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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (11 page)

BOOK: Epidemia
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¿Habría habido en toda la historia alguna guerra que se ganara en unas pocas horas? Jia no había aceptado aquel deber por la gloria. Aunque su nombre debía mantenerse en secreto, no pudo evitar estremecerse ante la idea de que algún día sería recordado como uno de los señores de la guerra más grandes de Asia, como Kan, Sun Tzu, o héroes de la propia China como Mao y Chiang Kai-shek.

La guerra de Norteamérica debería haber sido suya desde el principio. Los rusos se habían convertido en una máquina de guerra despiadada durante su lucha en Oriente Medio, pero la invasión masculina del Ejército Popular estaba movida por una motivación mucho más fuerte.

Querían volver a casa.

Querían mujeres.

Norteamérica podía haber satisfecho ambas necesidades, convirtiéndose así en una segunda China. Habían conseguido hacer miles de prisioneros en California, Arizona y Colorado. Para las mujeres, esa situación era menos terrible que para los hombres. El Ejército Popular de Liberación estaba demasiado ocupado como para construir refugios para los prisioneros de guerra, y las reservas de agua en el desierto eran escasas.

Los campos de trabajo acabaron con muchos combatientes enemigos, pero las mujeres se libraron. La mayor parte de ellas habían sido repatriadas como parte del alto el fuego, excepto por las pocas
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que decidieron quedarse con sus maestros. La victoria habría traído consigo muchísimas más concubinas. Si los ejércitos chinos se hubieran impuesto, habrían sido recompensados con muchas
liēzhide
, esposas de clase social baja, y con una gran mano de obra de esclavos para que se ocuparan de sus granjas y de sus fábricas. Incluso ahora, después del alto el fuego, cientos de mujeres norteamericanas podrían haber dado a luz a innumerables bebés chinos. Finalmente, la República Popular podría dominar el mundo, manchando la pureza de las demás razas. Ese proceso llevaría varias generaciones y daría lugar a infinidad de minorías étnicas, pero Jia podía prever que conseguirían la paz embarazo a embarazo.

La nueva plaga era de efecto inmediato. Algo en lo que Jia podía participar en cuerpo y alma. Y si aquel ataque salía bien, entonces estaría más seguro de lo que jamás había estado, alabado y aceptado por los líderes del ministerio.

Estaba muy orgulloso de su relación con el Sexto Departamento, que no había hecho sino reforzar sus lazos con el Partido Comunista. El MSE usaría la victoria para reforzar su poder, acelerando así su apuesta por unificar a todo el Partido bajo el mando de sus propios generales. Con aquel nuevo liderazgo también pretendían efectuar un cambio de dirección. En un principio, la República Popular había planeado evacuar a todas sus tropas tal y como se había acordado en el alto el fuego. Pero la realidad era que gran parte de Asia había quedado erosionada hasta dejar al descubierto el manto rocoso, igual que el Medio Oeste norteamericano. Sólo las franjas costeras y las montañas eran habitables. La capacidad que China tenía para acoger y alimentar a otros ciento cincuenta mil soldados era la misma que esas tropas tenían para sobrevivir por sí mismas en la California ocupada.

La plaga mental era la única respuesta posible para las tropas que habían sido abandonadas. Necesitaban conquistar Norteamérica o morirían. Estaban a punto de anunciarse nuevas órdenes junto con la noticia del ataque de Jia.

Habían recibido instrucciones de no regresar jamás a su patria.

7

A mil trescientos kilómetros de Los Ángeles, en el asentamiento de Jefferson, también había pocas cosas que eran lo que parecían. Cam estaba en el extremo norte del asentamiento con la cabeza dándole vueltas; miraba hacia las cabañas cuando en realidad su tarea consistía en controlar las vallas que había más allá de su hogar. El viento le agitaba la capucha, tranquilo y siniestro. Trató de ignorarlo. Se había asegurado la máscara y las gafas protectoras alrededor del rostro. Sus manos parecían más gruesas protegidas bajo unos viejos guantes de cuero. Tenía las muñecas y la parte inferior de los pantalones sellados con cinta aislante. Aun así se sentía desprotegido. El viento era como una voz que sonaba a sus espaldas. Un susurro que chocaba contra la coraza, frío y persistente, y que marcaba cada pliegue de las mangas y del cuello.

La oscuridad era total. La única luz que brillaba era la de las estrellas; pero aquellas tinieblas estaban repletas de tecnología. Casi todos los hogares de Jefferson tenían electricidad, incluso aunque sólo tuvieran unas pocas bombillas. Algunos hombres habían sacado lámparas, preparándose para iluminar el perímetro hasta la salida del sol. No estaban indefensos. Tenían una ametralladora M60 y un lanzagranadas del ejército ruso, además de docenas de rifles, carabinas, armas cortas y radios militares.

—Aquí número uno —dijo Greg a través de los auriculares. Estaban inspeccionando el perímetro en sentido de las agujas del reloj.

