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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (25 page)

BOOK: Ender el xenocida
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Los pensamientos de la reina colmena cambiaron bruscamente de la súplica a la ruda respuesta.

‹¿No tienen también derecho a vivir? Les prometí una nave. Os prometí no matar nunca. ¿Quieres que rompa mis promesas?›

«No», pensó Valentine. Ya se sentía avergonzada de sí misma por haber sugerido semejante traición. ¿O eran los sentimientos de la reina colmena? ¿O de Ender? ¿Estaba realmente segura de qué pensamientos y sentimientos eran propios y cuáles ajenos? El miedo que sentía era suyo, estaba casi segura de ello.

—Por favor —susurró—. Quiero marcharme.

—Eu também —dijo Miro.

Ender avanzó un solo paso hacia la reina colmena, extendió una mano. Ella no extendió los brazos, pues los estaba utilizando para meter al último de sus sacrificios en la cámara de los huevos. En cambio, la reina alzó un ala, la giró, la acercó a Ender hasta que por fin su mano se posó sobre la negra superficie irisada.

«¡No la toques! —gritó Valentine en silencio—. ¡Te capturará! ¡Quiere domarte!»

—Calla —ordenó Ender en voz alta.

Valentine no estuvo segura de si él hablaba en respuesta a sus gritos silenciosos o si intentaba acallar algo que la reina colmena decía sólo para él. No importaba. Momentos después, Ender agarró el dedo de un insector y los guió de nuevo por el oscuro túnel. Esta vez hizo que Valentine fuera en segundo lugar, Miro en el tercero, dejando a Plikt para el final. Así que fue Plikt quien dirigió la última mirada hacia la reina colmena; fue Plikt quien alzó la mano en señal de despedida.

Todo el camino de regreso a la superficie, Valentine se debatió para encontrar sentido a lo que había sucedido. Siempre había pensado que si la gente pudiera comunicarse mentalmente, eliminando todas las ambigüedades del lenguaje, entonces la comprensión sería perfecta y no habría más conflictos innecesarios. En cambio, había descubierto que en vez de ampliar las diferencias entre la gente, el lenguaje también podía suavizarlas con la misma facilidad, minimizarlas, de forma que las personas podían llevarse bien aunque en realidad no se comprendieran. La ilusión de comprensión permitía que la gente creyera que eran más parecidos que lo que realmente eran. Tal vez el lenguaje les convenía más.

Salieron arrastrándose del edificio, parpadeando ante la luz, riéndose aliviados.

—No tiene gracia —dijo Ender—. Pero tú insististe, Val. Tenías que verla inmediatamente.

—Así que soy una idiota —contestó Valentine—. Vaya noticia.

—Fue maravilloso —suspiró Plikt.

Miro tan sólo se tendió de espaldas en el capim y se cubrió los ojos con el brazo.

Valentine lo observó allí tendido y vio un atisbo del hombre que había sido, del cuerpo que tuvo. Allí tumbado no se tambaleaba; callado, no había interrupciones en su habla. No era extraño que su compañera xenóloga se hubiera enamorado de él. Ouanda. Fue trágico descubrir que compartían el mismo padre. Eso fue lo peor que Ender reveló cuando habló en nombre del muerto en Lusitania, hacía treinta años. Éste era el hombre que Ouanda había perdido; el propio Miro lo había perdido también. No era extraño que se hubiera arriesgado a morir cruzando la verja para ayudar a los cerdis. Tras perder a su amada, consideró que su vida carecía de sentido. Su único pesar era no haber muerto después de todo. Había seguido viviendo, tan maltratado por fuera como por dentro. ¿Por qué pensaba todas estas cosas al mirarlo? ¿Por qué de repente le pareció tan real? ¿Era porque él pensaba así en este momento? ¿Estaba Valentine capturando una imagen de sí mismo? ¿Había alguna conexión entre sus mentes?

—Ender-dijo—, ¿qué ha pasado allá abajo?

