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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (20 page)

BOOK: Epidemia
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En la antecámara principal se había instalado un puesto de descontaminación muy rudimentario. Eso era lo que debía de haber evitado que los zapadores llegaran antes hasta la gente de Deborah. Ella apenas pudo reconocer aquella estancia, que hasta entonces no había sido más que un pequeño cubículo ocupado por un guarda armado, un teléfono y unas pocas cámaras de seguridad. Ahora estaba cubierto de láminas de plástico. El guarda llevaba un traje de aislamiento similar al de los zapadores.

—Lo siento, señora, voy a tener que pedirle que se quite la ropa —dijo el soldado, mientras le indicaba que caminase hacia la estructura de plástico—. Podrá ponerse otro uniforme en el otro lado.

Ésa era la razón por la que al resto de su equipo no se le había permitido ir allí. De hecho, parecía que aquel hombre también tenía intención de quedarse fuera. La estructura de plástico contenía una pequeña ducha con dos depósitos de agua. La cantidad de agua disponible debía de ser muy limitada. También pudo ver tres ventiladores que absorbían aire hacia el interior del complejo.

Aquél era un esfuerzo inútil. Si los nanos habían conseguido entrar en su torrente sanguíneo, podrían limpiarle la piel y el pelo hasta que Jesús volviera a la Tierra conduciendo un Ferrari y aun así no habrían conseguido nada. Deborah trató de ocultar cualquier destello de condescendencia o desaprobación, aunque se aferró con fuerza a esos sentimientos mientras se desabrochaba el cinturón, se quitaba las botas y se desprendía del uniforme, haciendo un gesto de dolor cuando éste le rozó las heridas del brazo. Tampoco pudo evitar mirar a la cámara que había en el techo. ¿Quién la estaría observando? ¿Acaso importaba? Se enfureció consigo misma ante tal reacción. Había gente muriendo. Quitarse la ropa no era nada en comparación con todo lo que ya le habían ordenado hacer, pero aun así sintió repulsión ante tal humillación.

Escondió su irritación mientras se quitaba el sujetador y el resto de la ropa interior. El zapador tuvo al menos la cortesía de girar la cabeza. El guardia que había al otro lado del plástico no lo hizo. «Bien.» Para ella no era más que una silueta distorsionada, de modo que él tampoco podría verla a ella con claridad, sobre todo desde detrás del visor del traje. No obstante, tenía la sensación de que se sentiría fría y humillada cuando llegara al otro lado.

—Primero lávese el pelo —dijo el guardia—. Después el cuerpo. Frótese bien la cara, por favor. Ahora... ahora la parte delantera y la trasera. Gracias, señora. Ahora cierre el grifo.

Ni siquiera le dieron una toalla. Probablemente esperaban eliminar cualquier nano que tuviera sobre la piel cuando el calor del primer ventilador evaporara el agua que le cubría el cuerpo. Acto seguido, accedió a un segundo cubículo donde el guarda conectó otro ventilador. Todas las secciones de aquella estructura estaban separadas por cortinas de plástico que se agitaban y retorcían cuando los ventiladores entraban en acción, pero tan pronto como el guarda desconectó el sistema, el plástico volvió a su posición inicial.

Cuando finalmente pudo salir de aquella maraña de plástico, sintió la mente tan rígida y fría como el resto del cuerpo. Ignoró completamente al guarda, a excepción de un movimiento de cabeza cuando éste señaló hacia una percha en la que colgaban varios uniformes dentro de bolsas selladas al vacío. Deborah agarró el primer atuendo del ejército de tierra que pudo encontrar, sólo para comprobar que era demasiado ancho de cintura y muy corto de piernas. No le importó. No pensaba desnudarse de nuevo.

—Estoy lista —dijo.

El guardia apoyó el M4 en la pared y descolgó el teléfono.

—Hemos terminado —dijo.

Los tornillos de la puerta chasquearon como si fueran fusiles.

Habían instalado una estructura de plástico blanco y opaco al otro lado de la puerta, de modo que Deborah no podía ver nada; sin embargo, el ruido de las voces era ensordecedor. Sabía que el centro de mando no era más grande que una casa unifamiliar y que el techo, el suelo y las tres paredes eran de cemento. Cada sonido retumbaba en el interior de aquella caja.

—¿Mayor Reece? —Un capitán de las Fuerzas Aéreas se dirigió a ella tan pronto como la puerta hubo sido sellada por dos soldados vestidos con trajes de aislamiento, aunque se habían quitado la capucha. Los tanques debían de haber sido desconectados para conservar las reservas de aire en su interior.

—Por aquí —dijo el capitán, guiando a Deborah a través de la pequeña tienda de plástico.

El ruido era insoportable. Había más de cincuenta hombres y mujeres hablando a la vez, y muy pocos parecían comunicarse entre sí. La mayoría vestían uniformes azules de las Fuerzas Aéreas. También había gente de camuflaje, de color caqui o con ropas civiles. Casi todos estaban dispuestos en cuatro hileras que se extendían delante de ella. Estaban de pie o sentados ante escritorios prácticamente ocultos bajo una gran cantidad de monitores. Algunas personas recorrían aquel laberinto realizando gestiones, yendo de un puesto de control a otro.

