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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (48 page)

BOOK: Epidemia
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Ruth podía imponer una paz duradera. Necesitaría ver qué tipo de progresos habían hecho los investigadores chinos, pero si los programas secundarios que habían desarrollado eran tan sofisticados como esperaba, su idea era interferir de manera selectiva en las funciones cerebrales de todas las personas sobre la faz de la Tierra. Podía liberar su propia plaga mental, no sólo para destruir sus recuerdos de la nanotecnología, sino también para limitar su agresividad, su odio y su imaginación. Se lo haría a sí misma también. Una vez se frenasen esos rasgos, Ruth habría alterado a la raza humana y habría llevado a cabo un cambio tan fundamental que nadie sabría por qué o cómo había sucedido.

Ruth no podría ocultar su verdadera naturaleza eternamente. Todavía estaría reflejada en los libros y en los archivos digitales, aunque no fuesen capaces de comprender ciertas palabras o conceptos. El bloqueo mental sería así por completo. Sin embargo, finalmente, puede que dentro de muchas generaciones, alguien descubriría la verdad. Podrían empezar a aprender nanotecnología de nuevo. Experimentarían con los misterios ocultos en su propio ADN, redescubriendo el poder del miedo y de la ira. Pero hasta entonces habría paz. Serían diferentes, más tranquilos y menos egoístas. Quizá pudieran aprender nuevas maneras de colaborar. El medio ambiente se recuperaría. Aquella paradoja era desesperante. Ruth temía acabar con una parte fundamental de la naturaleza humana por los mismos motivos por los que jamás cometería un genocidio total. No quería convertirse en un monstruo, ni aunque fuese a hacerlo con la mejor de las intenciones. ¿Y si había efectos secundarios? Si inhibía sus impulsos más básicos, podrían perder las capacidades que necesitaban para persistir en aquel mundo destrozado. Pero la lucha tenía que acabar. Otra guerra les destruiría.

«Vuelve a la tienda —pensó mientras miraba las primeras estrellas que asomaban en el cielo nocturno—. Le debes mucho a mucha gente. Vuelve a la tienda y dile a Beymer que quieres los archivos chinos. Esta noche.»

Desarrollar una nueva plaga mental le llevaría meses, puede que más, pero no podía pasar por alto su propia urgencia. La carrera había empezado. Estaría mal no intentar proporcionar una solución cuando estaba dentro de sus capacidades.

«No te equivoques otra vez.»

Ruth regresó a su tienda de campaña.

La luz al otro lado de su minúsculo laboratorio era escasa y verde a través de la lona de la tienda de campaña. Un hombre la llamó desde el exterior.

—¿Doctora Goldman? Se ha despertado.

Ruth alzó la vista de su ordenador con sentimientos encontrados de alegría, alivio y duda. Habían pasado tres días. Era por la mañana. Guardó su trabajo y apagó el ordenador para ocultar lo que estaba haciendo en caso de que Beymer enviase a alguien a su tienda mientras ella estaba ausente. Tenía la sensación de que alguien había examinado su equipo en otra ocasión durante uno de sus cortos descansos. Atravesó el plástico del interior de la tienda y después un segundo compartimiento, como una especie de esclusa, y encontró a un soldado al que reconoció de las unidades posoperatorias.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Estable. Muy débil.

—Gracias.

El soldado la guió hasta un edificio achaparrado medio enterrado en el suelo. Descendieron seis escaleras hacia la estructura de hormigón, y después tomaron la tercera puerta a la izquierda. Ruth había desarrollado una compulsión por los números. Sabía que Cam estaba dos puertas más allá, cinco en total, no seis como las escaleras. Era una ecuación sin sentido, pero le dio importancia igualmente: eran cinco, no seis, como si intentase contener así sus latidos.

La tercera puerta daba a un puesto de enfermería. El estrecho espacio estaba atestado de garrafas de agua, una pila y colada ensangrentada. Ruth se lavó. El soldado le proporcionó una máscara sanitaria y un mono ancho para cubrir su uniforme.

Cuando por fin llegó a la habitación de Cam, lo hizo con la misma inseguridad que se había apoderado de ella desde que había tomado la decisión de mejorar la plaga mental. Sabía que era mejor que fuese ella quien diseñase algo así antes de que lo hiciera otra persona, pero temía lo que pudiese pensar Cam. ¿Por qué? ¿Acaso no iba a estar de acuerdo con ella?

Lo habían puesto en un estado de semiaislamiento. Decían que era por las quemaduras y las heridas del estómago, ya que ambas tenían un alto riesgo de infección. Ruth sabía que en realidad lo habían metido en una habitación privada porque todavía recelaban de la nanotecnología desconocida, aunque ella misma había analizado su sangre y la de los dos prisioneros y no había encontrado nada; sin embargo, agradecía poder estar a solas con él.

Su piel había recuperado la mayor parte de su tono amarronado. Eso fue lo primero que notó. Su rostro y sus manos habían recuperado su tono normal, especialmente oscuras en contraste con las sábanas blancas. Tenía los ojos cerrados. Se habría marchado si no le hubiese visitado ya dos veces antes sin tener la oportunidad de hablar.

—¿Cam?

Ruth se acercó a la cama, un fino colchón cosido a mano sobre un bajo armazón de metal. No había ninguna silla.

