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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (6 page)

BOOK: Epidemia
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—Tenéis que salir de aquí —le dijo a Cam—. Dejadlo todo dentro de mi cabaña. Yo sellaré las puertas y las ventanas.

—Ruth... —dijo con frialdad.

—Fuera de aquí.

—Ruth, ¿durante cuánto tiempo podrás respirar con ese traje?

Aquélla era la menor de sus preocupaciones. Debería ser capaz de cambiar los depósitos de aire sin contaminarse, pero la deshidratación era su mayor amenaza. Incluso aunque hubiera sido diseñado para un hombre mucho más grande que ella, aquel traje era como una sauna individual. Podía oler su propio sudor, y se había olvidado de beber antes de vestirse. A corto plazo no había ningún problema. El traje no estaba pensado para satisfacer necesidades básicas, así que si necesitaba aliviarse, todo le gotearía hasta las botas. Sin embargo, en última instancia, el problema de las aguas implicaba que Ruth sólo dispondría de unas pocas horas, cuando en realidad necesitaría varios días para ocuparse de aquellas personas y estudiar sus casos.

Quería ir con él, pero sabía que no podía.

—Dejadme un
walkie-talkie
y una pistola —ordenó—. Y aseguraos de que no me falte cinta aislante. —«Te quiero —añadió para sí misma—. Ten cuidado.»

Se quedó paralizada cuando vio que Cam repetía el mismo pensamiento.

—Ten cuidado —dijo.

—Sí.

Cam dejó el arma y la linterna junto a la puerta, donde los demás habían almacenado láminas de plástico, sogas, cinta aislante, baterías, un botiquín y varios bidones de agua. Alguien también había encendido dos lámparas de queroseno para Ruth, y había dejado una al aire libre y otra en el interior de la cabaña. Las vendas y el agua eran para los que esperaba salvar, pero Ruth sentía la boca cada vez más seca. «Deja de llorar», pensó, mientras trataba de encontrar la determinación en lo más profundo de su ser. Estaba sola. Ésa era la única verdad.

La primera persona que arrastró hacia el interior de la cabaña fue a Linda. Los espasmos que sufría hicieron que se golpeara la cabeza con el marco de la puerta.

—Mierda —dijo Ruth, pero Linda parecía no asociar el dolor con ella. Sus gruñidos y sus espasmos eran reacciones a algo que Ruth no podía ver.

Finalmente, la dejó en un rincón atada al único mueble que había, una mesa baja y pesada. La cabaña sólo tenía tres habitaciones: dos pequeños dormitorios en la parte trasera y el espacio más amplio que había al entrar por la puerta. Normalmente Ruth solía desayunar allí mismo junto a Eric y Bobbi, los tres sentados en el suelo, y ahora comenzaba a lamentar la actitud que había tenido durante todas aquellas mañanas. Con frecuencia sentía envidia de aquella pareja, se sentía feliz por poder vivir con ellos, pero también muy tensa por aquello que no podía compartir. Odiaba verse a sí misma como una vieja solterona. Pero ahora era ella la que había tenido suerte. Bobbi se había convertido en viuda, Eric yacía muerto en el invernadero número tres y aquella casa empezaba a estar saturada de nanos.

Acto seguido, arrastró a Patrick hasta el interior, y después a Michael y a Andrew. Al terminar, salió de nuevo para empezar a envolver los cadáveres con las láminas de plástico, sellándolos de la mejor manera posible. Más de una vez los guantes se le pegaron a la cinta aislante. Cada vez que eso ocurría, el corazón se le salía del pecho por culpa de la adrenalina. Por suerte, el traje consiguió aguantar.

Se detuvo un instante junto a Denise. Aquella mujer había muerto sin llegar a ser infectada, ¿verdad? Ruth estaba muy cansada, pero nunca había sido de las que escatimaban trabajo. Envolvió también el cadáver de Denise en una lámina de plástico. Acto seguido, arrastró los seis cadáveres hasta el interior de la cabaña, convirtiendo su hogar en una prisión y en una morgue.

La terrible sensación que Ruth sentía en el pecho se agudizó aún más cuando Linda comenzó a retorcerse y a sufrir estertores junto a la mesa. Salió corriendo de la cabaña. Sabía que antes o después tendría que entrar de nuevo, pero antes tenía que encargarse de otra cosa. Tal vez estaba siendo más meticulosa de lo necesario. Ruth cavó varios agujeros en la tierra hasta que tuvo la suficiente arena para cubrir por completo las manchas de sangre. Después enterró en los hoyos las herramientas y los utensilios que habían utilizado para reducir a sus amigos. Incluso recogió todas las piedras que pudo de las que les habían lanzado, a pesar de que sabía que nunca podría esterilizar por completo aquel lugar. «Suelo contaminado», pensó. Muchos nanos se quedarían en la superficie expuestos a la brisa, que los arrastraría cuando la temperatura aumentara con el sol de la mañana.