—Dos —respondió una mujer.

—Tres.

El sonido se repitió a lo largo de los once puestos de vigilancia hasta llegar a Cam, en el puesto más al norte.

—Doce —dijo.

—Trece —añadió Bobbi.

Dentro de la primera cabaña que habían sellado, Bobbi seguía controlando la radio Harris y la red local a través de los auriculares y de los
walkie-talkies
. Durante casi una hora habían estado confirmando el estado de cada uno de ellos cada diez minutos. Tenían miedo de volverse los unos contra los otros de nuevo. De hecho, ya había habido una explosión de luces y gritos en la estación número ocho, cuando las baterías de David comenzaron a fallar y la gente de las estaciones siete y nueve pensó que tendrían que dispararle.

Uno de los guardias llevaba una mascarilla de pintor de doble cartucho. Otros tres llevaban chalecos antibalas, que resultaban inútiles contra los nanos pero podían salvarles la vida en combate. La decisión estaba tomada. Jefferson estaba en cuarentena. Incluso aunque pareciera normal o necesitara ayuda, los guardias tenían orden de advertir o matar a cualquier intruso que apareciera entre las colinas; la prioridad era defender a sus propias familias. Cam estaba dispuesto a participar en una matanza si era necesario, pero había convencido a los demás para mantener el pueblo a oscuras en lugar de iluminar todo el perímetro. «¿Y si aquella mujer vino hasta aquí porque vio el fuego?», les había dicho a los demás. Cam tardaría mucho en olvidar el rostro de Tony con los ojos abiertos de par en par. Parecía que el chico se había quedado mirándole fijamente, tambaleándose atraído por sus gritos.

Había otras maneras de escudriñar la oscuridad. Aún tenían dos visores nocturnos, además del que habían perdido cuando Tony fue contaminado, y las vallas seguían siendo un buen sistema de alerta.

Cam se consideraba un hombre honrado. Desde la guerra se había convertido en un líder público, igual que Allison. La había apoyado, había cuidado de ella y se había preocupado por la economía y la política de Jefferson simplemente porque pensaba que él también podría ser de gran ayuda. Pero ahora gran parte de esa persona había desaparecido. El superviviente había regresado, sus instintos y sus viejas heridas habían vuelto a imponerse sobre la mente fría y racional del político.

Se había parapetado en el puesto más al norte del perímetro defensivo de Jefferson por una razón. Morristown estaba a sólo diecisiete kilómetros en esa dirección. Los nanos se habían apoderado de Allison en cuestión de segundos y habían paralizado todo el lado izquierdo de Marsha, pero incluso aunque la plaga dejara incapacitadas o matara al veinte por ciento de las víctimas, eso dejaría a más de novecientos hombres, mujeres y niños vagando por un asentamiento mucho más grande.

Cam estaba obsesionado por cómo aquella intrusa había llegado hasta allí caminando en contra del viento. Provenía del sureste, donde según sus mapas no había ningún asentamiento. ¿De dónde había salido? ¿Acaso formaba parte de un grupo de nómadas? Le inquietaba más saber qué harían si la dirección en la que caminaba aquella mujer no era algo aleatorio. Pensaba que quizá iba en contra del viento por la misma razón por la que Tony se había sentido atraído por sus gritos; porque eran un estímulo. De ser eso cierto, la gente de Morristown se movería en dirección noroeste, persiguiendo al viento. De ese modo se alejarían de Jefferson. Perfecto. Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que los nanos llegaran hasta ellos? ¿Y si la plaga se había originado en Utah o en Idaho?

La noche debía de estar salpicada de veneno, y Cam se percató de que respiraba con exhalaciones muy breves, tratando de reprimir uno de los instintos más básicos. «Si respiras, mueres», pensó, tratando de luchar contra un desafío imposible. Lo mismo había ocurrido con la plaga de máquinas. No había forma de detener a los nanos. En lugar de dejarse llevar por el pánico, dejó que el peso del M4 le presionara las manos. Quería ahorrar energía. A pesar de todo, se sentía inquieto por estar allí solo en medio de la noche, con la vista oscurecida por el tono marrón de las gafas, esperando a la muerte.

Las estrellas eran puntos de luz muy débil que temblaban sobre su cabeza. Los edificios a su alrededor eran siluetas cuadradas y oscuras. Los auriculares cobraron vida.

—¿Dónde está Cam? —preguntó una voz de mujer.

—¿Ruth? —respondió él. Podía escuchar las voces de los demás guardias.

—¿Cómo están Michael y...?

—¿Has conseguido...?

—¡Alejaos de la radio! —intervino Greg—. ¡No ocupéis la frecuencia! ¡Dejad que hable ella!

Cam miró hacia el asentamiento. Podía escuchar más voces en la oscuridad. Los dos hombres que había en el puesto número diez estaban discutiendo, y Cam se preguntó cuánto tiempo podrían aguantar. Ni siquiera era medianoche.

