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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (45 page)

BOOK: Epidemia
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«¡Los estadounidenses siguen aquí!», pensó.

Le quemaban las retinas de sus ojos. Ambos cohetes venían prácticamente del mismo lugar entre las ruinas.

—¡Ahí! —gritó Jia, señalando por encima del casco del piloto. El Z-9 no tenía armamento, pero quería evitar recibir más disparos.

—Los veo —dijo el piloto mientras el copiloto hablaba por el auricular—. Vamos a girar a la izquierda hacia...

Un tercer cohete se elevó desde la tierra directamente delante de ellos. Pasó justo por delante del morro de la aeronave de Jia. El piloto empujó al colectivo de nuevo, meciéndolos hacia abajo. Después la noche explotó.

—¡No! —gritó alguien en el resplandor.

El cohete había alcanzado al otro helicóptero y éste se alejaba en una inmensa nube de fuego y humo.

«Los tenemos», pensó Cam. Tres explosiones iluminaron la oscuridad como fuegos artificiales, aunque dos de las granadas autopropulsadas aterrizaron en las ruinas sin dañar a los helicópteros. Aquellos brillantes estallidos de fuego le desorientaron porque los había esperado en el aire. Por un momento su mente empezó a dar vueltas, intentando entender los fogonazos distantes en el suelo mientras una tercera luz, mucho más cercana, dibujaba la forma de una de las aeronaves chinas en el cielo.

El tercer lanzamiento fue obra de Medrano, disparado desde algún lugar a su derecha. Fue sólo un golpe de refilón. La explosión pareció rebotar del lateral del helicóptero, pero había sido un golpe mortal. Con infinito cuidado, Medrano había colocado frascos de la nueva plaga de máquinas en cuatro de sus granadas autopropulsadas. La granada abrió una brecha en el vehículo. La nanotecnología hizo el resto. El helicóptero empezó a dar sacudidas y después descendió en espiral hacia los escombros. Las llamas se habían apagado antes de que se estrellase contra el suelo. Ni siquiera explotó. Pero se escuchó un sólido impacto en la oscuridad.

Cam agarró otra granada del trozo de cemento en el que había decidido luchar. Estaban más cerca de los laboratorios de lo que le gustaba, pero tenían miedo de que les superasen demasiado en número, y querían poder disparar hacia el campus en caso de que el enemigo lograse acceder.

Los cimientos del edificio estaban al descubierto en la parte en que las paredes habían sido destruidas, creando un pequeño rincón abierto en el que Cam había dispuesto su arsenal, memorizando cada arma en fila. Si Alekseev había apuntado con un segundo lanzacohetes, el coronel ruso todavía no había disparado. Cam no veía al otro hombre, pero era consciente de su presencia y de la de los demás, como ecos de sí mismo. En combate, estaban tan unidos como si fueran hermanos.

—¡No dispares aún! —gritó Alekseev—. ¡No dispares!

—¡Te oigo! —gritó Cam.

Aquélla era su última granada, y estaban disparando a ciegas. Habían sido probablemente sus primeros lanzamientos, como proyectiles trazadores, los que le habían proporcionado a Medrano la oportunidad de hacer diana. Ahora la aeronave que había sobrevivido estaba girando hacia el norte, y el sonido de sus aspas golpeaba los escombros. Cam se levantó y prestó atención en la oscuridad abriendo bien los oídos, y usó todo su ser como un diapasón. Podía seguir las vibraciones. «Ahí», pensó.

—¡A las once en punto! —gritó—. ¡Están a las once en punto!

Cam volvió a agacharse en la base del edificio.

—¡Reacciona, reacciona! —gritaba el copiloto, intentando despertar a sus camaradas.

Mientras, Jia gritaba por su propio transmisor:

—¡Aquí Dragón Corto! —dijo—. ¡Nos están atacando! ¡Los estadounidenses parecen estar atrincherados alrededor...!