Si conseguían sobrevivir a aquella noche, incluso si sellaban todo el lugar con cemento y construían una estructura para cubrir su casa, Ruth sabía que no podrían permanecer allí. Había que abandonar aquel asentamiento. Aun así el esfuerzo de Ruth podía hacerles ganar un tiempo muy valioso. A pesar de sentirse exhausta, Ruth continuó trabajando.

Su mente comenzó a vagar.

Miró hacia las estrellas y recordó tiempos mejores. Sabía que estaba intentando escapar de sí misma, pero al menos consiguió darse la vuelta y regresar a su hogar pequeño y atestado. Acto seguido, comenzó a poner cinta adhesiva para sellar la puerta desde el interior.

En un principio, Cam y Allison guiaron al grupo desde las Montañas Rocosas hacia el este, hacia las llanuras que se extendían más allá de Boulder y Greeley, donde sabían que los veranos eran lo suficientemente calurosos como para destruir a los insectos. Con el calor suficiente, incluso los organismos de sangre fría o aquellos que carecían totalmente de ella podían ser vulnerables a la plaga de máquinas. La suposición resultó ser cierta, pero la ausencia de insectos también convirtió aquellas zonas en desiertos. Los enjambres de insectos eran los únicos polinizadores. Toda especie que se organizaba en colmenas o se reproducía mediante capullos había sido destruida por las hormigas. No quedaban abejas, mariposas o polillas de ningún tipo. En los invernaderos, tenían que trasladar el polen de una planta a otra de forma manual. Pero fuera, en el resto del mundo, los movimientos torpes y brutales de los enjambres eran lo único que continuaba con aquel proceso, dispersando ese polvo tan valioso incluso aunque a su paso arrasaran bosques y praderas.

Ruth sólo podía imaginar en qué se había convertido el Medio Oeste. Ella misma había visto los límites de aquella región, y circulaban muchos rumores difundidos por pilotos, por exploradores y por los especialistas que controlaban los pocos satélites espía que aún poseía Estados Unidos. Sin hierba, las praderas habían desaparecido hasta dejar al descubierto el manto rocoso, erosionadas por las lluvias y por las tormentas de viento. Millones de toneladas de limo habían desviado los ríos Mississippi y Missouri hasta crear una zona pantanosa que ocupaba casi toda la anchura continental, enterrando depresiones como las de Arkansas y Louisiana bajo ciénagas gigantescas.

Ruth y sus amigos pronto tuvieron que abandonar las llanuras. Por aquel entonces, ella aún albergaba la esperanza de atraer a Cam y hacer que se alejara de Allison, pero había más problemas aparte de su corazón herido. Siempre serían criminales para ciertas personas. Habían planeado intentar pasar desapercibidos, pero en el segundo asentamiento en el que establecieron su hogar fueron reconocidos y traicionados. En el tercero se produjo un brote de una enfermedad respiratoria (una enfermedad común, para nada relacionada con los nanos) y Cam llegó a tener cuarenta grados de fiebre durante dos días, lo cual hizo que ambas mujeres se asustaran terriblemente.

Como siempre, Allison fue la más valiente. Les guió de nuevo hasta el corazón de las Rocosas, donde se escondieron muy cerca de Grand Lake. De hecho, Jefferson estaba sólo a sesenta kilómetros de allí. Aunque Grand Lake ya no fuera la residencia del presidente ni la sede del Congreso (aquella gente había sido trasladada a Missoula, Montana, muy, muy lejos de la California ocupada), las Fuerzas Aéreas mantenían allí una importante base, y Allison pensó que a los militares jamás se les ocurriría buscar a Ruth tan cerca de ellos.

Casi todo aquel tiempo Ruth se sintió feliz. Apenas tuvo tiempo para aburrirse. Habían pasado en movimiento siete de los últimos quince meses, caminando, explorando y negociando con otros supervivientes. Dedicaron casi toda su energía a cubrir necesidades básicas. Comida. Cobijo. Ruth se sentía incluso aliviada por haber abandonado la investigación y por poder centrarse en la lucha del día a día. Era una actitud egoísta, lo sabía. El desafío más grave de todos era la siguiente generación de nanos, que debía desarrollarse lo antes posible. Una segunda invasión no era algo descabellado. Los rusos y los chinos habían conseguido postergar su retirada mientras se enfrentaban unos con otros y negociaban con lo poco que quedaba del gobierno estadounidense; incluso habían aprovechado el tiempo para construir nuevas bases para sus pilotos y tropas, tratando de sacarle partido a cualquier ventaja posible mientras desarrollaban sus propios nanos.

Ruth no podía imaginar lo que finalmente había ocurrido.

Las manos le temblaban mientras sellaba dos veces las ventanas de la cabaña. Pensaba que no eran más que nervios y cansancio, pero ¿y si era algo más? «¿Me daría cuenta si estuviera infectada? —pensó—. ¿Y si fuera posible absorber unos niveles muy bajos de contaminación y ahora el contagio estuviera incubándose en mi interior?»

Otro pensamiento cruzó su mente, y fue aún más terrible. ¿Y si el asentamiento había sido atacado por su presencia allí? Sabían que Colorado estaba bajo una fuerte vigilancia electrónica. ¿Y si los invasores habían descubierto algo o los programas de reconocimiento facial habían encontrado una coincidencia? Tal vez aquellos nanos iban dirigidos a ella, y habían infectado a Allison y a los demás simplemente porque estaban allí.