—¿Ruth? —preguntó, tratando de discernir el tono con el que la mujer había pronunciado aquellas breves palabras. La conocía demasiado bien. «Malas noticias —pensó—.Tienen que ser malas noticias.»

—Tengo que hablar contigo —dijo Ruth.

Cam podía caminar por el asentamiento sin necesidad de usar una linterna. La disposición era muy simple: diecisiete cabañas dispuestas en círculo alrededor de los cuatro invernaderos, un almacén, un comedor y las duchas. Ni siquiera tenían el nivel de vida suficiente como para dejar diseminados por el terreno juguetes de niños o piezas de motores.

Pasó junto a la pared de sotavento de una de las cabañas para protegerse del viento. Después volvió a salir a la corriente. Le palpaba las piernas y el espacio que había entre los brazos y el pecho, buscando alguna fisura en la ropa. El viento, frío y hambriento, se le arremolinaba por el rostro.

Cam estaba muy asustado. La transición desde aquel momento de tranquilidad hasta la corriente de viento hizo que se detuviera de nuevo en otra zona protegida. Su mente se vio invadida por el sonido de viejos disparos y el rugir de los aviones; la imagen cruda de un hombre tuerto que levantaba una pala a modo de hacha; la visión y el olor de una mujer escuálida que tosía con el rostro cubierto de sangre. También vio la sonrisa de Allison, aunque trató de borrar esa imagen. Los recuerdos que albergaba en su interior eran un infierno crudo y horrible, y no quería que mancillaran lo que más le gustaba de ella.

Volvió a exponerse al viento, sosteniendo el M4 con una mano, inclinando su peso hacia delante como si caminara por un sendero de barro o nieve. Lo cierto era que ya vivían rodeados por otras plagas. Habitaban en las profundidades de un océano invisible, pero todos habían aprendido a ignorarlo como podían. La atmósfera de la Tierra estaba empapada con el hedor de la muerte. Billones de personas, animales, aves e insectos habían sido reducidos a cenizas por la plaga de máquinas. Reproduciéndose en una espiral infinita, la tecnología Arcos aprovechaba cada mota de carbono y de hierro para replicarse, desintegrando megatones de materia viva y convirtiéndolos en máquinas microscópicas; máquinas que, a su manera, aún seguían con vida.

La tecnología Arcos buscaría nuevos anfitriones eternamente. Miles de nanos inertes cubrían cada metro cuadrado de tierra en capas más gruesas o más finas, como membranas invisibles. Con cada paso Cam levantaba grandes nubes de ellos. La única razón por la que podían sobrevivir por debajo de los tres mil metros era porque habían conseguido vencerlos. Sus propios cuerpos se habían convertido en pequeñas plantas de procesamiento, destruyendo cantidades insignificantes de la plaga de máquinas cada día. Ruth y sus colegas habían encontrado el modo para protegerlos de los nanos.

¿Podría Ruth lograrlo de nuevo?

«Debes protegerla —pensó—. Si la proteges, quizá todo vuelva a ir bien.»

Su única salvación eran los nanos inoculados en forma de vacuna. En un principio fueron un remedio inefectivo. Pronto se vieron superados. En el mejor escenario posible habrían acabado con la plaga de máquinas en cuanto ésta entrara en contacto con la piel o con los pulmones. Pero la realidad era que su capacidad para anular la plaga era muy limitada y funcionaban mejor contra infecciones activas y de patógenos vivos. Ése era el problema. La plaga necesitaba minutos o incluso horas para «despertarse» después de ser absorbida por un nuevo huésped. Durante ese tiempo podía viajar con mucha más facilidad de lo que se pensaba. Los seres humanos estaban compuestos por kilómetros y kilómetros de venas, tejidos, órganos y músculos; y en cuanto la plaga comenzaba a reproducirse, el pulso del cuerpo humano se convertía en su mayor debilidad, puesto que esparcía a los nanos por doquier.

La primera versión de la vacuna no fue muy agresiva. No podía serlo. Era capaz de replicarse únicamente despedazando a su rival. De lo contrario se habría convertido en una nueva plaga. Ruth la hizo capaz de reconocer la estructura única del motor térmico de la plaga, algo que también compartía la vacuna, y le dio la capacidad de detectar la más mínima fracción de deshecho calórico generada por la plaga conforme ésta se reproducía. Pero aquella primera vacuna siempre estuvo muy por detrás de su hermana. Más pequeña y más rápida que la propia plaga, el primer modelo de la vacuna era capaz de erradicar a su presa, pero sólo después de la caza.

La versión final consiguió superar todas esas debilidades. Se movía por el torrente sanguíneo como lo harían unos anticuerpos diseñados para luchar contra una enfermedad concreta, atacando a la plaga de máquinas antes de que los nanos pudieran actuar.

«Quizá la vacuna pueda reprogramarse para hacernos inmunes a la nueva plaga», pensó Cam.

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