«No», pensó. Habían servido juntos en los Rangers del ejército, y morir en aquel agujero era un final indigno para un hombre que había ayudado a poner fin a la tercera guerra mundial. Aquel pensamiento enfureció a Cam, que se giró hacia los restos del invernadero, iluminándolos con la linterna.
—¿Cam? —preguntó Allison—. Cam, te estás alejando de nosotros.
Tenía veintiséis años, y aún podía ser muy impulsivo aunque mostrara un desgaste físico propio de alguien que le doblara la edad. Igual que las hormigas, Cam odiaba el frío. En las noches de Colorado, las manos le dolían terriblemente por culpa de la artritis. Una cicatriz de arma blanca mal curada le atravesaba la palma de la mano izquierda y movía los dedos con dificultad por culpa del tejido abrasado. Su rostro también estaba repleto de cicatrices, aunque tenía la mayor parte ocultas bajo la barba. El pelo moreno y grueso le caía en una melena por los hombros para ocultar una oreja desfigurada.
Pero los insectos también estaban allí.
—¡Santo cielo!
Cam se sobresaltó, alejándose del abultamiento que yacía en el suelo. Cuando se acercó, la silueta irregular pareció estremecerse. Las hormigas aladas golpearon el plástico que tenían encima. Acto seguido comenzaron a volar hacia él.
Antes de que la nube cubriera aquella silueta, Cam pudo ver que Eric ya no estaba con él. Cientos de obreras emergían de las cavidades de su rostro sin vida, dejando al descubierto las entrañas a través de la boca y de los ojos. También correteaban debajo de la ropa, haciendo que se moviera y se abultara.
Había más fisuras en el suelo por las que columnas de hormigas marchaban sobre la inmundicia y el cemento grisáceo desgastado. De alguna manera las hormigas habían conseguido abrirse paso. La colonia seguía expandiéndose. Estaban protegidas de la noche por el propio invernadero, y ahora disfrutaban del hallazgo a pesar del frío que se avecinaba.
Cam lanzó un grito y acabó con ellas.
El arma comenzó a rugir. Las estelas de combustible ardiendo se extendieron por el techo y el suelo. El calor convirtió el plástico en una maraña de arcadas retorcidas. Asolada por las llamas, la alfombra de hormigas se contorsionó y desapareció. Incluso los insectos que se agazaparon en los extremos de aquel infierno quedaron convertidos en cascarones secos y abrasados, retorciéndose en el aire como una ventisca. El humo se apoderó del lugar. Sin dejar de toser, Cam se alejó de las llamas. El cuerpo de Eric también pareció reaccionar, sus músculos se contrajeron. El cadáver se retorció entre las llamas, arqueando las caderas y el cuello conforme el hueco vacío de la boca se abría de par en par.
Cam trató de apagar el arma, pero aquel lanzallamas era un artefacto improvisado que habían fabricado ellos mismos. Se limitaba a arrojar gasolina en explosiones ensordecedoras que resultaban difíciles de controlar. Se vio obligado a desperdiciar dos segundos más de combustible lanzando llamaradas sobre el cadáver de Eric. Incinerar a su amigo sería mejor que herir a los que estaban fuera.
«Lo siento —pensó—. Santo cielo, Eric, lo siento... ¿Qué voy a decirle a Bobbi?»
Una parte del techo se derrumbó. El plástico comenzó a agujerearse conforme ardía. La estructura ardiente se desplomó sobre el cemento. Las lenguas de fuego cubrieron el cadáver de Eric. Otro montón de plástico cayó a la derecha de Cam, salpicándole el brazo con una llovizna de líquido ardiente.
El humo era lo más peligroso, ya que era tóxico. Cam tuvo suerte de que al derrumbarse el techo, la nube tóxica se disipara impulsada por el viento. De pronto pudo respirar con menos dificultad. Aunque imbuido como estaba de adrenalina y tristeza, apenas se dio cuenta de ello.
En medio de la confusión había perdido la linterna. Ahora todo estaba oscuro, excepto por el fuego y las luces que había en el exterior del invernadero. Cam se abrió paso entre la confusión, descargando el arma sobre los montones de plástico siempre que encontraba el paso bloqueado. La noche que se cernía sobre él era de un azul como el que no se veía en ningún otro lugar lejos de las Rocosas, pero Cam se limitó a dibujar un gesto de dolor y bajó la mirada.
Había unos brazos que trataban de agarrarlo. Cuatro personas le sacaron de allí. Bobbi y Allison se encontraban entre ellas. El contraste entre ellos era evidente, ya que la esposa de Cam era rubia y su coleta dorada refulgía casi blanquecina bajo la luz del sol, mientras que Bobbi Goodrich era negra, con una capa de pelo espesa y oscura.
—¿Estás bien? —preguntó Bobbi. Tenía el rostro cubierto de lágrimas. Ambas mujeres empuñaban sendos cuchillos. Al rasgar las lonas de plástico, se les habían quedado los brazos cubiertos de polvo, y Cam pudo ver que Bobbi había transferido sus emociones al hecho de haberle salvado a él. Ella sabía que Eric había muerto.
