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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (32 page)

BOOK: Epidemia
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Conducir por allí era increíblemente peligroso. Los chinos podrían descubrirlos en cualquier momento, pero al fin y al cabo habían ido hasta allí precisamente para darles caza. Rescatar a los demás estadounidenses era un objetivo secundario para Ruth. Por desgracia, podían esperar un gran número de bajas al abandonar los vehículos. Después de atropellar a los infectados, los exteriores de los Humvees y los camiones estarían cargados de nanos.

«Tendremos suerte si la mitad de nosotros sobrevive», pensó Ruth mientras Huff cambiaba las frecuencias.

—Víbora Seis, aquí Zorro Gris. Víbora Seis, aquí Zorro Gris. Cambio.

—Os tenemos a la vista, Zorro Gris —respondió una mujer—. Manteneos cerca de la radio. Cambio.

—Recibido, Víbora Seis. Hay una multitud de zombies ascendiendo detrás de nosotros —dijo Huff.

—Veo treinta o más.

—Nosotros también los vemos. No disparéis. No queremos que los chinos oigan los disparos. ¿Cómo andáis de espacio en los vehículos? Queremos montar, pero estamos contaminados.

—¿Qué? —ladró Foshtomi—. Pregúntales qué coño significa eso —dijo mientras Huff presionaba el botón de ENVIAR.

—Repite, Víbora. ¿Tu gente está infectada? —preguntó Huff.

—Llevamos los trajes, pero estamos cubiertos de nanos —respondió la mujer—. No podéis tocarnos. Todavía.

—¿Qué hacemos? —preguntó Bobbi—. ¿Ruth? ¿Qué hacemos?

«No podemos hacer nada», pensó, pero era su deber encontrar una solución.

—El lago —respondió Ruth—. Tienen que meterse en el lago. Probablemente cogerán más nanos en la orilla, pero tienen que intentarlo. Después yo les diría que se frotasen los unos a los otros con tierra.

—Esos zombies se nos echarán encima en cinco minutos —dijo Cam.

19

—Necesitamos veinte minutos —dijo la mujer de la radio—. Después podemos limpiar también vuestros vehículos. Conseguidnos algo de tiempo.

—Recibido, Víbora —respondió la sargento Huff.

—Quiero que los vehículos Uno y Tres barran la carretera —ordenó Foshtomi mientras buscaba un par de prismáticos—. Sin armas, los atropellaremos. ¿Entendido?

—Sí, señora —respondió Huff sin mirarla a los ojos, y Ruth sintió la misma aprensiva sensación de alarma. Una cosa era disparar a gente inocente desde la distancia. Usar intencionadamente los Humvees como arietes era algo espantoso, pero Huff empezó a transmitir las órdenes de Foshtomi.

—Aquí Dos —dijo—. Prestad atención.

Foshtomi se volvió hacia Ruth.

—¿Cómo va a descontaminarse Víbora?

—No lo sé.

Un motor rugió tras ellos cuando uno de los Humvees pasaba de largo. El otro apareció desde la esquina del banco y le siguió. Ruth se alegró inmensamente de no estar en aquellos vehículos, pero siempre había sido así, ¿no? Otras personas hacían el trabajo sucio mientras ella estaba a salvo.

—Creo que los veo —dijo Foshtomi. Después bajó los prismáticos y se levantó en su asiento, retorciéndose en el Humvee para encontrar un ángulo mejor a través del parabrisas—. Mierda. Tienen una tela o algo parecido a una tienda de campaña.

—¿Te refieres a una tienda hinchable? —preguntó Bobbi.

—Eso no funciona —dijo Ruth—. Esta plaga no contiene el fusible hipobárico.

—Sólo es una especie de manta. —Foshtomi se dejó caer en el asiento del conductor de nuevo y le pasó los prismáticos a Ruth—. Dime qué ves.

De repente la radio graznó con el sonido de un rugiente motor.