En la pared que había al fondo se habían instalado varias pantallas de mayor tamaño. Las más pequeñas mostraban recuentos de aviones emitiendo signos parpadeantes. Las otras dos contenían sendos mapas. En una de ellas podía verse en azul y blanco el contorno de todos los continentes, sobre los que unos símbolos parpadeantes señalaban los centros de población. La otra pantalla también mostraba un fondo azul sobre el que se dibujaba en blanco el contorno de las fronteras estadounidenses, canadienses y enemigas de toda Norteamérica. Había símbolos y palabras que centellaban sobre más de un centenar de localizaciones, la mayoría de ellas en los lados ruso y chino.

Deborah las contempló mientras seguía al capitán a través del alborotado laberinto. En ocasiones podía entender alguna palabra aislada. De pronto, un oficial del ejército que se había levantado de la silla chocó contra ella. Ni siquiera se molestó en mirar atrás o en pedir perdón.

—Recibido —dijo otro hombre—. ¿Puedes confirmar...?

—... a las coordenadas ocho, siete, cinco...

Si Deborah estaba interpretando los mapas correctamente, parecía que la situación había empeorado mucho desde la última vez que recibió noticias. Unos puntos parpadeantes mostraban los focos activos de los gobiernos y ejércitos de Estados Unidos y Canadá. Había muy pocos. Quizá poco más de una docena. Mientras contemplaba la pantalla, uno de esos puntos se apagó sobre Nuevo México, a la izquierda del monitor. El mapa estaba repleto de unos textos apenas visibles que mostraban información estática. Las localizaciones que parpadeaban eran las únicas que no habían sido infectadas, y Deborah pudo ver que Europa también estaba paralizada. Había menos de veinte símbolos que aún parpadeaban tímidamente en medio de un océano muerto y grisáceo, principalmente en Gran Bretaña y Alemania. Las marcas que había en el resto del continente estaban congeladas. Más hacia el este, la India estaba en la misma situación.

«Dios mío —pensó Deborah—. Qué rápido va.»

Todo el mundo sucumbía a la nanotecnología. Sudamérica. Oriente Medio. África, en la que, a pesar de no haber existido nunca demasiados supervivientes, incluso las pocas áreas repobladas a lo largo de sus costas septentrionales parecían ser víctimas de la infección.

Los hombres y mujeres que había en aquella caja no pensaban rendirse. Estaban muy bien entrenados. Había un cierto orden en medio de aquel tumulto, un propósito inconfundible, y Deborah experimentó un pinchazo de rebeldía y valor. Levantó la cabeza, compartiendo el ardor de aquellas personas. Acto seguido, siguió caminando detrás del capitán de las Fuerzas Aéreas hasta llegar a la segunda hilera de mesas, donde pudo reconocer a Jason Caruso en medio del caos.

El general Caruso era joven para su rango y para su cargo como jefe de Estado Mayor. A Deborah le parecía que apenas llegaba a los cincuenta. El pelo castaño, los ojos marrones y una complexión bastante común le darían a Caruso un aspecto bastante corriente, de no ser porque su boca lo cambiaba todo. Sus labios, salpicados de arrugas, eran tremendamente expresivos incluso cuando no hablaba. Caruso tenía el hábito de fruncirlos y dibujar una media sonrisa que parecía una mueca. Deborah pensó que habría sido un terrible jugador de póquer. Aquella boca sacaba a la luz todos y cada uno de sus pensamientos, aunque para sus propias tropas eso suponía una ventaja. En ocasiones reaccionaban antes incluso de que pudiera pronunciar la primera palabra.

Caruso hablaba a gritos por teléfono. Deborah no podía entender lo que estaba diciendo. Había demasiadas voces en aquel lugar, y una mujer de piel morena que había a su lado era especialmente estridente; tenía una mano ahuecada sobre el micrófono de su comunicador para aumentar su potencia.

—Nà me, n0 yĕ shì zài bào gào n0 de jī dì de wēn yì ma? —decía la mujer.

Deborah se dio cuenta de que era china, aunque su familia debía de llevar varias generaciones en Norteamérica. ¿Cómo habría sido vivir la guerra tras un rostro asiático?

Todos los que había en aquella hilera eran traductores o diplomáticos. Muchos de ellos llevaban ropa civil, aunque aquella mujer vestía el uniforme del ejército. Deborah miró a la pantalla de su ordenador. Era una maraña de ventanas que se solapaban unas con otras. Por lo que pudo ver, se trataba de archivos personales sobre ciudadanos chinos.

—Wŏ mén zài wŏ mén de wèi xīng shàng méi yŏu kàn dào rèn hé jī xiàng. —La mujer continuó sin detenerse. El tono de voz era alto pero tranquilo; no daba sensación de enfado ni de miedo.


Commandant, pouvez-vous faire décoller ces avions
? —dijo un hombre en francés.