—¿Cam? Soy Ruth. ¿Estás...?

—Hola.

No abrió los ojos, pero levantó la mano de la cama débilmente unos centímetros. Ella le cogió la palma de la mano entre sus propias manos.

—Soy yo. Estoy aquí.

—Tu voz.

Ruth sonrió con los ojos llenos de lágrimas.

—Yo estoy bien. —Su boca estaba empezando a curarse—. ¿Cómo te encuentras?

—Duele.

—Sí.

Permanecieron juntos varios minutos, limitándose a escuchar cómo vivía y respiraba el otro. Se escuchaban voces en el pasillo. Ruth le besó la mano a través de la máscara.

—Tengo que contarte algo —dijo Ruth.

Intentó explicar lo que estaba haciendo con la nanotecnología china. Los instintos de Cam siempre habían sido más fuertes que los suyos, y ella confiaba en su respuesta más que en la suya propia. No fue demasiado lejos. Cam abrió los ojos para buscar su rostro.

—No —dijo—. No lo hagas.

—Pero si alguien más...

Él se esforzó por sentarse y Ruth saltó alarmada y le presionó el hombro para mantenerlo tumbado.

—Cam, te vas a hacer daño.

—¡Encontraremos otro modo! —dijo—. No lo hagas.

—No lo haré. Lo juro. Tienes razón. No lo haré.

Volvió a besarle la mano para ocultar su afligido rostro de la inflexible mirada de Cam.

«¿No ves cuánto te necesito?», pensó.

—Por favor, Ruth —dijo cansado. Cerró los ojos de nuevo—. No nos hagas luchar tú también.

—No. Jamás.

Permanecieron juntos hasta que él se durmió.

Cam se despertó brevemente. Había tenido una pesadilla, y Ruth se alegró de no haberse marchado.

—Shh, estoy aquí. Estás a salvo. Estoy aquí.

—Te quiero —dijo Cam.

Agradecimientos

Mi mujer Diana ha sido mi mayor apoyo. La trilogía de
La plaga
no existiría sin su duro trabajo y sacrificio, de modo que creo que todo el mundo le debe un refresco y unas patatas. Nuestros hijos también han sido increíblemente comprensivos con las extrañas horas de trabajo de papá, así que también quiero darles las gracias a ellos. Os quiero, Johnny Six y Bee Ee En.

Algunos de los sospechosos habituales son también culpables por ayudarme con esta novela: Mike May, profesor de entomología en la Universidad de Rutgers; el teniente coronel
Bear
Lihani, de las Fuerzas Aéreas estadounidenses (jubilado); el comandante Brian Woolworth, de las Fuerzas Especiales del ejército de Estados Unidos, y mi padre, Gus Carlson, doctor en Filosofía, ingeniero mecánico y ex líder de división en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore. Siempre que necesitaba instalar un compresor de aire en el suelo de un avión monomotor o crear una habitación limpia a partir de nada más que unas sábanas de plástico y cinta de pintor, papá estaba ahí, como Batman, y se lo agradezco más de lo que él cree.

También querría expresarle mi gratitud a Andreas Heinrich, doctor en Filosofía, una de las mentes más brillantes en nanotecnología de la época actual. Andreas sorteó un montón de preguntas extrañas y me invitó a visitar un laboratorio lleno de auténtico material nanotecnológico. ¡Vaya! Por suerte no me dejó conectar nada.

Los doctores Charles H. Hanson y Sumit Sen también se molestaron en responder a mis preguntas morbosas a lo largo de la creación de este libro.

Mi amigo y científico loco, Matthew J. Harrington, es el responsable de lo de los detectores de humo.

También me gustaría dar las gracias a Aileen Chung Der y a Nissan Jp por su asistencia en mi investigación sobre la cultura, el idioma y el ejército chinos. Los chinos se convierten en los malos en la segunda y tercera parte de las novelas de
La plaga
, pero este giro de los acontecimientos se llevó a cabo con todo el respeto del mundo. La historia necesitaba un enemigo convincente, y China es una de las principales potencias del mundo. Sin su fuerza no habría tenido ninguna trama, de modo que muchas gracias.

Mis agentes, Donald Maass y Cameron McClure siguen siendo de primera. Gracias también a J. L. Stermer, Amy Boggs y a todos los demás de las oficinas. Aprecio vuestro duro trabajo y las contribuciones de mi equipo de Ace. Anne Sowards, Cam «El Otro Cam» Dufty y Ginjer Buchanan han sido fantásticos, así como Eric Williams y Judith Lagerman, el brillante dúo que se esconde tras el diseño de las cubiertas de estas novelas. Y Meghan Mahler es la responsable de los llamativos mapas.

También quiero dedicarle un inmenso agradecimiento a Jeremy Tolbert de
www.jeremiahtolbert.com
por mi nueva y fantástica página web en www.jverse.com. ¡Visitadla! Jverse ofrece ficción gratuita, vídeos, concursos, noticias y avances sobre próximos proyectos, y mucho más.

Por último, quisiera dar las gracias a Ruth, Cam y el resto de la panda. Puede que sólo existan en mi cerebro, pero he disfrutado muchísimo mi tiempo con ellos. Espero que vosotros también lo hayáis hecho.

BOOK: Epidemia
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