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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (44 page)

BOOK: Epidemia
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—Soy consciente de que estabais medio ciegos —dijo Qin.

Jia asintió. Su red de radares todavía funcionaba sólo al cuarenta por ciento y, en demasiados lugares, la vigilancia orbital estaba bloqueada por la lluvia radiactiva.

—No esperamos lo imposible —dijo Qin.

—No, señor. Gracias, señor.

—Pero todos nosotros sufriremos si hay Fuerzas Especiales estadounidenses en esos laboratorios. —Qin volvió a enfatizar una palabra de nuevo. «Nosotros.» La señal era inconfundible.

Si el concilio había iniciado la nueva guerra, sus destinos estarían ligados a la nanotecnología. Vivirían o morirían con ella. El impulso que habían adquirido desde que se desató la plaga mental y sus tecnologías derivadas les harían ascender a los escalones más altos, o si la investigación se perdía, la repentina falta de potencial podría hacer que esos cargos se ofrecieran a elementos militares más convencionales.

—No nos falle —dijo Qin, bajando la voz.

Entonces sus dedos rozaron el antebrazo de Jia de nuevo mientras evaluaba a aquel hombre más joven.

Era una invitación. Qin podía proteger a Jia de los líderes que no pertenecían al concilio si tenía éxito. Rescatar a los científicos y la nanotecnología ayudaría a compensar las faltas que habían percibido en la conducta de Jia... si realmente sabía en lo que se estaba metiendo.

Jia empezó a dudar. ¿Y si Qin le estaba engañando? Tal vez no existiese ningún concilio, sólo él. El general podía estar llevando a cabo una operación no autorizada y utilizando a Jia para sus propios fines. Jia esperaba que no fuera así. Si un arma nanotecnológica incontrolada había silenciado los laboratorios, podría morir tan pronto como sus helicópteros entrasen en el área... pero si el concilio existía, incluso su muerte les serviría, alertándoles de que contuviesen la nanotecnología con todos los medios que fuesen necesarios, incluso nucleares, limitando así los daños a su fuerza política. Él formaría parte de su legado. Y si había soldados enemigos en California, Jia tendría la oportunidad de castigar a los estadounidenses con sus propias manos.

«Sea como fuere, soy de Qin», pensó, mientras se ponía firme para saludar.

—Mi equipo de ataque estará reunido en cinco minutos, señor.

Cam se pegó la linterna contra el uniforme al oír los helicópteros, sofocando su blanco haz de luz antes de levantar la cabeza desde debajo de una camioneta Ford.

—Helicópteros —dijo—. Dos, puede que tres.

Alekseev no salió de debajo del vehículo.

—Los estoy oyendo —dijo—. Déjame terminar.

—Debemos evitar que nos pillen al descubierto.

—Irán a vuestro San Bernadino primero. Ilumíname.

Cam cerró la boca. No tenía sentido poner nervioso a alguien con los dedos en un cartucho de C-4. Alekseev había instalado un puñado de explosivo plástico en la rueda trasera del lado del conductor del Ford, donde volaría por los aires el eje y el remolque. Cam apuntó con la linterna bajo la camioneta de nuevo, con la cabeza girada hacia el otro lado. Por desgracia, su visión nocturna era terrible después de haber estado viendo trabajar a Alekseev.

No les preocupaba que nadie saliese a hurtadillas de entre los escombros. Los chinos podían haber acuartelado a otros soldados cerca de allí, o puede que algunos hombres hubiesen sobrevivido a los ataques de Kendra, pero moverse de manera silenciosa por aquel caos era imposible.

Cam era capaz de distinguir la mayor parte de las ruinas de su entorno inmediato con el débil halo de la linterna. A cuatro metros y medio, los restos de color ceniza se fundían con la penumbra de color ceniza. Todo estaba en silencio, excepto por el leve susurro del polvo que caía, que le recordaba a las tormentas de nieve, el esquí y tiempos mejores. Incluso disfrutó de aquella melancolía, porque sabía que aquella leve paz no duraría.

Los helicópteros procedían del noroeste, y atravesaban vibrando la ciudad. Cam sentía el ruido en la madera y el cristal bajo sus botas. En algún lugar a su izquierda una duna se derrumbó y se escuchó el repiqueteo de unos ladrillos.

Cam y Alekseev llevaban casi una hora trabajando con ahínco en el tumulto del lado oeste de la universidad y habían estado a punto de perder la linterna cuando Cam se abrió la mejilla con un trozo sobresaliente de madera. Ambos se habían caído varias veces, lo cual les había provocado heridas en las manos y las rodillas. Medrano estaba solo en el norte. Obruch cubría los lados este y sureste, donde sus defensas serían más débiles. Tampoco esperaban tener muchas posibilidades de servir de refuerzo a los demás en caso de que fuera necesario. El perímetro era demasiado grande. Cam había acompañado a Alekseev más como un aprendiz que como un guardia. Tal vez fuera necesario saber cómo cablear explosivos plásticos.