La ciudad que había debajo estalló. Jia seguía buscando el otro helicóptero cuando las negras ruinas volaron por los aires con cuatro detonaciones. Las llamas subían distorsionadas. Cada estallido estaba cubierto de escombros. Uno de ellos lanzó un coche en espiral hacia él, y el capó y las ruedas saltaron volando por su cuenta. Algo golpeó la aeronave con lo que parecía el ruido de un escopetazo y el helicóptero empezó a dar bandazos.

—Nos han dado —dijo el piloto con calma.

«He sido un egoísta —pensó Jia—. No he tenido el suficiente cuidado.»

—¿Podemos volar? —preguntó, pero la respuesta era obvia. El vehículo giraba cada vez más deprisa en el sentido de las agujas del reloj.

—La cola... —empezó el piloto.

—Intenta que lleguemos al suelo de una pieza —dijo Jia antes de gritar por radio de nuevo—: ¡Aquí Dragón Corto en el punto dos! ¡Nos han dado! ¡Nos han dado! Los estadounidenses parecen estar atrincherados alrededor del objetivo y vamos a aterrizar al norte...

Otras dos explosiones tiñeron el cristal de luz. En el falso amanecer, Jia vio las vigas de un centenar de paredes rotas que se elevaban desde el suelo. Postes. Cables. ¿Había algún sitio seguro sobre el que aterrizar? Segundos después aterrizaron de golpe sobre aquel desastre. El helicóptero rebotó, y después se inclinó hacia un lado.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó el piloto, desconectándolo todo mientras Jia y sus hombres saltaban en un rápido orden. Debería haberse sentido orgulloso de ellos, pero no podía ver nada más que su furia y sus propios fallos.

—Dividíos —dijo, indicando a la escuadra del teniente Wei que se dirigiera hacia su izquierda.

Los dos pilotos y otro hombre irían con él.

—Los rodearemos por ambos lados. Mantened la radio conectada. Daos prisa. Necesitamos atravesar sus líneas lo más rápido posible.

Primero informaría a su vieja base. ¿Enviarían refuerzos? ¿Cómo iban a llegar más soldados hasta él si no había más helicópteros? Jia le era leal a China y al general Qin, pero era consciente del peligro que había en lo que debía decir:

«El cincuenta por ciento de mi fuerza de ataque ha muerto.»

Si sus superiores intuían que estaba perdiendo aquella batalla, enviarían los bombarderos pesados de Xian sobre los laboratorios. De hecho, Jia se preguntaba si aquellos aviones no estarían ya en el aire.

Kendra alzó la mirada hacia las primeras explosiones.

—Vete —dijo—. Ayúdales.

—Estoy aquí para ayudarte a ti —respondió Deborah, perpleja al ver la serenidad que reflejaba el rostro de Kendra. «Dios mío —pensó—. ¿Es posible que haya estado totalmente coherente todo este tiempo?»

—Sé lo que tengo que hacer —dijo Kendra—. El marcador...

Hubo otra enorme detonación fuera del edificio, y más escombros cayeron acariciando y arañando la tienda de campaña.

—Sólo necesito algo más de tiempo —dijo Kendra.

—Puedo ayudarte.

—Tienes que confiar en mí.

«Pero no lo hago», pensó Deborah.

—Kendra...

—Estoy bien. Mírame. Estoy bien. Sé lo que tengo que hacer.

Deborah miró a los ojos negros y brillantes de la bruja. Después asintió, cogió su AK-47 del ordenador y rasgó las portezuelas selladas de la tienda de campaña.

Los escombros ardían. Las llamas saltaban y reptaban por las ruinas por una docena de lugares, proyectando sombras y una luz anaranjada. Cam esperó, con su estómago crepitando de la misma manera. La lucha se había detenido durante treinta minutos mientras los chinos avanzaban palpando el traicionero paisaje. Cada segundo que pasaba era a su favor. Oyó dos veces gente haciendo crujir las dunas, pero no disparó. Tenía menos probabilidades de fallar si lo hacía a quemarropa. «Deja que lleguen hasta ti —pensó—. Deja que vengan.»

