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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

En Grand Central Station me senté y lloré (3 page)

BOOK: En Grand Central Station me senté y lloré
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Pero las suaves flores, que saben morir sin aspavientos, me traen a la memoria la tristeza de ella, cuyas lágrimas ahogan a todos los fantasmas, y aunque torturada me retuerzo, ahorcada al viento, son más los ángeles que lloran por ella, ella, cuyo arruinado amor desemboca en todos los océanos del mundo.

¿Qué símbolo adoraba ella? ¿Cómo se protegía del pánico cuando durante un mes la tormenta acosaba su velero, cómo combatía el cáncer de la tristeza que la roía por dentro por su niño perdido? He aplastado su corazón como un huevo de petirrojo. Ha naufragado, y su naufragio abarca confines de su finito horizonte.

¿Qué precio tuvisteis que pagar, Gabriel, Miguel, de misericordiosas alas? ¿Quién fue el hombre que os sirvió de polea, que acudió a izaros en el momento crítico, hasta que de vuestra boca brotaron carcajadas vegetales y el sol os bastó como alimento? ¿Era la recompensa por haber combatido, hasta vencerla, contra una desesperación como la mía?

Los textos carecen de sentido, son una trampa que tiende el enemigo. Por equivocación mis pies danzaron sobre las cabezas de los desamparados; nada me consoló de esa carnicería. Mi propia herida no fue lo bastante profunda para aliviar mi culpa. Paloma en el eucalipto, que con truenos anuncias la venganza futura, dime qué puedo hacer para expiar mi crimen. Dime, paloma, que la sangre es el heraldo del milagro.

Mi corazón contra mi corazón se encarniza. El ritmo de sus latidos es el ritmo de la verdad, envenenado ritmo.

Un ala húmeda barre la noche temblorosa, y en mi mente me esperan fantasmas; la madrugada insufla frío análisis. Las enredaderas adoptan actitudes mundanas, insinuando el verde con sus dedos de niño. Flaco se erige el eucalipto, impotente.

Pero tenue como la esperanza y preciso como muerte, el ambiguo fénix de mi amor brilla como un tótem a la luz de la mañana, contra el cielo, y respira hondo, como un jornalero a punto de poner manos a la obra.

TERCERA PARTE

Todo lo inunda el agua del amor: de todo lo que ve el ojo, no hay nada que el agua del amor no cubra. No existe un solo ángulo en el mundo que el amor en mis ojos no pueda convertir en símbolo de amor. Incluso la precisa geometría de su mano, cuando la contemplo, me disuelve en agua, y la corriente del amor me arrastra.

Todo fluye como el Mississippi sobre un planeta devastado, que bebe sin conseguir saciarse, y con cascadas de gratitud aumenta el caudal de agua, que eleva un coro de alabanzas capaz de ensordecer para siempre a los incrédulos; de reventar sus avergonzados tímpanos con el rugido de la prueba, más sonoro que las bombas, los aullidos, o el tic-tac íntimo del remordimiento. Nada, ni siquiera las mareas venenosas de la sangre que yo misma he derramado, puede detener las gigantescas olas del amor.

¿Pero cómo realizar los necesarios gestos cotidianos, mientras una fusión tan intensa convierte el mundo en agua?

La inundación empapa todas mis herramientas de relación trivial. A la pregunta más sencilla de un extraño, respondo con mirada de incomprensión total. Clavada en el suelo, como embrujada, sonrío la semisonrisa del idiota, mientras siento un ardiente fluido desbordarse de mis ojos.

El amor me posee, y no tengo alternativa. Cuando el Ford traquetea hasta la puerta, con cinco minutos (cinco años) de retraso, y él cruza el césped bajo los pimenteros, permanezco de pie detrás de las cortinas de gasa, incapaz de moverme para ir a su encuentro, o de hablar: estoy convirtiéndome en líquido para invadir cada uno de sus orificios en cuanto abra la puerta. Tenaz como un pájaro recién nacido, todo boca con su único deseo, cierro los ojos y tiemblo, esperando el paraíso: va a tocarme.