—Fue mejor de lo que esperaba-contestó Ender.

—¿El qué?

—El enlace entre nosotros.

—¿Lo esperabas?

—Lo quería. —Ender se sentó en lo alto del coche, dejando que sus pies colgaran sobre la alta hierba—. Estuvo apasionada, ¿eh?

—¿Ah, sí? No tengo datos para comparar.

—A veces es muy intelectual. Hablar con ella es como hacer cálculos matemáticos superiores. Esta vez fue como un niño. Por supuesto, nunca la había visitado mientras ponía huevos de reina. Creo que tal vez nos ha dicho más de lo que pretendía.

—¿Quieres decir que su promesa no era en serio?

—No, Val, no, ella siempre cumple sus promesas. No sabe mentir.

—Entonces, ¿a qué te referías?

—Estaba hablando del enlace que compartimos. Cómo intentaron domarme. Fue interesante, ¿no? Ella se enfureció durante un momento, cuando pensó que tú podrías haber sido el enlace que necesitaban. Incluso podrían haberme usado para comunicarse con los gobiernos humanos. Podrían haber compartido la galaxia con nosotros. Perdieron una gran oportunidad.

—Habrías sido como un insector. Un esclavo para ellos.

—Cierto. No me habría gustado. Pero todas las vidas que podrían haberse salvado…, yo era soldado, ¿no? Si un soldado, con su muerte, puede salvar las vidas de millones…

—Pero no podía funcionar. Tienes una voluntad independiente —objetó Valentine.

—Cierto. O, al menos, es más independiente de lo que la reina colmena puede manejar. Tú también. Es reconfortante, ¿no?

—Ahora mismo no me siento nada reconfortada. Estuviste dentro de mi cabeza allá abajo. Y también la reina colmena. Me siento tan violada…

Ender pareció sorprendido.

Yo nunca me siento así.

—Bueno, no es sólo eso —masculló Valentine—. Fue también abrumador. Y aterrador. Es tan… grande dentro de mi cabeza. Como si intentara contener a alguien mayor que yo.

—Ya veo —asintió Ender. Se volvió hacia Plikt—. ¿También fue así para ti?

Por primera vez, Valentine advirtió cómo miraba Plikt a Ender, con ojos llenos y temblorosos. Pero Plikt no respondió.

—Fue toda una experiencia, ¿eh? —dijo Ender.

Se echó a reír y se volvió hacia Miro.

¿Acaso no se daba cuenta? Plikt ya había estado obsesionada con Ender. Ahora, tenerlo dentro de su cabeza, tal vez fuera demasiado para ella. La reina colmena habló de domar a obreras díscolas. ¿Era posible que Plikt hubiera sido domada por Ender? ¿Era posible que hubiera perdido su alma dentro de él?

«Absurdo. Imposible. Espero por Dios que no sea así.»

—Vamos, Miro —dijo Ender.

Miro permitió que Ender lo ayudara a levantarse. Luego subieron al coche y regresaron a Milagro.

Miro les había dicho que no quería ir a misa. Ender y Novinha fueron sin él. Pero en cuanto se marcharon, le resultó imposible permanecer en la casa. Lo dominaba la constante sensación de que había alguien fuera de su radio de visión. En las sombras, una figura pequeña lo observaba. Envuelto en una lisa armadura, con sólo dos dedos como garras en sus flexibles brazos, brazos que podían ser arrancados de un bocado y arrojados como madera frágil. La visita del día anterior a la reina colmena le había molestado más de lo que había soñado posible.

«Soy xenólogo —se recordó—. He dedicado mi vida al estudio de los alienígenas. Estuve presente cuando Ender despedazó el cuerpo mamaloide de Humano y ni siquiera parpadeé, porque soy un científico desapasionado. A veces tal vez me identifico demasiado con mis sujetos. Pero no sufro pesadillas con ellos. No empiezo a verlos en las sombras.»

