El comandante Su cayó con la mejilla desintegrada, agarrando su pistola. Los demás murieron con el cuello o el pecho desgarrado. Al igual que la tecnología Arcos original, su plaga de máquinas acelerada encontró su entrada más rápida a través de las fosas nasales y los pulmones.
Verles morir fue un infierno.
Era como volver a casa.
Había matado a un número inimaginable de personas y, de una manera más personal, había liderado a un grupo de gente para que asesinasen y cocinasen a dieciocho seres humanos en la pequeña cima de aquella montaña. ¿Qué importaban unos cuantos más? Kendra disfrutó de sentirse cualquier cosa menos impotente. Se había convertido en una diosa de la oscuridad, en la destructora de los mundos.
Riendo, corrió hacia el helicóptero. Los pilotos encendieron los motores de nuevo y empezaron a elevarse. Ella lanzó otro frasco, esperando sentir la nanotecnología a través de su propio cuerpo con el viento levantado por la aeronave. Pero tenía buena puntería. El frasco atravesó la puerta abierta y la plaga no salió del helicóptero, que volcó y se estrelló contra las ruinas a unos noventa metros de distancia. Entonces se quedó sola, salvo por los tres heridos y una mujer que se hacía llamar Jane, una de sus cuidadoras, que siempre había sido dulce y respetuosa.
Kendra los mató también.
Un segundo helicóptero llegó conforme se subía a los escombros. Primero pasó de largo, pero regresó y aterrizó en la ciudad que tenía ante ella... y entonces se encontró con los soldados chinos en las cenizas mientras el helicóptero volvía a elevarse. Su mente se ausentó. Debía de haberles matado a todos, pero no lo recordaba. Cuando poco a poco volvió en sí, estaba llorando contra la parte delantera plana y sólida de un buzón. Había encontrado algo que todavía estaba en pie, aunque estuviese cubierto de hollín. El buzón seguía fijado a la acera y ella se apoyó contra él, rodeada de incalculables kilómetros de edificios arrasados y escombros.
El tercer helicóptero fue el que llevó a Cam hasta ella.
Alekseev y Obruch estaban discutiendo algo en la cabina de mando hasta que Deborah intervino al escuchar algo que no le gustó.
—¡Tenemos que hacerlo! —les gritó.
—No estamos muy convencidos de que esta búsqueda sea útil —dijo Alekseev—. Deberíamos intentar sacarla de aquí.
Cam sacudió la cabeza.
—¿Para qué? La respuesta está aquí.
—Estáis locos —dijo Alekseev.
Pero Obruch gritó:
—
¡
Tyдa
! ¡
B мою cmopoнy!
Y giró el helicóptero hacia la izquierda. Estaban a unos treinta metros sobre los barrios arrasados por la onda expansiva. Al principio, Cam no sabía qué era lo que había atraído la mirada de Obruch. No había ninguna variante en el patrón inferior. Las casas eran unos pequeños y erosionados cuadrados. Las calles formaban líneas menos abarrotadas entre la desolación. Después vio un grupo de estructuras con un atisbo de rojo en los tejados desmoronados, lo cual era algo excepcional. También se divisaban unos aparcamientos delante y un gran campo de atletismo al otro lado. Parecía un campus universitario.
—Kendra, mira —dijo—. ¿Kendra?
Sus ojos saltones estaban fijos en algo que él no podía ver, de modo que Cam la dejó estar. Conforme se acercaban, vio dos círculos en la ceniza desde donde habían despegado unos helicópteros, apartando los escombros. Había sido la fuerza de los rotores lo que había revelado lo que quedaba de los techos de teja roja.
—
Bom
uмeннo —dijo Alekseev. Y después, en inglés—: Vamos a descender. Preparaos.