Estoy echada al sol, junto al estanque; él se acerca a través de los bambúes, como la tierra que surge del caos. Pero yo soy la tierra, y él es el rostro que emerge de las aguas. Él es la luna dueña de las mareas, es el rocío y la lluvia, es todas las semillas y la miel del amor. Siento crujir mis huesos, aplastados como los bambúes. Yo soy la tierra que perforan, para crecer, las plantas. Pero cuando germinen yo también seré un dios.

Y hay tanto para mí, soy de pronto tan rica, sin haber hecho nada para merecerlo, para tener las manos llenas, llenas a rebosar. Y todo después de una tan larga travesía del desierto. Todo después de que hubiera aprendido a decir: No soy nada, y no merezco nada.

Los densos pinos dejan caer sus piñas cónicas; desmelenadas, las palmeras, con los pantalones cayéndoseles tronco abajo, dicen: Ha ocurrido, el milagro ha llegado, todo empieza hoy, todo lo que tocas acaba de nacer; la luna nueva, con su séquito de estrellas; el soleado día, arrebolándose en un fulgor de gozo; toda la parafernalia de la existencia, mis tristes compañeros de estos últimos veinte años, las ollas y sartenes de la cocina de la señora Wurtle, calles como cintas, geranios marchitos, flacas piernas de niños, el mundo entero me invita a su alegría, eléctrico se abalanza a abrazarme, reclamando por fin su nacimiento.

Cuando nos arrancamos a la noche y entramos en la cocina, la señora Wurtle dice: «Idilio, ¿eh?», pero sonríe, vuelve la cabeza, y cuando nos besamos a sus espaldas mientras la ayudamos a secar los platos, dice: «¡Vamos, tórtolos, largo de aquí!».

¿Qué va a ocurrir? Nada. Pues todo ha ocurrido ya. El tiempo entero es ahora, y el tiempo no puede ofrecer nada mejor. Nada puede ser más ahora que ahora, y antes de ahora nada era. No hay hechos menores en la vida, sólo existe un hecho, éste, único y colosal.

Podemos abarcar el mundo en nuestro amor, y ninguna irritación es capaz de perturbarlo, ni siquiera la envidia.

Por la noche, el señor Wurtle, arrellanado en el sofá, adopta un gesto jurídico y me interroga: «¿Así que, según usted, eso que llaman Amor existe?». Me apoyo en el cojín, desfalleciente por culpa de esta separación de algunas horas, y suspiro: «Síííí...», tras lo cual él, como si estuviera describiendo otros mundos, tan liliputienses para mí, tan insignificantes que con mi compasión los ahogo, describe sus intrigas, fustiga el Verbo que Fue al Comienzo.

Pero el estruendo de mis mares interiores, el deslumbramiento de este cataclismo que el amor al nacer ha provocado en mí, no me deja oír claramente lo que dice. Pensar una respuesta es como despertar a alguien que duerme con un sueño de plomo y ansia seguir durmiendo. Sonrío, pero estoy en trance: no hay más realidad que el amor.

No alcanzo a percibir, por debajo de sus palabras sutiles, el comienzo del antagonismo del mundo: el odio que a los mediocres inspiran los milagros. Lo único que quiero es que todos se marchen y me dejen mil vidas para rumiar, sólo rumiar, mi cumplimiento.

Durante tanto tiempo fui burlada. El sentido aleteaba por encima de mi cabeza, siempre fuera de mi alcance. Ahora ha anidado en mí. Se ha hincado en el mismísimo centro del blanco. Yo amo, amo, amo... pero él es también todas las cosas: la noche, las mañanas elásticas, las altas flores de Pascua y las hortensias, los limoneros, las palmeras, las frutas y verduras en brillantes hileras, los pájaros en el pimentero, el sol en el estanque.

No queda sitio para la compasión, sea la que sea. En un corazón sangrante, no hallaría sino júbilo por la hermosura del rojo.