—¡Cuidado! —gritó un hombre. Entonces el ruido cesó y el hombre desapareció.

—Uno y Tres —dijo Huff—. Uno y Tres, ¿estáis bien?

«Por favor, que estén bien», pensó Ruth, pero la radio respondió con la voz del mismo hombre.

—Aquí Uno —dijo—. Creo que el vehículo Tres está infectado. Casi choca con nosotros.

Foshtomi golpeó el techo.

—¡Mierda!

—Vamos a dar la vuelta —dijo el hombre—. Se ha salido de la carretera. Estamos... Sí, veo a Coughlin. Está enfermo. Están todos enfermos.

Ruth temblaba demasiado como para ver a través de los prismáticos cuando por fin se los llevó a los ojos. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. «Acabamos de dejar que cinco soldados se infecten para salvar a otros pocos —pensó—. Acabamos de perder a cinco personas y a todos los que han matado en la calle...» Tal vez esas cifras fueran necesarias, pero la sensación era terrible, y Ruth luchaba contra su impotente sentimiento de culpa y remordimiento.

La ladera que ascendía más allá de los restos de la ciudad era marrón y verde. Ruth avistó una figura amarilla, alguien con un traje para tratar materiales peligrosos. Había otros soldados a su alrededor. El tamaño del grupo le decepcionó. «¿Eso es todo?», se preguntó. ¿Habría más escondidos? Tal vez no hubieran podido escabullirse más personas, de modo que ocho o nueve comandos y científicos eran los únicos que habían conseguido escapar de Grand Lake.

Envolvieron a uno de los suyos en una peculiar manta, una manta verde oliva del ejército que parecía agujereada con un alambre. La tela parecía estar llena de pequeños hoyos. Parecía que le hubiesen colgado una gran cantidad de cosas por el otro lado, pero ¿qué? A unos setenta y cinco metros y desde aquel ángulo era difícil ver lo que estaban haciendo, pero se iban pasando la manta de una persona a otra, colocándosela contra las rodillas, el pecho, las botellas de oxígeno y los cascos. Sirviera para lo que sirviese, Ruth suponía que era así también como se rellenaban las botellas de oxígeno, esterilizando antes las conexiones.

Una lluvia de cenizas cayó desde el cielo y después desapareció. Ruth logró ver algo más de la manta al otro lado. Estaba cubierta de trozos de tarjetas de circuitos irregulares, algunas de apenas dos centímetros y medio y otras de hasta ocho centímetros, cosidas a la tela con una extraña mezcla de alambres y cordeles. En algunas partes, algunas de las tarjetas todavía estaban enteras. Eran redondas y estaban metidas en una especie de finas tapas blancas de plástico.

—¿Qué es? —preguntó Foshtomi—. ¿Va a funcionar esto?

Por una vez, Ruth no sabía qué decir.

—Deben de haber montado una especie de material radiactivo —respondió.

«Esas tapas me resultan familiares —pensó—. ¿Dónde las he visto antes?»

Vagamente, oyó el chirrido de las ruedas del otro Humvee que continuaba recorriendo la carretera que había tras ella. Los comandos descendían en grupo. Dos de ellos llevaban microscopios consigo, lo cual era algo bueno, pero Ruth estaba más interesada en la manta, que extendieron justo delante del vehículo de Foshtomi. Al cabo de treinta segundos la colocaron sobre el capó.

—Detectores de humo —dijo Foshtomi—. Esa cosa tiene quinientos malditos detectores de humo.

Levantaron la manta y la acercaron al guardabarros del lado del asiento del conductor y después a la puerta. Ruth sacudía la cabeza confundida. Los fragmentos desmontados de plástico y circuitos eran prácticamente irreconocibles, pero los pocos que quedaban intactos eran la mitad trasera de unos detectores de humo domésticos normales y corrientes. Aunque también les habían quitado la carcasa frontal y algunos componentes internos.