Aterrizaron cerca, contra la duna formada por el edificio más grande, que probablemente había sido un gimnasio, y dejaron a Kendra y a Obruch en el helicóptero. Estaba catatónica. Obruch sacó su arma. Deborah y Alekseev cubrieron un lado del edificio y Cam y Medrano el otro. El cuerpo de Cam traqueteaba con dos AK-47 y una ametralladora. Medrano y los demás llevaban lo mismo o más. El ruido del helicóptero impedía la opción de sorprender al enemigo. Nadie esperaba tener el tiempo suficiente de recargar, de modo que derribarían tantas puertas como les fuera posible antes de que les matasen a ellos.
El corazón de Cam traqueteaba como las armas que llevaba a su espalda, pero tenía la mente despejada, e incluso decepcionada. El campus estaba vacío. Todo el mundo se había marchado, excepto cuatro cadáveres alineados en el suelo de una clase. A juzgar por sus heridas, habían resultado heridos cuando los edificios se desmoronaron. Los chinos debían de haber evacuado el área, primero llevando a sus científicos al San Bernadino y después dirigiendo al resto del personal a buscar a Kendra después de recibir una llamada de emergencia por radio alertándoles de que estaba suelta.
Cam no lo expresó, pero su decepción se transformó en una nueva preocupación. ¿Y si los datos y las muestras que necesitaban estaban en los helicópteros chinos siniestrados?
Peinaron el campus más a fondo intentando identificar qué áreas habían sido utilizadas como laboratorios y oficinas. Diez minutos después, Medrano les gritó que llevasen a Kendra a un edificio cerca del campo de atletismo. Había quedado protegido de la onda expansiva gracias a otros edificios. Había un agujero en el techo y una pared se había derrumbado, pero más de un tercio de las clases estaban intactas.
Cam fue a ayudar a Obruch, ya que Kendra no quería abandonar el helicóptero. Se acurrucó en el asiento trasero e intentó zafarse cuando Cam le tocó la pierna.
—Estamos aquí —dijo—. Hemos encontrado el otro laboratorio.
Era inútil. Se vieron obligados a sacarla a rastras, pero su actitud cambió conforme la llevaban medio en brazos a través de los edificios destruidos. Sus gigantes ojos se llenaron de curiosidad. Quizá se había olvidado de su nidito de seguridad en el helicóptero.
—¿Qué te parece? —preguntó Deborah cuando llevaron a Kendra al interior.
Había tiendas de campaña de plástico negro opaco instaladas en dos de las habitaciones, aunque el plástico estaba partido o colgando perforado por los escombros. Unos monos estériles estaban tirados en unos percheros que se habían caído al suelo. También había varias mesas que habían estado repletas de material de microscopía. La mayor parte de los instrumentos estaban en el suelo. En otra habitación había filas de portátiles y ordenadores de mesa, archivadores, y una pizarra blanca cubierta con los complicados y cuadrados símbolos del mandarín escrito.
Cam sintió un inusual optimismo repentino. Los chinos no habían podido ni empezar a llevarse aquel material en su primer vuelo al San Bernadino, y no se imaginaban que unos soldados estadounidenses pudieran adentrarse tanto en la zona arrasada. Debían de haber planeado volver a por la mayor parte de su equipamiento. «De hecho, tenemos suerte de que recibieran un revés tan tremendo —pensó—. Los pocos aviones y helicópteros que han conseguido hacer funcionar han estado ocupados todo el día con otros problemas, pero eso cambiará. Esta suerte no durará mucho.»
—Tenemos que darnos prisa —dijo.
Kendra estaba callada pero receptiva. Asintió y dijo:
—Dejadme ver. Necesito ver. Dejadme ver.
¿Estaba refiriéndose conscientemente a la escasa luz que entraba por el techo destruido? Cam suponía que no, pero estaba oscureciendo. El interminable crepúsculo se había transformado en algo más oscuro. Más allá de las nubes de ceniza, el sol estaba descendiendo.