Hace años, yo deambulaba melancólica por calles mal iluminadas, anhelando dolorosamente algo, no sabía qué, intentando pasar inadvertida, con mi ropa sin gracia y mis tacones torcidos: subrepticia y sigilosa, esperaba atrapar ese algo por sorpresa. Pero era entonces tímida y asustadiza, y aunque esperaba, no hallaba la fe. Imaginaba un pájaro en la mano, no este mar salvaje que me sacude como a los restos de un naufragio.

Pero me he fundido con el mundo: soy una de sus olas, que se desbordan y saltan. Soy ahora la misma melodía que los árboles, los colibríes, el cielo, la fruta y las verduras en hileras. Soy todo o cualquiera de esas cosas. Me puedo metamorfosear a voluntad.

¿Necesitáis alegría, necesitáis amor? ¿Sois hojas empapadas en algún patio olvidado? ¿Sufrís frío, hambre, soledad, parálisis, ceguera? Tengo lo que queráis, a puñados, a brazadas, para todos.

Convertidlo en calcetines, cubreteteras, cojines contra el frío, pues su electricidad es calor perpetuo, que lo contagia todo; es capaz de transformar el mundo sólo con tocarlo, de hacer un mundo nuevo y adorable.

Esto es Hoy. Esta es la meta que perseguían todos los pies, a la que todos los caminos pugnaban por llevar. ¿Cuáles son los problemas del mundo, sus pesares, sus errores? Me siento tan perpleja, tan ignorante, tan desconcertada como el día en que di álgebra por primera vez.

No hay problemas, no hay pesares, no hay errores: se unen a la apremiante canción que el mundo canta. Así viven los ángeles: pasan todas sus horas cantando alabanzas al Señor. No hay que hacer nada, saborear es suficiente. Es vida suficiente.

Incluso en cafeterías y hoteles de paso o en la penumbra de las tabernas, la voz dulzona de Bing Crosby, que canturrea desde una gramola, y el camarero, que entrechoca los vasos, alcanzan una perfecta identidad, una nota aguda y sostenida con un sabor especial, que me llena los ojos de lágrimas, de gratitud por ser capaz de recibir.

Y simplemente su mano bajo esas mesas gastadas, o guiándome a través de los rastrojos de los campos, hace mi felicidad inagotable como los océanos y cálida como la vida intrauterina.

Cuando vi una horda de gatos arremolinados en una estación, disputándose una cabeza de pescado tirada junto a los raíles, sentí: Es la abundancia de mis sentimientos, que alimenta a los desamparados. Por numerosos que sean los afligidos, los heridos, yo puedo consolarlos, y esos cinco millones que sin cesar arrastran los pies, y bultos, y sus niños con barrigas hinchadas, cruzando Europa, no son demasiados, ni es su destino demasiado sombrío, para que yo no les pueda decir: He aquí un mundo de esperanza, un mundo entero os puedo ofrecer a todos y a cada uno, como una dama rica que reparte caramelos en una fiesta de Navidad de niños pobres.

Puedo comprimir el desierto de Mojave entero en una palabra inspirada, o someter a toda América a mi capricho, como si América fuese un camarero que espera, de pie, a que yo me decida. Estoy en pleno delirio de poder, de invulnerabilidad.

Quitadme lo que pasa por ser envidiable: los cepillos de plata con mi nombre grabado, el vestido de noche, el automóvil, el centenar de pretendientes, el aplomo en un restaurante... y aun así seguiré siendo más rica de lo que puede imaginar el más codicioso corazón, y mi benevolencia desbordante podrá inundar a todos, hasta a los más reticentes. Tomad todo lo que tengo, o lo que podría tener, o cualquier cosa que pueda ofrecer el mundo: aun así seguiré siendo emperatriz de una tierra recién descubierta, que ni Colón ni Cortés, ni siquiera en sus sueños más descabellados, podrían haber igualado jamás.

Estámpame como un sello de lacre sobre tu corazón, tatúame en tu brazo, pues el amor no es menos poderoso que la muerte.