Michael se despertó justo detrás de ella. Comenzó a tirar de las ataduras y a dar bocanadas de aire con unos gruñidos guturales y rítmicos.

—Aaaa. Aaaa. Aaaa.

Ruth se giró para asegurarse de que no podría romper la cinta aislante, pero su mirada se detuvo en otro punto. Michael tenía los ojos casi cerrados y los movía constantemente bajo los párpados, casi como si estuviera en la fase de sueño REM. La boca abierta de par en par parecía una caverna.

—Aaaa. Aaaa.

Ver aquel rostro envuelto en el vendaje ensangrentado fue una visión horrible. Ruth tuvo que reprimir el impulso de aplastarle la cabeza con la linterna. Aunque Michael no tenía la culpa de haberse infectado, Ruth ya no podía mirarle a la cara. Se sentía avergonzada por los sonidos que no cesaba de emitir.

—Aaaa. Aaaa.

La claustrofobia se convirtió en una ola gigante dentro de ella, creciendo y desgarrándole las entrañas. Su pulso tampoco la ayudaba a manejar el cuchillo mientras intentaba cortar otro cuadrado de plástico. Cada minuto se aislaba más y más en aquella maraña de plástico y cinta aislante. ¿Conseguiría salir alguna vez?

—Escucha —dijo Cam dirigiéndose a Bobbi y haciéndole un gesto para que se acercara a la radio. Ambos se agacharon en el interior de una cabaña repleta de gente que se afanaba en cubrir con plástico todas las ventanas—. Tenemos que encontrar a alguien —añadió, pero Bobbi estaba distraída.

—Yo no oigo nada —respondió ella.

—Escúchame a mí. —Le enseñó a Bobbi el control de frecuencia, lo intentó en un segundo canal y después en un tercero. En cada ocasión pulsó el botón ENVIAR y esperó para ver si llegaba alguna respuesta—. Vamos a tener que probar con tantos canales como nos sea posible —dijo—. Uno cada vez. Así...

—¿No podemos llamar sin más?

—Es un poco más complicado que eso.

La cabaña apestaba a marihuana, que aparte del alcohol era el único anestésico del que disponían. Brett había recibido un disparo. Tenían miedo de dejarle beber, aunque Susan había usado alcohol casero de setenta y cinco grados para esterilizarle la herida del torso. El alcohol era muy caro. La marihuana no. Aquella planta se conocía como «hierba» por una buena razón. Consiguió sobrevivir de forma natural y después comenzó a cultivarse en Morristown, donde sus tallos fibrosos se aprovechaban para confeccionar tejidos y sogas, y sus hojas constituían una fuente de dinero fácil al venderlas como medicamento.

Cam trató de dar una bocanada de aire puro mientras la gente entraba y salía apresuradamente para apilar en un rincón mochilas, cantimploras y otros utensilios. Jefferson se estaba consumiendo a sí mismo. Habían desmantelado los invernaderos dos y cuatro con el fin de aprovechar el plástico, la cinta aislante, las grapas y los clavos para aislar a todos los habitantes.

Tenían que estar preparados para lo peor. Ninguno de los canales operados por civiles había respondido a su llamada. Morristown, Steamboat, New Jackson, Libertad; todos los asentamientos cercanos parecían haber quedado incomunicados, de modo que había desconectado la radio de banda civil y la había sustituido por la radio multibanda Harris AN/PRC-117. Cam necesitaba un helicóptero para Ruth y estaba dispuesto a enfrentarse a una sentencia de cárcel si fuera necesario, eso en caso de que los líderes estadounidenses tuvieran tiempo para condenarle. Lo más importante era llevarla a un lugar seguro, pero para eso necesitarían algo de suerte.

Como casi todo el equipamiento militar del que disponían, la radio Harris había sido abandonada por tropas estadounidenses que tuvieron que dejar apresuradamente sus posiciones. Cam pensaba en ella con una mezcla de viejo orgullo y de dolor. Sus días en los Rangers fueron breves pero intensos, repletos de amistades significativas que nacieron de la confianza mutua. Cuando comenzaron a huir, Eric y Greg continuaron con el entrenamiento. Bobbi era apenas una recién casada, de lo contrario sabría aún mucho más. Durante su noviazgo, Eric se había centrado más en enseñarle a disparar que en trasmitirle otras habilidades. Las armas eran algo emocionante, así que ella aprendió a usarlas antes de adquirir otras destrezas.

—Esta radio ha sido inutilizada —dijo—. Eso significa que el software de cifrado ha sido borrado para evitar que los chinos lo descifraran, así que no podremos ni hablar ni escuchar nada en una frecuencia segura. Por eso está todo tan tranquilo. Os aseguro que ahora mismo hay mucha gente que está hablando, pero no podemos escuchar sus transmisiones.

Bobbi señaló hacia los auriculares.

—Pero aun así podemos llamar.

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