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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (9 page)

BOOK: Epidemia
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—¡Nos ha costado usted varios años de trabajo! —gritó Shao—. ¿Y por qué? ¿Por fanfarronería y venganza? ¡Es usted un idiota! —Miró con desprecio hacia la insignia que Jia portaba en el cuello, sorprendido quizá por el hecho de que un coronel pudiera ser tan ambicioso.

«Cada segundo que nos hagan perder es una nueva oportunidad para que algo salga mal», pensó Jia.

—¿Acaso pretende matarlos a todos? ¿Qué está usted disparando contra los estadounidenses? —Shao señaló a los monitores y después giró el brazo hacia el general Zheng, como si también quisiera incriminarle—. Nuestras tropas no están preparadas. ¿Se da cuenta de lo que una nueva guerra podría significar ahora mismo?

—Señor —dijo Jia, dirigiéndose al general.

El gobernador Shao continuó gritando.

—¡Apáguenlo todo! —ordenó a los soldados del Segundo Departamento. Los militares dudaron por un momento y miraron a Zheng en busca de instrucciones. La voz de Shao se convirtió en un chillido estridente—. ¡Vamos! ¡Muévanse! Desconecten los ordenadores y lleven a estos hombres a la sala de interrogatorios.

Shao enfatizó la palabra «hombres» mientras miraba fijamente a Dongmei. Ella era la única mujer de la estancia. Permanecía de rodillas, igual que todo el equipo de Jia, excepto él mismo, lo cual la hacía sentirse aún más indefensa. Estaba temblando, aunque conseguía disimularlo bastante bien. La cara de Dongmei era inexpresiva y tenía la espalda erguida, aunque el flequillo temblaba sobre sus ojos oscuros.

El rostro anciano de Shao estaba henchido de poder, y Jia sintió ira y desprecio ante la idea de que uno de sus técnicos fuera separado del resto del equipo por cualquier razón. No permitiría que abusaran de ella.

—Señor —dijo, mirando al general Zheng a los ojos.

—Puede que aún no sea demasiado tarde para evitar que los estadounidenses tomen represalias —dijo Shao. El gobernador se dirigió hacia Zheng, aunque parecía como si estuviera ensayando un discurso público—. Se trata de una operación clandestina que hemos detenido de forma inmediata —dijo—. Los responsables serán castigados con severidad.

El general Zheng rondaba los cuarenta años y era más fuerte que el gobernador Shao, aunque no estaba tan moreno. Sin embargo, su rostro también estaba lleno de arrugas, especialmente alrededor de los ojos, lo que le daba un aspecto escéptico e inteligente. En aquel momento no estaba interesado ni en Jia ni en Shao. Caminaba entre los aparatos electrónicos, moviendo la mirada de un monitor a otro. Sentía curiosidad. Jia disimuló una sonrisa. El gobernador Shao era el civil con más poder de todo el hemisferio occidental, pero California era un estado militar y el general Zheng podía invalidar su autoridad si lo consideraba necesario...

Shao apremió a Zheng con una sola palabra.

—General —dijo.

Zheng levantó la vista y asintió.

—Debemos actuar con rapidez antes de que se produzcan represalias —dijo Shao—, y no sólo procedentes de Norteamérica, sino también desde casa.

—Sí —respondió Zheng.

La decisión del general ya había sido tomada. Tras hacer un gesto a las tropas, varios soldados se dirigieron a toda prisa hacia los ordenadores y los monitores. Yi fue tan imprudente como para interponerse en su camino, bloqueando el paso al soldado que avanzaba primero. Éste le golpeó en la cara con la culata del subfusil y le hizo caer al suelo. Otro hombre tiró de Dongmei y le agarró la hebilla del cinturón para introducirle la mano en los pantalones. El soldado emitió un gruñido, no por el esfuerzo de levantar aquel cuerpo tan delgado sino por el efecto de algo mucho más fuerte que crecía dentro de él. Lujuria. No habría piedad con el equipo de Jia.

Shao y Zhang pensaban que de algún modo podrían compensar el agravio de aquel ataque y continuar con el pacto de no agresión con Estados Unidos y Canadá. Y creían que, en parte, podrían conseguirlo castigando a Jia y a los técnicos de manera ejemplar.

«Demasiado tarde», pensó Jia.

6

La nueva guerra fría era insostenible. Los políticos podían adoptar la postura que quisieran, pero la realidad era que ningún bando tenía recursos para mantener aquella situación de forma indefinida. Antes o después alguien tendría que tropezar, y el coronel Jia era de los que pensaban que debía ser su propio bando.

Sí, los estadounidenses habían estado al borde de la derrota antes del alto el fuego. Habían sufrido pérdidas muy numerosas. Pero con el final de la lucha, el Ejército Popular de Liberación había sufrido una de sus derrotas militares más aplastantes. El alto el fuego no fue un punto muerto. Supuso un desastre tremendo debido al alto precio que debió pagar sólo para alcanzar aquella distensión. Tras las guerras, el ejército quedó integrado por una ingente cantidad de veteranos y por fuerzas de élite como los Halcones de Asalto de Jia; pero cada día que pasaba su fuerza disminuía un poco más.