Sin embargo, aquí estaba, ante la puerta de la casa de su madre, porque en los campos de hierba, bajo el brillante sol de la mañana de domingo, no había sombras donde un insector pudiera aguardar al acecho.

«¿Soy el único que se siente de esta forma? La reina colmena no es un insecto. Su pueblo y ella tienen sangre caliente, igual que los pequeninos. Respiran, sudan como mamíferos. Puede que lleven consigo los ecos estructurales de su enlace evolutivo con los insectos, al igual que nosotros guardamos un parecido con los lemures, las musarañas y las ratas; pero ellos crearon una civilización brillante y hermosa. O al menos oscura y hermosa. Debería verlos como los ve Ender, con respetó, con admiración, con afecto. Y sólo conseguí soportarlos a duras penas. No cabe ninguna duda de que la reina colmena es raman, capaz de comprendernos y tolerarnos. La cuestión es si yo soy capaz de comprenderla y tolerarla a ella. Y no seré el único. Ender acertó al ocultar la existencia de la reina colmena a la mayor parte de la gente de Lusitania. Si vieran lo que yo vi, o entrevieran siquiera a un solo insector, el miedo se extendería, y el terror de cada uno alimentaría al de los demás, hasta…, hasta que sucediera algo. Algo malo. Algo monstruoso. Tal vez nosotros somos los varelse. Tal vez el xenocidio se fundamenta en la psique humana como no sucede en ninguna otra especie. Tal vez lo mejor que podría suceder para el bien moral del universo es que la descolada quedara libre, se extendiera por el universo humano y nos redujera a la nada. Tal vez la descolada es la respuesta de Dios a nuestra indignidad.»

Miro se encontró ante la puerta de la catedral. Estaba abierta al frío aire matinal. Todavía no habían llegado a la eucaristía. Entró y ocupó su sitio al fondo. No tenía ningún deseo de comulgar con Cristo aquel día. Simplemente, necesitaba ver a otras personas. Necesitaba estar rodeado de seres humanos. Se arrodilló, se persignó y se quedó allí, aferrado al banco que tenía delante, con la cabeza inclinada. Tendría que haber rezado, pero no había nada en el Pai Nosso para tratar con su miedo. ¿Danos hoy nuestro pan de cada día? ¿Perdona nuestras deudas? ¿Venga a nosotros tu reino así en la tierra como en el cielo? Eso sería maravilloso. El reino de Dios, donde el león podía convivir con el cordero.

Entonces llegó a su mente una imagen de la visión de san Esteban: Cristo sentado a la derecha de Dios. Pero a la izquierda había alguien más. La reina del cielo. No la Santa Virgen, sino la reina colmena, con baba blanquecina temblando en la punta de su abdomen. Miro apretó con fuerza el banco de madera que tenía delante. «Dios, aparta esta visión de mí. Atrás, Enemigo.»

Alguien llegó y se arrodilló junto a él. Miro no se atrevió a abrir los ojos. Prestó atención a algún sonido que declarara que su acompañante era humano. Pero el roce de la ropa podía ser igualmente el de las alas frotando un duro tórax.

Tuvo que obligarse a rechazar la imagen. Abrió los ojos. Con su visión periférica, pudo ver que su acompañante estaba arrodillado. Por la forma del brazo, por el color de la manga, supo que era una mujer.

—No puedes esconderte de mí eternamente —susurró ella.

La voz no era normal. Demasiado ronca. Una voz que había hablado cien mil veces desde la última vez que él la escuchó. Una voz que había arrullado a bebés, gemido en los embates del amor, gritado a los niños para que volvieran a casa, a casa. Un voz que antaño, cuando era joven, le había hablado de amor eterno.

—Miro, si hubiera podido tomar tu cruz sobre mí misma, lo habría hecho.

«¿Mi cruz? ¿Es eso lo que llevo conmigo, pesada e incómoda, aplastándome? Y yo que pensaba que era mi cuerpo.»