Cam dejó a Kendra con Deborah para ayudar a los otros hombres. Medrano había localizado la sala de generadores en el lateral derrumbado del edificio. Los tres generadores de los laboratorios estaban enterrados. Y lo que es peor, la mayor parte de las latas de combustible estaban rotas.
—Puedo conectar uno de esos —dijo Medrano—, pero será mejor que lo movamos primero o este lugar estallará en llamas.
Cam, Alekseev y Obruch apartaron los restos mientras Medrano intentaba recuperar algunos de los cables eléctricos, con dificultad debido a su brazo roto. Después identificó qué generador quería conectar. Ya casi no se veía nada. No había estrellas en el cielo ni se apreciaba la luna por debajo de la lluvia radiactiva. La oscuridad de la noche sería absoluta.
Obruch sacó una pequeña linterna y se la entregó corriendo a las mujeres mientras Cam y Alekseev arrastraban el generador hacia un espacio abierto de cemento.
—Dadme un par de minutos —dijo Medrano, empalmando el nuevo cable a la instalación en las clases.
La respuesta de Kendra fue menos satisfactoria cuando se apresuraron a entrar en el laboratorio.
—Necesito tres horas —les dijo, hurgando entre interminables archivos.
—Hay un microscopio de fuerza atómica. Parece que funciona. Cree que tiene todo lo que necesita —dijo Deborah.
Alekseev se llevó a Cam aparte.
—Esto es una locura —dijo.
—No. Hemos recorrido demasiado camino como para abandonar ahora. O lo logra o no lo logra. No tiene sentido salir huyendo. ¿Adónde íbamos a ir? El helicóptero está casi seco.
—Ellos mantenían aeronaves —respondió Alekseev en su inglés extraño—. Comprobaré el combustible.
—¿Y adónde íbamos a ir? —preguntó Cam—. Tu bando ha desaparecido. Y el nuestro también. Pero adelante, comprueba el combustible. Vamos a necesitar todas las armas que podamos fabricar si vamos a defender este lugar contra las tropas enemigas.
Alekseev se detuvo.
—Estás hablando de algo parecido a vuestra batalla de El Álamo —dijo—.
Yankee Doodle do or die
.
Cam casi sonrió. Alekseev confundía la historia de Estados Unidos, pero no su espíritu. Era una nación creada por rebeldes y personas oprimidas que nunca llegaron a entender muy bien cómo lograron su propio éxito. Cam quería volver a verles en lo más alto.
—Los chinos no se esperan que estemos aquí —dijo—, de modo que tenemos el factor sorpresa de nuestro lado. Eso debería funcionar contra el primer grupo que aparezca.
—¿Y qué hay del siguiente?
—En el mejor de los casos, no tardaremos tanto.
—¿Confías en los cálculos de Kendra? ¿Tres horas?
—Sí. Ya sabes quién es.
—Sabemos quién era —le corrigió Alekseev.
—Creo que está... motivada —dijo Cam, buscando la palabra adecuada—. Quiere hacer bien las cosas. ¿Entiendes? Quiere hacer algo bueno.
El generador emitió un ruido sordo fuera de la sala y las luces se encendieron, inundando el edificio.
—¡Hecho! —exclamó Medrano.
Kendra gritó, agitando los brazos ante la repentina iluminación.
Deborah la agarró, hablando deprisa, mientras los hombres corrían a desconectar todos los interruptores posibles. No querían ser la única estrella en la noche.
Cuando terminaron, Alekseev se acercó a Cam de nuevo.
—Debemos sellar esta tienda —dijo Alekseev, señalando el plástico negro—. Puede trabajar en su interior.
Cam miró a los duros ojos marrones del coronel.
—Entonces, accede —dijo—. Nos quedaremos.
—
Da
.
«Entonces nos quedan unas tres horas de vida», pensó.