A pesar de que ambos lugares estaban separados por más de mil kilómetros, California se vio muy afectada por el ataque nuclear sobre Leadville, Colorado. Todas las fallas de la costa Oeste entraron en actividad. Las grandes áreas metropolitanas de San Francisco y Los Ángeles fueron destruidas. Los tsunamis hicieron que el océano se tragara la tierra. California quedó reducida a una aglomeración de tierras áridas y de zonas totalmente desérticas, especialmente en el sur, donde se concentró la mayor parte de las tropas chinas. Antes de la plaga, el Estado Dorado había conseguido mantener la población gracias a un complejo sistema de depósitos y canales de agua que se extendían a lo largo de cientos de kilómetros, pero pronto todo aquello quedó reducido a escombros.

Ni rusos ni chinos desembarcaron en California hasta que los terremotos más fuertes hubieron cesado. Entonces lograron hacerse con reservas de alimentos, combustible, herramientas, vehículos y munición, aunque las herramientas no estaban calibradas para sus equipos. La munición no funcionaba con sus armas ni los proyectiles servían para sus piezas de artillería o sus aviones. A corto plazo no hubo ningún problema. Durante las primeras semanas de la guerra operaron con escuadrones de pilotos chinos en aviones estadounidenses. Las tropas de infantería avanzaron por tierra en vehículos civiles y en camiones del ejército estadounidense, apoyados por sus propios tanques y su propia artillería. Era necesario continuar con los ataques mientras los estadounidenses se batían en retirada, y la guerra relámpago resultó ser todo un éxito.

Entonces la paz comenzó a presentarse como algo más difícil. Pronto se vieron muy superados en número. Menos de un mes después del alto el fuego, los rusos comenzaron a evacuar a su gente de vuelta a la madre patria antes de que el enemigo volviera a cruzar las fronteras, dejando únicamente una dotación de quince mil pilotos y soldados de infantería para poder utilizarlos como moneda de cambio contra Estados Unidos. Los chinos redujeron sus fuerzas de ocupación a la mitad, haciendo que ciento cincuenta mil héroes de la República Popular tuvieran que hacer frente a varios millones de estadounidenses.

Desde entonces, los estadounidenses sólo habían conseguido restablecer unas pocas bolsas de industria pesada, pero eso era más de lo que los chinos habían prosperado entre las ruinas de las ciudades del este. No tenían capacidad suficiente para enfrentarse a una carrera armamentística. Ya resultaba demasiado difícil defender el territorio ocupado. Necesitaban agua. Necesitaban infraestructuras. Los enjambres de insectos eran una buena fuente de proteínas, pero a su vez hacían imposible el cultivo de trigo y arroz. En su lucha contra las hormigas perdieron tanto sustento como el que habían obtenido. Además, las tropas de ocupación recibieron órdenes de extraer el valiosísimo crudo de los numerosos yacimientos petrolíferos de California, por lo que tuvieron que reconstruir todas las refinerías y torres de perforación. Mientras tanto también debían hacer frente a las bajas que sufrían constantemente en las escaramuzas fronterizas.

Jia no diseñó la plaga mental él solo. Ni siquiera conocía la ubicación de los laboratorios, pero aun así fue uno de los oficiales que propusieron aquella acción antes incluso de la invasión de Estados Unidos. El MSE y el Partido Comunista tenían casi un siglo de experiencia en lavados de cerebro, adoctrinamiento, psicopatología, neurología y control de la población. Bajo la apariencia de investigaciones médicas normales, sus programas armamentísticos también habían realizado exhaustivas investigaciones con enfermos de Alzheimer y Parkinson.

La plaga mental era un arma que no derramaba sangre, y combinaba varias disciplinas que la convertían en la herramienta perfecta. Durante años, Jia fue un defensor acérrimo de su potencial.

Y aquella noche había sido él el encargado de liberarla.

Jia esperaba haberlo hecho mejor. Si todo hubiera salido bien, el ataque habría terminado antes de que a las unidades de contrainteligencia del MSE les llamara la atención el elevado número de aviones que estaban despegando de Los Ángeles con órdenes nuevas, y mucho antes de que siguieran el rastro hasta el laberinto de búnkers militares. Tenía la intención de abandonar el subterráneo una vez que el ataque hubiera terminado, y dejar que algún oficial superior se apoderara del mérito.

Sus órdenes nunca especificaron quién sería ese hombre. Supuso que no podría ser Shao Quan, pero no resultaba descabellado que el gobernador, igual que Jia, también trabajara para el Sexto Departamento. Todos los oficiales y políticos del MSE habían sido reclutados por una u otra habilidad. Entre las Fuerzas de Élite, incluso los oficiales más jóvenes tenían también cargos dentro de la agencia de inteligencia, y debían responder ante dos superiores. Jia había sido instruido para obedecer al gobernador Shao si éste se dirigía hacia él empleando el código adecuado. Pero en lugar de eso, parecía que la naturaleza compartimentalizada del MSE había actuado en su propia contra. Jia no podía estar seguro de eso cuando Shao o Zheng se unieron a las tropas del Segundo Departamento que habían ido tras él, pero después de que echaran la puerta abajo, el mejor escenario posible sería que el general Zheng llegara tarde e intentara evitar que el gobernador interviniera. Ésa era la razón por la que Jia había esperado; pero parecía que Zheng no formaba parte de la conspiración.