De repente, dos de las bombas de Medrano estallaron a 90 metros a la derecha de Cam. Oyó el intenso tartamudeo de un AK-47. «¿Medrano?» Otra arma respondió. Cam intentó ubicar la posición del arma, pero la lucha estaba demasiado lejos.

Una tercera arma se unió a la segunda, era un traqueteo poco familiar. ¿Llevaban ametralladoras los chinos? Las balas impactaban contra los escombros. El AK-47 se había detenido. Entonces otra bomba derribó una de las paredes que todavía estaba en pie y arrojó fuego y cascotes. Las ametralladoras cesaron y el AK-47 ladró de nuevo. Una vez; dos veces. Cam se dio cuenta de que había dos rifles de asalto. Obruch debía de haber ido a ayudar a Medrano. Estaban defendiendo el frente. Cam quería ayudar, quería gritar y animarles, pero se mantuvo centrado en las ruinas que tenía delante, inspeccionando el terreno de un lado a otro en la penumbra.

Algo se movió a su izquierda.

Cam levantó su lanzagranadas.

Entonces un objeto silbó en el aire y aterrizó desde una superficie de metal a su derecha, rebotando en los escombros. Quizá fuese a haber otro impacto delante de él. «La granada», pensó, y se acurrucó en la base del edificio de nuevo para proteger la granada con su cuerpo. Si el frasco que contenía la nanotecnología se rompía...

Tres explosiones lo rodearon sin causarle ningún daño. Cam salió ileso del estallido más cercano, aunque el ruido le había atravesado el oído como un lápiz. «No saben dónde estoy», pensó, y se levantó de nuevo con el lanzagranadas al hombro.

La respuesta de Alekseev fue más peligrosa. Hizo estallar otro cartucho de C-4. Un utilitario salió despedido de entre los escombros. A quince metros de distancia, la metralla atravesó el hombro y la cadera de Cam. Aproximadamente a la misma distancia de la bomba, el torrente de fuego también iluminó a un hombre escondido en un hueco contra una de las paredes que seguía en pie. Los chinos habían usado el ruido de sus granadas para avanzar. Cam disparó, pero envió el cohete demasiado alto. Había perdido el equilibrio a causa del caliente metal incrustado en su costado. De modo que el hombre permaneció oculto tras el humo y el polvo.

Cam se agachó. ¿Había visto a otro hombre en la oscuridad? Su instinto demostró ser correcto. Varias balas pasaron por delante de su posición. Era como si las explosiones hubiesen abierto una puerta. Las ametralladoras tartamudeaban en la neblina, peinando los escombros. Cam se levantó, apuntando con el rifle, y su rostro se llenó de astillas, obligándole a cerrar un ojo a causa del dolor. El AK-47 de Alekseev rugía a su izquierda. Tal vez aquello le dio un respiro a Cam. Las ametralladoras no cesaban, pero la mayor parte del ruido estaba a mucha distancia de él. Lejos, a su derecha, oía armas en la posición de Medrano también.

Cam levantó su rifle de nuevo al tiempo que el fuego disminuía. Sin pensar, vaciló. La batalla tenía vida propia. Cada estallido traía más disparos, y cada pausa hacía lo mismo. Se comunicaban con amigos y enemigos de la misma manera.

—¡Tíng hu3! —gritó Alekseev—. ¡Tíng! ¡Ràng w3 mén tán tán!

Hubo un silencio.

La ceniza caía.

En alguna parte, una pared ardiendo se pelaba y repiqueteaba en los escombros que tenía por debajo. Cam escuchaba en la oscuridad. La táctica de Alekseev era arriesgada: intentar retrasar a los chinos con mentiras, ofreciéndoles un intercambio de rehenes que no existían a cambio de la posibilidad de escapar, y Cam quería proteger a su aliado. Siguió vigilando con cautela, con el rifle apoyado en el hombro.

Alguien gritó:

—W3 mén zài tīng zhe ne.

—¡W3 mén sh3u l0 y3u n0 mén de rén! —gritó Alekseev—. W3 mén yào hé n0 mén jiāo huàn tā mén qí zhōng de yī gè, rú gu3...