Deborah también escuchó unas palabras en español, pero el grueso de la conversación era en mandarín. ¿Acaso era eso importante?

—Wŏ xiàn zài gào sù n0, wŏ mén de wèi xīng tú xiàng xiăn shì n0 de jī wèi shòu y0ng xiăng —añadió la mujer mientras Deborah reflexionaba.

El capitán de las Fuerzas Aéreas le hizo un gesto con impaciencia.

Deborah se abrió paso entre la multitud, golpeando a la gente en el hombro o en la espalda para que se apartaran. Un hombre hablaba italiano. El tono cadencioso hizo que se acordara de Gustavo y de su afable sonrisa, pero no había tiempo para recuerdos. Entonces comprendió el porqué de los chasquidos de los teclados que había a su alrededor. Cada uno de aquellos traductores tenía al lado a otra persona que transcribía la traducción de la conversación, tecleando afanosamente. Algunos de los transcriptores también murmuraban a través del micrófono de los auriculares. Estaban recogiendo datos de todo el centro de mando, pero... ¿adónde los enviaban?

Cuando contemplaba la escena, un hombre se levantó y señaló hacia la fila de al lado, como siguiendo la trayectoria de una frase o de un correo electrónico hasta asegurarse de llamar la atención de otro soldado. Estaban canalizando información hasta otro equipo, en el que los empleados analizaban y corregían los datos para actualizar los mapas de situación. Deborah volvió a mirar hacia la pantalla principal; la California ocupada seguía estando repleta de símbolos parpadeantes. La plaga no parecía afectar al enemigo.

—Wŏ mén xū yào lián xì zhèng fŭ què rèn shì fŏu xū yào zuò chū făn yìng —gritó otro hombre en mandarín.

—¡Aún no hay nada de Dos-Eco-Dos, señor! —gritó otro.

Deborah llegó hasta el grupo de personas que rodeaban al general. Un oficial tocó el hombro de Caruso. Éste se giró, posó la mirada sobre Deborah y continuó hablando por teléfono.

—No acataré esas órdenes a menos que el secretario en persona me diga lo contrario. Ya hemos esperado demasiado.

La impresión y el miedo se extendieron por toda su piel bajo la mirada de reptil de Caruso. Era uno de los pocos jefes de Estado Mayor que quedaban en la Norteamérica aliada. El peso que soportaba su alma debía de ser aplastante, pero era justo para soportar esa presión para lo que había sido entrenado.

A Caruso no le gustó lo que escuchó.

—Si su complejo ha caído, entonces soy yo quien está al mando —dijo—. ¿El secretario sigue con vida? —Después añadió—: Dos minutos. —Entonces le dio los auriculares al oficial de la Armada que había a su lado—. No cuelgues, pásame el teléfono otra vez dentro de noventa segundos.

—Sí, señor.

—Mayor Reece —dijo sin apenas mover la mandíbula. Los músculos se le tensaron debajo de las mejillas.

—Señor —Deborah se puso firme.

—¿Ha visto las fotos? —preguntó Caruso.

—Lo siento, general, aún no. Acérquese. —Tiró a Deborah del brazo para que se inclinara sobre uno de los muchos monitores.

—¿Quién más está en línea en Peterson? —dijo Caruso desde detrás de ella.

El otro oficial cerró varias ventanas y abrió dos fotografías. Un hombre blanco. Una mujer de piel oscura. Aquellas fotografías eran muy granuladas en comparación con las demás imágenes que se veían por la sala, y Deborah pensó que debían de haber sido sacadas de grabaciones hechas por cámaras de seguridad. Le resultaba difícil pensar, se sentía como si acabaran de golpearla.

En aquellos rostros podía verse la confusión de la plaga. Tenían las pupilas dilatadas y el hombre tenía la cabeza inclinada hacia un lado del cuello, con la boca abierta de par en par.

«Y se suponía que estaban a salvo», pensó Deborah.

Todos los complejos de Grand Lake estaban separados entre sí porque no se habían construido al mismo tiempo, y porque se pensó que lo mejor sería dispersar sus activos. El complejo número tres se reformó a conciencia a fin de garantizar que quedara aislado herméticamente, ya que creían que podía llegar a ser peligroso. Allí era donde estaban los laboratorios de los nanos. Aquella gente debería haber sido capaz de mantener fuera la plaga del mismo modo que mantenían sus propios experimentos dentro.

La mujer era Meghna Katechia, una ciudadana india que tras la guerra se había convertido en jefa de los programas armamentísticos de Grand Lake. El hombre era Steve McCown, el ayudante principal de Katechia, que también trabajó durante un tiempo junto a la mismísima Ruth Goldman.

—¿Puede usted confirmar...? —preguntó el oficial.

—Son Steve McCown y Meghna Katechia —respondió Deborah—. ¿Dónde están los demás? ¿Han conseguido sacar de ahí a Laury y Aaron?

—No. Creemos que uno de los civiles sufrió un ataque de pánico y trató de escapar. El complejo número tres está completamente inutilizado.

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