—¿Ruth? —preguntó Cam.

—No abráis la puerta hasta que se hayan quitado los trajes y demuestren que todo está bien —contestó, observando a los hombres en el exterior, aunque recordó una de las muchas llamadas solicitando material que se había desechado desde la guerra. El gobierno ofrecía munición y semillas a cambio de artículos como gasolina, medicinas, pilas y cobre. También había una recompensa por los detectores de humo. Morristown incluso había establecido un centro de recogida durante varias semanas, en el que los agentes del gobierno llegaron a llenar tres camiones con bienes recolectados. En aquel momento, Ruth supuso que estaban instalando alarmas antiincendios en un montón de nuevos edificios, pero había otro motivo para aquellas reservas, pretendían algo más.

Los comandos tardaron otra media hora en terminar con los cuatro vehículos.

—Habían dicho veinte minutos —protestó Foshtomi al tiempo que hacía un esfuerzo por tranquilizar a los soldados de la radio—. Esperad —les dijo—. Esperad. —Después miró a Huff y dijo—: Joder, me estoy meando.

Los comandos se turnaron para envolverse en la manta de nuevo. Mientras tanto, Foshtomi también habló con su superior, gritando a través del cristal mientras él acercaba su casco a la ventana. El general Walls rondaba los cincuenta años, tenía el pelo castaño y resultaba atractivo sin barba. No era frecuente ver a un hombre bien afeitado.

—¿Señor? ¿Cuál es el plan? —preguntó Foshtomi.

—Hay un depósito del ejército río abajo cerca de la planta hidroeléctrica —respondió—. Necesitamos...

—Acabamos de venir de allí, señor. Está todo lleno de zombies.

—Necesitamos ocultar nuestros artículos científicos, teniente. Cada minuto que pasamos al descubierto estamos tentando a la suerte. Necesitamos reagruparnos.

—Goldman cree que podemos robarles una nueva vacuna a los chinos, señor —dijo Foshtomi—. Eso es lo que planeábamos, llevar a cabo un asalto.

—¿Cuántos soldados tiene, teniente?

—Ocho contándome a mí, señor, más los cuatro civiles.

—Ésta tiene que tener unas pelotas del tamaño de ese Humvee —dijo otro hombre.

Walls asintió con una adusta sonrisa por debajo de la placa frontal que protegía su rostro.

—Los chinos han puesto al menos dos transportes para tropas en la montaña —dijo—. Incluso si volviéramos todos juntos, todavía nos superarían en una proporción de diez a uno.

—Pero seríamos inmunes, señor.

—Y también estaríamos muertos.

—¡Un momento! —dijo una mujer por detrás de Walls—. ¿Tiene que estar vivo? Me refiero al soldado enemigo. No tiene por qué estar vivo, ¿verdad?

—¿En qué estás pensando? —preguntó Walls.

Ruth apoyó las puntas de los dedos y la mejilla contra el plástico de la ventana para seguir la conversación. La mujer llevaba uno de los dos trajes de civil, de un amarillo chillón que resaltaba entre el negro de los demás.

—Los chinos sacrificaron al menos una docena de aviones cuando estallaron las bombas —dijo la mujer—. Le seguimos la pista a un Mainstay IL-76 que se estrelló no muy lejos de aquí. Ése fue el único motivo por el que lo vimos. Pasó justo delante de nuestro radar.

Walls se volvió hacia el Humvee.

—¿Tendrían los pilotos la vacuna también?

—¡Sí! —exclamó Ruth.

—¿Qué coordenadas puedes darnos? —preguntó Walls a la mujer del traje amarillo. Ésta sostuvo la radio, pero la dejó junto a sus pies para sacar uno de los portátiles que Walls llevaba colgando en un maletín.

—A ver qué puedo conseguir —respondió.

—Nos dividiremos en dos grupos —dijo Walls—. Necesito voluntarios para ir al avión.

—Yo conozco la zona —le dijo Cam a Foshtomi.