Dos granadas detonaron a ambos lados de Alekseev, una de ellas por encima de su cabeza. Los chinos debían de haber mantenido las armas mientras la mecha ardía y las habían lanzado en el último segundo.

La conmoción envolvió a Alekseev en un arremolinante huracán blanco. Cam gritó y disparó. Otra arma le devolvió los disparos. Las balas impactaban contra la madera y el yeso que había a su izquierda. Él le había dado a alguien. Se escuchó un grito. Después un proyectil le atravesó el antebrazo y lo empujó hacia atrás. Perdió el rifle. «Levántate», pensó.

Los chinos estaban penetrando en sus defensas.

Deborah recargó rápidamente, y apoyó su hombro malo contra la pared. Se había quedado en el extremo del campus en lugar de meterse en las ruinas. Esa decisión le había permitido ayudar a Medrano y a Obruch, disparando hacia los estallidos en su flanco mientras conservaba la opción de correr hacia Cam y Alekseev o incluso de retirarse al laboratorio de Kendra.

Era como disparar a unas chispas. Las armas enemigas parpadeaban, se apagaban y parpadeaban de nuevo. No sabía si acertaba, no veía a nadie. Su frustración la ayudaba a concentrarse. Todos sus músculos se centraban en su arma, porque disparar el AK-47 le resultaba un suplicio. Deborah apenas tenía fuerza para controlarlo y, probablemente, no habría podido manejarlo en modo semiautomático. En lugar de eso, lanzaba disparos independientes, golpeándose el hombro con cada tiro.

Sabía que debía moverse. Pronto le dispararían si no lo hacía. Hasta ahora, las demás armas les habían distraído, al estar mucho más cerca, pero ahora todos los de su bando estaban heridos o muertos. La lucha había cesado. «¿Cuánto tiempo ha pasado desde que aterrizó el helicóptero? —pensó—. Cuarenta minutos. Puede que menos. No es suficiente.»

Deborah avanzó con sigilo bajo la luz naranja, dividida entre dos direcciones, mientras su cuerpo temblaba a causa de la adrenalina y el miedo. ¿Seguía vivo alguno de los suyos?

Jia se abría paso entre los escombros de rodillas y con una mano, apuntando con su pistola. Se había colgado la ametralladora Tipo 85 de cañón fino en la espalda para poder escalar. Aquel páramo estaba repleto de cosas afiladas y de agujeros. Se venía abajo y chirriaba. Había perdido la cuenta de las heridas que llevaba en las piernas. El otro brazo le dolía bajo la escayola.

Sólo Jia y el copiloto seguían en movimiento. El otro soldado estaba muerto y habían dejado al piloto atrás después de que le hirieran en los dos muslos.

Jia pensó que estaban muy cerca. En la penumbra, más allá de las irregulares figuras de los escombros y de una farola doblada, vio una especie de campo abierto que debía de haber sido un aparcamiento. Había varios coches desordenados y en grupos, y el suelo liso estaba cubierto de hollín y de escombros, pero comparado con el resto de la ciudad, aquel espacio despejado era un jardín. Más allá había edificios más grandes que podían haber sido del mismo tamaño y de la misma forma antes de los temblores, el emplazamiento del laboratorio.

El enemigo estaba usando rifles AK-47, no estadounidenses. Y el hombre al que había visto no llevaba un traje de contención, de modo que ¿por qué no habían enfermado con la plaga cerebral? ¿Quiénes eran en realidad?

Jia se había quedado sin granadas. De lo contrario habría lanzado una para ocultar su aproximación. Todo estaba en silencio. Cada movimiento era un suplicio. Se acercó sigilosamente hacia la farola a través de cristales, de las ramas de los árboles y de los blandos almohadones de un sofá, tanteando cada trozo de basura antes para comprobar si hacía ruido. Quería enfundar su pistola, necesitaba las dos manos, pero no podía escalar sin llevar ningún arma.

BOOK: Epidemia
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