Él no pudo detenerse a aplacar el dolor que transmitían los ojos de Bobbi.
—Hay que fumigarla —dijo Cam con un tono abrupto—. Tenemos que fumigar toda la maldita colonia esta misma noche.
Allison se reclinó sobre su pecho, llevándose a Bobbi consigo. Cam las abrazó a las dos. Detrás de ellos, el invernadero era devorado por las llamas. Otro hombre tomó la palabra.
—Lo siento, pero me temo que no tenemos suficiente insecticida para...
—Entonces lo haremos con gasolina —propuso Cam—. Me es indiferente. Verteremos diez litros en cada agujero que encontremos y los incendiaremos todos.
—Formemos un equipo —dijo Allison, colocándose de nuevo frente a él. Entonces tiró de Bobbi y la otra mujer asintió entre sollozos. Hacía ya mucho que todos habían aprendido que jamás había tiempo que perder, y aun así Cam pudo ver la duda en la mirada de Allison.
«Puede que no nos queden ni setenta litros en todo el campamento», pensó Cam mientras caminaba con ella bajo la luz de la noche. Pero Allison no dijo nada, y él tampoco.
Estaban perdiendo la batalla por el dominio del entorno.
Casi todos los supervivientes lo bautizaron como el Año de la Plaga. Comenzaron un nuevo calendario y olvidaron todo lo que había acontecido en la historia de la humanidad hasta entonces. La plaga de máquinas mató a más de cinco mil millones de personas y causó la extinción de miles de especies animales. Ahora estaban en el Año Tres y, en muchos aspectos, la Tierra se había convertido en un planeta distinto. Los microorganismos nanotecnológicos habían conseguido desintegrar toda forma de vida de sangre caliente por debajo de los tres mil metros, donde se autodestruía. Lo poco que quedaba del ecosistema estaba condenado. Sólo quedaban reptiles, anfibios y peces, todos ellos tratando de sobrevivir entre las gigantescas poblaciones de insectos. Bosques enteros habían sido devorados por escarabajos y hormigas. Los lagos y los cursos de agua cambiaron para siempre por culpa de la erosión.
Las guerras que vinieron después causaron otro tipo de estragos. La plaga dejó muy pocas zonas habitables en toda la Tierra, y las aves y los mamíferos sólo podían sumergirse en las profundidades de los océanos durante un tiempo determinado. Sin huéspedes, los nanos quedaban inertes. Pero tan pronto como alguien descendía por debajo de la barrera, la plaga se adentraba en sus pulmones, en sus ojos o en los poros más pequeños de su piel, donde comenzaba a multiplicarse.
Las ciudades y los pueblos más cercanos al límite de altitud pronto fueron ocupados por los supervivientes. Después de eso, no quedó mucho que hacer, excepto volverse los unos contra los otros. Norteamérica tuvo suerte de contar con las gigantescas Montañas Rocosas y con las pequeñas cumbres de las Sierras para dar cobijo a tres naciones diferentes. Sin embargo, Estados Unidos quedó dividido por una guerra civil, y finalmente Canadá y México se pondrían del lado de los rebeldes.
En los demás continentes, la lucha fue mucho más encarnizada y heterogénea. India, Pakistán y China lucharon por controlar el Himalaya. Todos los países europeos trataron de hacerse con el control de los Alpes. Rusia se apoderó de Afganistán; pero durante el segundo invierno, perdió el territorio a manos del mundo árabe. Los rusos buscaron cualquier vía de escape, ofreciendo sus ejércitos veteranos tanto a la India como a China. Su plan era reforzar a cualquiera de los bandos a cambio de un pedazo de tierra al que pudieran llamar hogar, pero había un problema: no tenían suficientes aviones ni combustible para trasladar a su población.
Al mismo tiempo, la guerra civil estadounidense comenzó a recrudecerse. Por todas partes, los científicos consiguieron hacer grandes avances en el campo de la nanotecnología, sobre todo en los laboratorios de Leadville, Colorado, donde aprovecharon la propia plaga para aprender y experimentar con ella. En sus orígenes diseñada para atacar a los tejidos malignos, la tecnología Arcos era un prototipo versátil; la cura para el cáncer y para otras muchas enfermedades.
Primero, los equipos científicos crearon una nueva arma biológica. Después desarrollaron una vacuna que protegería a la población de la plaga, pero el gobierno de Leadville quiso guardarse el descubrimiento para sí mismo. Los mandatarios vieron una oportunidad para controlar el descenso de las montañas, asegurándose acuerdos de lealtad, creando nuevos estados y haciendo que todos sus enemigos y personas non gratas sucumbieran ante el hambre y la guerra a menos que accedieran a convertirse en esclavos. Después de tanto sufrimiento, el precio era demasiado elevado.