—No —dijo Ruth.

—Puedo reconocer el terreno.

—¡No, Cam! —«Quiere seguir huyendo —pensó Ruth—. ¿De qué? ¿De la muerte de Allison?»— Deja que se encarguen los soldados. Nosotros ya estamos cumpliendo con nuestra parte. Estamos...

—De todos modos no te aceptaría —interrumpió Foshtomi—. No por lo que hiciste, sino porque puede hacer uso de sus comandos.

Pero se equivocaba.

—Teniente —dijo Walls con impaciencia—, dejemos que se unan algunos voluntarios. Necesito a todo el mundo en mi equipo. —Aquél era otro ejemplo de aquella brutal matemática—. Estos hombres son traductores e ingenieros —dijo señalando a su gente, mientras que los soldados de Foshtomi eran camioneros, agricultores y equipos de artillería. Walls podía permitirse perderlos.

—Iré yo —dijo Cam.

—¿Cuántos trajes vais a darnos? —preguntó Foshtomi por la ventana. Su tono rozaba la insubordinación, pero a Ruth le gustó que diera la cara por sus soldados.

Walls se la quedó mirando fijamente.

—Dos —contestó—. ¿Serán suficientes, teniente? Le daré mi traje a Goldman. Los demás serán para mi equipo de nanotecnología, mi piloto y mi traductor.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Deje que nos cambiemos primero —dijo Walls—. Luego Goldman podrá vestirse y después subiremos a los vehículos.

—Sí, señor. —Foshtomi se volvió hacia Huff y dijo—: Quiero cuatro voluntarios. Necesito dos hombres con máscaras. Los otros dos llevarán los trajes.

—Yo dirigiré esta misión, teniente —dijo Huff.

—Gracias, Tanya.

Otro de los comandos se acercó al Humvee con la cabeza agachada para inspeccionar el interior. No era un hombre. El rostro dentro del casco era el de una mujer, aristocrático y delgado. Ruth se quedó boquiabierta.

—¡Deborah! ¡Deborah! —gritó.

La primera reacción de Deborah Reece fue una lánguida sonrisa. Después apoyó su guante en la ventana y Ruth imitó a su vieja rival de manera exacta, intentando llegar hasta la mano de Deborah a través del cristal.

¿Era aquél un gesto de perdón?

Ruth no intentó ocultar sus lágrimas. No dejaba de sonreír a Deborah, extática a la par que desconcertada. Sus caminos se habían cruzado muchas veces antes. ¿Por qué? Demasiados amigos habían muerto o se habían separado de ella. Frank Hernández. James Hollister. Ulinov. Newcombe. Ruth no sabía si era el destino lo que la había reunido de nuevo con Foshtomi y Deborah, pero cada vez creía más en la providencia. La estadística por sí sola no podía explicar aquel destino recurrente. Sí, todas habían establecido su hogar a ochenta kilómetros de distancia las unas de las otras, y tanto ella como Deborah eran muy comedidas debido a su educación, pero Kendra Freedman también formaba parte de la ecuación, ¿no?

Cuatro mujeres que representaban la oscuridad y la luz. Freedman era el componente más poderoso con diferencia, pero Ruth no estaba segura de que no fuera la descarada teniente de los Rangers la que los pusiera al fin a salvo. Sarah Foshtomi estaba allí también por un motivo. Ruth estaba convencida de ello.

—Lo siento —dijo sin saber siquiera por qué se estaba disculpando—. Lo siento mucho.

Tal vez aquellas palabras fuesen un error. No quería que Deborah diese por hecho lo que Foshtomi había creído: que ella era la responsable de la nueva plaga.

—Tranquila —respondió Deborah—. Me alegro de que os hayamos encontrado.

No había tiempo para más. El primer comando se abrió el traje mientras otros dos mantenían la manta pegada a su rostro y sus manos. Deborah se apartó del Humvee para ayudar.

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