Antes de que los soldados del Segundo Departamento destruyeran los ordenadores de forma irreparable, Jia murmuró una frase dirigida al general.

—La lluvia otoñal es fría y dulce —dijo.

—¡Alto! —gritó Zheng.

Los soldados se detuvieron al instante. Había un monitor hecho añicos en el suelo. El sargento Bu tenía un ordenador portátil entre las manos y había otro hombre que sostenía una maraña de cables, aunque aún no habían infligido ningún daño de consideración al equipo.

El rostro bronceado del gobernador Shao se llenó de terror cuando Jia y Zheng se miraron mutuamente.

—¡Represento al Partido Comunista! —dijo Shao. El anciano comprendió entonces la traición de Jia como directivo del MSE. Sabía lo que estaba ocurriendo, pero intentó luchar de todas maneras—. ¡Soy el gobernador! ¡Deben acatar mis órdenes!

Los guardaespaldas de Shao levantaron los rifles sólo para comprobar que había una docena de subfusiles apuntando hacia ellos. Los soldados del Segundo Departamento habían reaccionado con la misma velocidad, y les superaban en número con una relación de tres a uno.

—No —suspiró Dongmei, dirigiéndose a ambos bandos. Su voz suave sonó como un contrapunto extraño a las voces masculinas.

—Que nadie dispare —dijo Zheng.

—¡Obedecedme! —gritó Shao, señalando hacia el equipo electrónico—. ¡Desconectadlo!

—Las lluvias dejan paso al invierno —dijo Zheng.

—Pero el invierno siempre llega antes que la primavera —añadió Jia para completar el protocolo.

Nadie se movía. El portátil que Bu tenía en las manos emitió un pitido, y sobre el suelo, Yi se llevó la mano al rostro ensangrentado. En algún lugar del búnker, un zumbido sonó a través de unos auriculares.

Zheng se giró hacia el gobernador.

—Apresadlo vivo —dijo, señalando a Shao. Acto seguido, despidió a los guardaespaldas del gobernador con el mismo gesto brusco de desprecio.

Los hombres de Shao sólo pudieron gritar cuando los subfusiles abrieron fuego. Uno de ellos consiguió efectuar un disparo hacia la masa de uniformes negros, abatiendo a tres de ellos. Después todo hubo terminado. Varios soldados del Segundo Departamento esposaron a Shao mientras los demás atendían a los muertos y heridos. Uno de ellos no paraba de gritar, cubriéndose el hueso astillado que le salía del hombro.

Entre todos aquellos uniformes negros, Jia se fijó en uno en particular. El sargento Bu había dejado caer el ordenador portátil para poder desenfundar el arma y correr a proteger al general Zheng.

—¡Ten más cuidado! —gritó Jia. Bu había cargado hacia la derecha de los guardaespaldas, y el propio Jia sintió una angustia indescriptible al ver cómo conseguía esquivar una bala por milímetros.

Entonces se dio cuenta del peligro que entrañaba mostrar sus emociones.

—Bastardo inútil, si has roto ese ordenador, ¡te enviaré a los campos de trabajos forzados! —añadió. Había encontrado otra razón para reprender a aquel hombre. ¿Acaso estaba sobreactuando? No. Todo el mundo estaba muy agitado, y sólo prestaban atención al soldado herido o al gobernador Shao—. ¿Cómo te llamas? —gritó.

—Señor, yo sólo cumplo órdenes del general —contestó Bu, prolongando aquel intercambio tontamente.

Jia estuvo a punto de golpearle. Incluso llegó a levantar el puño. Pero en los ojos oscuros de Bu pudo distinguir un afecto y una aflicción inconfundibles. El corazón de Bu también había sufrido en aquel intercambio de disparos a corta distancia. De hecho, Jia se preguntó si Bu habría corrido a proteger al general Zheng o a protegerle a él.

Jia se giró, dándole la espalda a su amante, y continuó dando órdenes a su equipo.

—Que todo el mundo regrese a sus puestos. Confirmen todos los contactos. Teniente Cheng, si su puesto está inoperativo, quizá deba cederle el control de sus aviones a los demás.

—Ayudadles —dijo Zheng, dirigiéndose a Bu y a los dos soldados que estaban más lejos del charco de sangre—. Coronel, ¿qué más podemos hacer? Tenemos que dar la voz de alarma a las tropas. Imagino que habrá más mensajes que deba enviar.

—Señor, sí, señor. Transmitiremos las órdenes ahora mismo —respondió Jia—. Con su permiso, permítame restablecer el control de los ataques antes de explicarle la situación.

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