Deborah protestó cuando le pidieron que se quedara con Kendra, pero lo cierto es que estaba herida y tenía algo de experiencia trabajando en laboratorios. Era lo más lógico. No podían dejar a aquella mujer sola. Antes de marcharse, Cam le dio un beso en la mejilla a Deborah porque la conocía mejor que nadie. Ella le agarró del brazo para mantenerlo cerca e inclinó su frente contra la de él con una repentina intimidad. «Ojalá estuvieras aquí, Ruth», pensó Cam. ¿En quién pensaría ella?
—Cuídate —dijo Deborah.
—Tú también.
Los cuatro hombres se dividieron por las ruinas para atrincherarse contra los chinos. Se apresuraron a pesar de saber que si ganaban, si alguno de ellos sobrevivía, se destruirían igualmente con la contravacuna de Kendra.
Cam, Deborah y Medrano debían de tener restos de la plaga mental en su cuerpo. Todos ellos habían salido andando del almacén en el que había estado estacionado el Osprey V-22 después de inocularse, preparándose para el vuelo, e incluso el más leve residuo de nanotecnología bastaría. Con suerte, Kendra crearía una nueva zona de infección, una trampa para cualquier chino que penetrase en ella. Cam y los demás serían los primeros en caer, pero conforme cada vez más chinos se fuesen contagiando, su contravacuna se iría extendiendo. Su zona de infección se expandiría. Llegaría hasta territorio estadounidense y, desde allí, hasta el resto del mundo.
Todavía podían ganar aquella guerra.
El coronel Jia Yuanjun se puso en posición de firmes y trató de reflejar en su postura lo que no veía en su desaliñada apariencia. Dedicación. Fortaleza. Sólo había tenido unos minutos para peinarse e intentar alisarse inútilmente el uniforme con las manos para recibir a sus visitantes. El antebrazo le palpitaba de dolor envuelto en una rudimentaria escayola.
—Fàng sōng —dijo el general Qin. «Descanse.»
—Bienvenido, señor —respondió Jia, también en mandarín. No estaba seguro de cómo interpretar el inexpresivo rostro del general, pero el uniforme de Qin estaba limpio, al igual que el de sus dos subordinados y los tres guardaespaldas de las Fuerzas de Élite.
El general Qin pasaba de los sesenta; era un hombre corpulento, con la cara curtida por el sol, y temblaba a causa del estrés. Jia advirtió un tic en la parte inferior de sus carrillos. Aquello era mala señal. El hombre también era consciente de ello y se daba toques en la mandíbula de una manera brusca y nerviosa. El hecho de que su visita fuese sorpresa también podía indicar peligro. El helicóptero militar Z9 que había llegado desde San Diego se había anunciado como un vehículo de evacuación médica que llevaba hasta la base de Jia suministros muy necesarios. Pero, en cambio, transportaba al oficial del MSE, que se había convertido en el tercer mando de la California china después del bombardeo.
Jia no pensaba que con aquel subterfugio se pretendiera engañar al enemigo. No cabía duda de que todavía había satélites estadounidenses, pero no quedaba nadie para controlar esos ojos y esos oídos. Jia tenía suerte de que uno de sus sargentos se hubiese aventurado a llamar desde el campo de aterrizaje para anunciar la auténtica identidad de sus visitantes conforme el general Qin entraba en la base.
Jia lamentó el aspecto de su improvisado centro de mando incluso más que el suyo propio. Había sido necesario escapar a las cenizas. Habían trasladado todo lo que habían podido rescatar a unos cuarteles de segundo nivel que conservaban el techo y las paredes intactos, y usaban las literas para colocar sus aparatos electrónicos, las pantallas y las notas. Estaba todo hecho un desastre. Había cuarenta hombres arrodillados o sentados en el suelo para acceder a sus consolas mientras que otra docena más actuaban de mensajeros, pasando por encima de un inseguro amasijo de cables de conexión y de alimentación. El ruido era insoportable. Y el olor también. La ceniza se había colado en la habitación con ellos, y todo el mundo estaba ensangrentado, sudado, deshidratado y asustado.