—Están en el suelo —dijo Cam cuando el temblor de la aeronave aumentó brevemente y después cesó cuando los helicópteros aterrizaron en el San Bernadino. Con el cambio de sonido, su pulso también se aceleró, en lo cual halló una calma familiar. Sentía una nueva determinación que era tan bien recibida como no deseada. La espera había terminado.

«No tardarán en darse cuenta de que allí no hay nadie», pensó.

—Será mejor que volvamos. Deja lo que te quede por hacer.


Da
. He terminado.

En cada sitio en que habían parado, lo primero que había hecho Alekseev había sido dar forma a la blancuzca arcilla. Después había introducido un fino cilindro en los explosivos y había ajustado la pequeña pantalla digital situada cerca del extremo superior. Los cilindros eran detonadores por control remoto de frecuencia específica. El activador era una especie de artefacto de color verde oliva parecido a una pequeña fiambrera. La mayor parte no era más que una pila, un trozo de antena y acero para amortiguar. En la parte inferior había una pantalla digital y un teclado simple de veintitrés teclas. Las primeras veinte eran cuadradas. Las otras tres eran rectangulares y en ellas se leía: ARMAR, CANCELAR y DISPARAR. Era parte del equipamiento estadounidense que la gente de Alekseev había ido recogiendo durante la primera guerra.

Ver aquellas palabras en las manos de Alekseev era extraño. Hacía tan sólo un día se habían enfrentado entre ellos. Ahora eran amigos. A Cam no le gustaba, pero lo necesitaba. Mientras trabajaba, Alekseev le había adjudicado a cada detonador una clave de una tecla en frecuencias entre los 1.000 y 3.000 megahercios. Medrano había usado entre 4.000 y 5.000, Obruch entre 6.000 y 7.000. Cada uno podía detonar las cargas de los demás si hiciera falta, incluido Cam, que llevaba su propio activador. Su mejor oportunidad de conseguir tiempo era fingir que una fuerza numerosa había ocupado el campus. Eso suponía tener que colocar bombas en todos aquellos lugares adonde no podían dirigir sus armas. La mayoría de aquellas cargas sería pequeña. Alekseev no había traído tantos C-4 como le habría gustado, pero les habían preparado otras sorpresas.

También esperaban que los chinos tuviesen miedo de dañar sus laboratorios y a sus científicos. Probablemente, ni siquiera sabían que aquellas personas estaban muertas. Alekseev había planeado fingir que los habían tomado como rehenes. Con un poco de suerte podrían alargar las negociaciones hasta que Kendra los hubiese infectado a todos.

Deborah se estremeció, aunque no dijo nada, cuando el ruido de los helicópteros resonó dentro de la tienda de campaña. Simplemente se limitó a observar a Kendra. Después algo golpeó el techo de plástico negro que había sobre ellas. Los escombros se deslizaron por los dos lados de la tienda, acariciándola como si fueran dedos y caras extrañas. ¿Se estaba resquebrajando el edificio con la vibración del ruido? ¿Se había dado cuenta Kendra de algo?

La flaca y enmarañada bruja se había quedado helada hacía diez minutos. No decía nada. No hacía nada. Sólo miraba el microscopio de fuerza atómica. Deborah tenía miedo de zarandearla, pero ¿cuánto tiempo podían seguir así?

La tienda negra las rodeaba como un manto o un velo. Parecía medir mucho menos que cuatro metros y medio por seis. Las paredes brillaban con las lámparas halógenas, entrecruzadas con las sombras del equipamiento y las suyas propias. Tal vez no hubiese sido tan horrible si el plástico no fuese opaco, o si tuviesen una radio o alguien con quien hablar fuera.

A Deborah le dolía el hombro. Y la cara. Y el pecho. Al menos tenían agua. Medrano había traído dos garrafas de siete litros y medio de la cocina de los laboratorios antes de cerrar la tienda con cinta adhesiva, y Deborah usó una para lavarse la cara y el cuello y para lavar la estirada piel de Kendra, cuidando de la bruja de ojos apagados como si fuera una niña o una muñeca. Aquello pareció revivirla. Durante un rato, Kendra había estado espabilada, trabajando como si ya fuese otra persona. Los primeros treinta minutos juntas habían sido intensos y productivos, mientras Kendra le echaba un vistazo a las carpetas y las cajas de muestras y le describía a Deborah los caracteres mandarines que buscaba. Habían encontrado modelos anteriores de la vacuna. Insertaron un sustrato tras otro en el microscopio. Kendra usaba a Deborah como si fuera sus manos, hablaba con ella y pensaba con ella. A Deborah le impresionó su ímpetu. Kendra identificó la quinta y la octava muestra como las ideales. Después trazó un bosquejo en el cuaderno para dar forma a sus conceptos. Deborah pensó que el dibujo parecía un renacuajo. Tenía una cola larga y curva sobre un cuerpo ovalado, pensado para desplazarse y cazar, pero primero Kendra tenía que crearlo, e hizo una mueca de decepción cuando dos ordenadores portátiles le negaron el acceso al requerir una contraseña. Al menos consiguió acceder al tercero, y farfulló algo en chino con una carcajada. Aquel fue el primer indicio de que algo iba mal. Sus movimientos empezaron a volverse repetitivos, casi maníacos. Después volvió a hablar con Deborah otra vez, en el idioma equivocado.

