visitas. Ni siquiera los viernes.

Entonces fui con revistas y fruta, y la enfermera dijo: Pase, pase. Su esposa está con él.

De modo que di media vuelta, pero todas las puertas del pasillo estaban cerradas. No, algunas eran de cristal, pero dobles, y fuera estaba nevando.

Mi amor, mi amor querido, ¿dónde estás? Bajo el árbol florido. Sí. (También nuestro lecho está florido, y el aliento de tu boca como el olor de las manzanas.)

La escalera formaba una espiral y bajaba millas y millas. Pero alfombrada. Sí, claro, pero la gente espiaba, malévola, y hacía comentarios sobre mi ropa raída. El torbellino estaba justo encima de nosotros, con pavorosas garras, no viento, sabes, no, sino jirones de periódico, arremolinándose peligrosamente cerca. Tengo miedo. ¿Y si se me lleva volando?

Fue por esa época cuando encontré la carta doblada: Amor mío, mi vida eres tú: quiero continuar como antes. La volví a dejar en su sitio, sí. Pero él la cogió de la repisa de mármol de la chimenea y la tiró. Le vi. El árbol que hay fuera de la ventana estaba cargado de nieve. Eso demuestra algo, ¿no?

Faltaban diez minutos para las doce de la noche cuando él dijo: Sal y consígueme un termo; y oí el Año Nuevo llegar mientras esperaba junto al mostrador de la droguería. La nieve se derritió y las calles estaban enfangadas de sangre.

Quería hablarte del Niño. Siempre fue así. En la habitación, la sangre nos llegaba a los tobillos.

Sí, lo sé.

La oí gemir: ¿Por qué no me dejasteis quedarme el niño, ay, por qué no me dejasteis quedarme el niño?

Era una niñita, morena, con los dedos muy largos. Era guapa, ¿verdad?, no como la mayoría de los recién nacidos.

El hombre de la cervecería dijo: No ha consumido usted nada en una hora, sintiéndolo mucho tengo que pedirle que se vaya. La ropa recién lavada echaba vapor sobre los radiadores, todavía estaba húmeda. Es diciembre, y los bosques están demasiado húmedos para una cita. Si te sientas en las piedras tendrás hemorroides. ¿Por qué llegan tantos telegramas? ¿Enviamos otro?

Sí, es humano.

Me odiarías si actuara de otra manera, ¿no crees?

Cuando salió de la cárcel tenía los ojos muertos y dijo: He perdido la inocencia, mirando hacia el techo y masticando un medicamento asqueroso.

Cuando salió del hospital llevaba la garganta vendada. Tuvieron que atarle, de tanto como se debatía. El anestesista era un artista, tenía axilas exactamente como cálices, sólo con ver un sombrero de copa tenía una erección, no le costaría nada entrar en el Ejército.

Hoy mismo lo he hecho ya dos veces, dijo él mientras estábamos echados en el huerto, una vez con ella, una vez contigo, y una vez con la mandíbula de un asno. Una, dos, tres.

Amor mío, me parece que tienes un poco de sangre en la ropa.

Sí, es del vientre de la ballena.

Qué posesivas son las mujeres.

Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los hijos. Todos los surcos del huerto están arados excepto los que hay junto al tronco del árbol donde crece la hierba. Ahí se yergue, como el Vellocino de Oro.

Perdóname, pues naturalmente sirvo a dos amas.

Podría indicarme el camino para salir de aquí, por favor, doctor, o inspector, no puedo verle muy bien en esta luz.

Nadie me oye. La culpa es del pavimento de goma. He estado horas y horas llamando a las distintas puertas.

¿Pero es usted comunista?

No.

¿Pacifista?

No.

¿Es por culpa de un sinvergüenza, entonces? En tal caso, creo que lo único que puede hacer es ir al borde del acantilado y decir: No soy nadie, y saltar. Son ochenta y ocho dólares, y dos más por las pastillas.

Amor mío, ¿por qué me dejaste en Lexington Avenue en el Ford sin frenos?

Se caló en medio del tráfico y se estropeó debajo de su ventana. Ella estaba escribiendo una carta: Te quiero mucho; Ve con Cuidado, en mayúsculas.

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