—No sé qué decirte, Miro. Me lamenté durante mucho tiempo. A veces pienso que todavía lo hago. Perderte…, me refiero a nuestra esperanza de futuro, fue mejor de lo que podía esperar. He tenido una buena familia, una buena vida, y tú también la tendrás. Pero perderte como mi amigo, como mi hermano, eso fue lo peor de todo. Me sentí abandonada. No sé si en realidad logré superarlo.

«Perderte como hermana mía fue lo fácil. No necesito otra hermana.»

—Me rompes el corazón, Miro. Eres tan joven. No has cambiado, y eso es lo más duro, no has cambiado en treinta años.

Aquello fue más de lo que Miro podía soportar en silencio. No alzó la cabeza, pero sí la voz. Con demasiada intensidad en medio de la misa, respondió:

—¿No?

Se levantó, vagamente consciente de que la gente se volvía a mirarlo.

—¿No he cambiado? —Su voz era pastosa, difícil de entender, y él no hacía nada por aclararla. Dio un tambaleante paso hacia el pasillo, y luego se volvió por fin a mirarla—. ¿Es así como me recuerdas?

Ella lo observó, impresionada…, ¿de qué? ¿De la forma de hablar de Miro, de sus movimientos ineficaces? ¿O simplemente la estaba avergonzando por no haber convertido este encuentro en la escena trágicamente romántica que ella había imaginado durante los últimos treinta años?

Su cara no era vieja, pero tampoco era la de Ouanda. Madura, más gruesa, con arrugas en los ojos. ¿Qué edad tenía ahora? ¿Cincuenta? Casi. ¿Qué tenía que ver con él aquella mujer de cincuenta años?

—Ni siquiera te conozco —espetó Miro.

Entonces se dirigió a la puerta y se perdió en la mañana.

Poco después se encontró descansando a la sombra de un árbol.

¿Cuál era, Raíz o Humano? Miro intentó recordar. Sólo había pasado una semana desde que se marchó, ¿no? Pero cuando lo hizo, el árbol de Humano era todavía sólo un retoño, y ahora los dos árboles parecían tener el mismo tamaño y no podía recordar con seguridad si Humano había sido plantado colina arriba o colina abajo con respecto a Raíz. No importaba: Miro no tenía nada que decirle a un árbol, y ellos tampoco tenían nada que contestarle.

Además, Miro nunca había aprendido el lenguaje de los árboles; ni siquiera supieron que todos aquellos golpes que daban a los troncos era un lenguaje hasta que fue demasiado tarde para Miro. Ender podía hacerlo, y Ouanda, y probablemente otra media docena de personas, pero Miro nunca podría aprender, porque no había forma alguna de que pudiera sujetar los palos y llevar el ritmo. Sólo otra forma más de hablar en la que ahora era un inútil.

—Que dia chato, meu filho.

Ésa era una voz que nunca cambiaría. Y la actitud tampoco: «Qué día más malo, hijo mío.» Piadosa y maliciosa al mismo tiempo, y burlándose de sí misma por ambos puntos de vista.

—Hola, Quim.

—Me temo que ahora soy el padre Esteváo.

Quim había adoptado todas las regalías de un sacerdote, con túnica y todo; ahora las recogió y se sentó en la hierba delante de Miro.

—Das el papel —comentó Miro. Quim había madurado bien. De niño, parecía piadoso y malicioso. La experiencia con el mundo real en vez de con la teoría teológica le había dado arrugas, pero la cara resultante evidenciaba compasión. También fuerza—. Lamento haber hecho una escena en la misa.

—¿Lo hiciste? —preguntó Quim—. No estuve allí. O más bien, estuve en misa, pero no en la catedral.

—¿Comunión para los raman?

—Para los hijos de Dios. La Iglesia ya tenía un vocabulario para tratar con los extranjeros. No tuvimos que esperar a Demóstenes.

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