Kendra había seleccionado veinte archivos y había descartado otros quince, mientras Deborah se esforzaba por entender su importancia y no reconocía nada. La mente de la otra mujer funcionaba mucho más rápido que la suya, pero también se estaba fragmentando a esa velocidad.

—Podemos programar el microscopio para montar un nano modificado a partir de un modelo preexistente —había dicho—. Nos ahorraremos horas. Pero primero necesito... Y si... No.

Después se hizo el silencio. Kendra se detuvo. Deborah no sabía adónde había ido su mente. Cada respiración era como ejercer presión sobre cáscaras de huevo. Deborah pensó que podía traer de vuelta a la mujer con una palabra o tocándola, pero ¿y si era un error? Podía interrumpir cualquier cálculo que estuviese realizando en su cabeza. Lo más importante era no asustar a la fea bruja.

No podían depender de ella, y Deborah se preguntó qué haría Kendra cuando empezasen los disparos.

27

El Z-9 de Jia abandonó el hospital cuando éste terminó la llamada por radio.

—Nuestra gente en el punto uno ha sido asesinada por acción enemiga —dijo a través de la estática, observando a las Fuerzas de Élite que tenía a ambos lados—. Repito, nuestra gente en el punto uno ha sido asesinada por acción enemiga. Corto —repitió, incitando a sus hombres al tiempo que confirmaba su informe.

Bajo la débil luz verde que se reflejaba de los instrumentos de la cabina de mando tenía unos ojos preciosos, salvajes y brillantes. El Z-9 era una aeronave pequeña. Jia sólo contaba con cinco soldados, aparte del piloto y el copiloto, los cuales eran también comandos. En el otro helicóptero también iban ocho hombres. Jia habría preferido un ejército, y había reducido al mínimo cualquier riesgo para sus soldados después de haber sobrevolado el San Bernadino la primera vez. Las pruebas habían sido grotescas incluso a cierta distancia. A través de sus lentes de visión nocturna habían visto cadáveres licuados por todo el patio y un Z-9 volcado sobre unos escombros cercanos. Uno de los muertos empuñaba su arma. Aquello había sido suficiente para Jia. Los cuerpos parecían estar derretidos, y nadie se enfrentaba a la nanotecnología con una pistola. Qin tenía razón. Por terrible que fuera, Qin tenía razón. Los estadounidenses se habían infiltrado por aire en la cuenca de Los Ángeles, sorprendiendo al personal del laboratorio. Lo más probable es que ya se hubieran marchado, huyendo con datos inestimables y con prisioneros. Pero ¿adónde? ¿Cómo?

La rabia que sentía era impropia, dirigida tanto hacia su propia gente como hacia el enemigo. Podría haber protegido aquel lugar de haber sabido que estaba al alcance. Los superiores del general Qin no tenían ningún derecho a culparle por aquella pérdida, pero lo harían. Aquello hacía que se sintiese aún más atraído por el concilio de Qin.

Jia había ordenado el descenso de ambos helicópteros sólo para ahorrar combustible, y habían aterrizado en unas depresiones razonablemente estables entre las ruinas. Después había mandado a un equipo formado por tres hombres a explorar el enorme edificio del hospital. Detestaba tener que permanecer allí, pero tenían que asegurarse de que el emplazamiento estaba vacío primero. Aquella era la máxima prioridad.

Sus soldados regresaron diez minutos después y confirmaron su primera impresión. No había supervivientes. Pero, inexplicablemente, había una cantidad importante de material, de portafolios y de ordenadores portátiles apilados en el vestíbulo del hospital. Jia no paraba de darle vueltas a aquella información mientras volaban hacia el sur. ¿Por qué dejarían los estadounidenses todo aquel material atrás? Si no podían llevárselo todo en su aeronave, ¿por qué no lo habían destruido?

—Señor, hay otro helicóptero en las ruinas por delante de nosotros —dijo el piloto, girándose hacia Jia.

—Dirígete hacia allí.

Recogerían a los muertos más tarde, junto con el resto del material y las pistas que quedasen. Jia estaba seguro de que el segundo emplazamiento también había sido atacado, pero tenía que verificarlo físicamente por puro protocolo. Una tarea inútil. Así es como terminaría su vida, limpiando los errores de otros hombres antes de que le condenasen por esos errores. Su decepción era enfermiza, aunque pensó: «Haré todo lo que pueda. Tal vez ayude a Qin si...»

—¡Cuidado! —gritó el copiloto.

La estela de dos cohetes cruzó la noche a toda velocidad. Las ardientes líneas se ensancharon y pasaron de soslayo el helicóptero de Jia mientras los rotores rugían, impulsados por la reacción de los pilotos. La aeronave se inclinó bruscamente hacia la izquierda de Jia, pero el júbilo que sintió no se debió a haber escapado de los cohetes.

BOOK: Epidemia
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