CUARTA PARTE

Pero en la frontera de Arizona nos pararon y nos dijeron: «Den media vuelta», y me encontré sentada en un cuartucho con barrotes en las ventanas mientras ellos escribían a máquina.

¿Qué parentesco tiene este hombre con usted? (El amado mío es mío, y yo soy suya, de aquel que entre los lirios su ganado apacienta.)

¿Cuánto tiempo hace que le conoce? (Yo soy para mi amado y él para mí. Entre los lirios su ganado apacienta.)

¿Durmieron ustedes en la misma habitación? (¡Ay qué hermosa eres, amiga mía, ay cuán hermosa, tus ojos de paloma!)

¿En la misma cama? (¡Ay cuán hermoso, amado mío, eres tú, y cuán gracioso! Nuestro lecho está florido.)

¿Realizaron el coito? (A la sombra del que deseé, senteme, y su fruta dulce a mi garganta.)

¿Cuándo realizaron el coito por primera vez? (Metiome en la cámara del vino, la bandera suya en mí es amor.)

¿Tenían ustedes la intención de cometer fornicación en el Estado de Arizona? (Manojito de mirra mi amado para mí, morará entre mis pechos.)

¡Ay qué hermosa eres, amiga mía, ay cuán hermosa, tus ojos de paloma!

¡Váyase de aquí!, gritó el guardián, al verme llorar por la puerta entreabierta.

(El amado mío es mío.)

Ándese con ojo, gritó el guardián, que como siga así agravará su caso.

(Béseme con besos de su boca.)

¡Estese quieta!, gritó el guardián, y me dio un bofetón.

Me han metido en un coche celular. La esposa del policía está sentada, muy tiesa, en el asiento delantero. Se me acusa de silencio y de amor.

La matrona dice: Deme esa pulsera, no están permitidas las joyas. (El amado mío...) Démela inmediatamente. Y el anillo. (El amado mío...) Y el bolso. ¿Todo este maquillaje lleva aquí dentro? ¡Pero qué barbaridad! ¡Barra de labios! ¡Perfume! No me extraña que esté donde está. (Aliviadme con flores y con manzanas, dadme algún contento.)

Los ojos del mundo, enfermo de celos, espían por la cerradura, en los ojos del guardián. Pero con todo, la única tortura es su ausencia.

La pared está cubierta de garabatos, arañados en el yeso con un alfiler: «Si consigues salir de aquí sigue mi consejo. Sé bueno».

¿Está él debajo de mi ventana con una serenata de lágrimas?

Cuando nos separaron me vieron apretarme contra su rodilla. Interceptaron nuestras miradas por culpa de lo que había en nuestros ojos.

¿Para qué viven ustedes entonces?

Yo de todo eso no quiero saber nada, dijo el policía, yo soy padre de familia y socio del Rotary Club.

En los escalones de la cárcel encontramos un pájaro blanco. Pobre paloma mía, refugiada en las grietas de la roca, en recónditos rincones. Es el pájaro de la libertad ese que está ahí fuera, en el frío, un pájaro que no es oficial, un pájaro que no tiene influencias. Él sintió latir el corazón del pájaro contra la palma de su mano, y lloró también, en la cabina telefónica.

El inspector lo escribió todo, con seis copias en papel carbón. Vaya sinvergüenza el tío, dijo, y la chica es una fanática religiosa.

Cuando le di las gracias a la carcelera por el desayuno replicó: ¡Cállese! Aquí no habla nadie más que yo.

El pimentero del otro lado de mi ventana con barrotes se desmayaba, verde de amor. Y viendo, como vieron, una prueba tan flagrante, ¿siguen sin tener fe? Está prohibido abrir la ventana por abajo, dijo la mujer.

A ver si así escarmienta, dijo el inspector, y el señor Wurtle aconsejó: Tendrían que haber ido a hoteles diferentes, tendrían que haber vivido en países diferentes, tendrían que haber nacido en épocas diferentes, en mundos diferentes, y nada de esto habría ocurrido.

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