Tres de los investigadores más importantes traicionaron al gobierno, robando las únicas muestras de la vacuna. Estos héroes pretendían difundir la nueva tecnología y poner fin a los enfrentamientos. Pero resultó ser un error en varios sentidos. La vacuna se convirtió en el detonante de la guerra civil. Y lo que fue aún peor, conforme la inmunidad se extendió entre los focos de supervivientes de California, los inoculados con ella se convirtieron en el objetivo de un nuevo enemigo.
Al otro lado del mundo, indios y rusos consiguieron llegar a un acuerdo que también beneficiaría al gobierno de Leadville. Los dirigentes de Leadville ayudarían a transportar al ejército ruso hasta el Himalaya a cambio de poder hacer uso de los científicos y del equipamiento de la India. Leadville deseaba ir un paso por delante de China en la carrera por la supremacía nanotecnológica. Como parte del trato, los mandatarios rusos podrían enviar a sus esposas e hijos a Colorado, junto con gran parte del tesoro nacional ruso, estrechando así los lazos entre ambas naciones. Pero la traición se hizo inevitable. Los rusos ocultaron una bomba atómica entre sus cargamentos de oro y obras de arte. Decidieron asesinar a sus propias familias a cambio de una oportunidad para destruir a la única superpotencia mundial, borrando Leadville de las montañas con una detonación de cincuenta megatones. Las fuerzas estadounidenses y canadienses diseminadas por toda Norteamérica quedaron inoperativas por culpa del pulso electromagnético. Pocas horas después, los rusos estaban sobrevolando California, complementando su diezmada fuerza aérea con los aviones de Leadville, que entonces ya controlaban ellos mismos.
De ese modo capturaron a gran parte de los ciudadanos estadounidenses que portaban la vacuna en su torrente sanguíneo. Acto seguido, inmunizaron a sus propios pilotos y tropas de asalto, no sólo en California sino también en el otro extremo del mundo. Los rusos se convirtieron en el primer ejército organizado que poseía la vacuna. Eso les dio una ventaja insuperable. Pronto fueron capaces de atravesar la barrera, no sólo repoblando su tierra natal sino también empleando aviones, armamento, alimentos y combustible de Estados Unidos y de los países árabes para lanzar la plaga contra sus enemigos.
Incluso entonces, los rusos apenas tenían capacidad para lanzar una invasión, aunque se mostraron muy comprometidos. Después de bombardear Leadville, lo más seguro sería aplastar completamente a Estados Unidos en vez de retirarse a sus territorios, donde habrían sido blanco fácil para los misiles de la contraofensiva.
Los rusos decidieron compartir la vacuna con China. Los nuevos aliados dispusieron su flota naval frente a las costas de Los Ángeles y San Diego, acelerando así la lucha por hacerse con el control de Norteamérica.
Por debajo de la guerra que se libraba en el aire, Cam desempeñó un papel decisivo para difundir la vacuna. Él era uno de los pocos estadounidenses que consiguieron escapar de California. Poco después también sería una figura clave en el desarrollo de la tercera generación de nanos. Y más importante aún, formaría parte de la conspiración que traicionó una vez más a los líderes estadounidenses. Los generales estadounidenses pretendían lanzar un nuevo contagio contra rusos y chinos. Pero en lugar de eso, Cam y el grupo de traidores consiguieron forzar un alto el fuego. Ninguno de ellos quería ser testigo de más muertes, con independencia de lo que el enemigo hubiera hecho.
La paz que lograron resultaría ser muy inestable, pero aun así los rusos y chinos se replegaron hacia la costa. Algunos de los invasores ya habían partido hacia Europa y Asia. Y era previsible que los demás se estuvieran preparando para hacer lo mismo. Hacía ya quince meses que la guerra había terminado, pero ambos bandos estaban exhaustos. Había escasez de combustible, medicinas y herramientas. Además, había que hacer frente a los insectos y a la pérdida de las cosechas.
América había vuelto a convertirse en una tierra fronteriza. La ley no existía fuera de las bases militares y de los pocos núcleos de población civil. El gobierno era un conglomerado muy precario de territorios y ciudades estado lideradas por generales, granjeros, ingenieros y algún que otro mesías ocasional. Gran parte de la población estaba compuesta por nómadas estacionales que trataban siempre de avanzar un paso por delante de los insectos. Todos los veranos se recluían en las Rocosas para descender de nuevo al llegar el invierno, que convertía las estribaciones de la cordillera en un lugar perfecto para esconderse.
Entre los militares, Cam y Allison seguían siendo criminales por el papel que desempeñaron en el final de la guerra.
—Si esto sigue así, moriremos de hambre —dijo Cam con amargura.
Estaba solo con Allison delante de las puertas metálicas del cobertizo. De lo contrario, jamás habría dicho lo que pensaba. Era el precio del liderazgo. No podía permitirse flaquear, y le preocupaba que el hecho de convertirse en padre no hiciera sino aumentar esa presión. Su futuro hijo necesitaría una protección infalible para sobrevivir.