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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (23 page)

BOOK: Epidemia
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Estaba siendo demasiado racional y lo sabía. Atesoró cada momento de aquel encuentro. Dejó que la cambiara por completo. Tenerle a él era magnífico. Tuvo un nuevo orgasmo, y estuvo a punto de alcanzar un tercero antes de que Cam tuviera el suyo. Cuando hubieron terminado, siguió encima de él en un abrazo silencioso, deleitándose sobre el sudor que había entre ambos cuerpos hasta que sintió las nalgas demasiado frías y pensó que sería mejor vestirse.

—Cam... —dijo.

—No. Te quiero. Sabes que te quiero. Pero no hablemos ahora. Yo...

—Está bien —contestó ella rápidamente—. De acuerdo.

«Mañana —pensó—. Ahora podremos descansar, y quizá mañana todo esto cobre más sentido.»

—Tengo que encontrar a Ingrid —dijo Ruth.

—No, no te vayas.

—¿Qué? —Ruth se habría quedado discutiendo y jugueteando con él durante horas sólo para seguir sentada sobre su regazo. Apoyados sobre el cálido pecho de Cam, los pezones de Ruth aún estaban erectos, y los músculos del estómago y de la espalda estaban cansados y relajados.

—Intenta dormir —dijo Cam—. Tendrás que estar descansada si quieres comprender cómo funcionan los nanos.

—No... —«No tengo ninguna clase de equipo excepto el portátil», pensó, pero quizá Cam tenía razón. Quizá les rescatara un helicóptero o consiguieran encontrar un convoy, con lo que podrían llegar a Grand Lake o a cualquier otro de los laboratorios diseminados por Estados Unidos.

Ruth se levantó al fin. Sintió cómo las piernas le temblaban y esbozó una sonrisa, enseñándole los dientes a Cam en medio de la oscuridad para en seguida volver a encubrir sus sentimientos de nuevo. Le había estado ocultando a Cam cada vez más cosas, y la sensación de que eso estaba mal había aumentado ahora que acababan de intimar; además, él acababa de perder a su esposa esa misma noche. Ruth debía tener mucho cuidado.

Se vistió. Le ayudó a ponerse los pantalones y la chaqueta. Después se alejó unos cuantos pasos para orinar. Le hubiera gustado poder lavarse, pero no podían desperdiciar agua, y las pruebas del acto sexual le hacían sentir una complacencia infantil.

Al regresar junto a Cam, éste compartió con ella el contenido de una cantimplora. Ambos se aseguraron de que las armas estaban a mano.

—Descansa —dijo él, reclinándose sobre el jeep.

Una parte de ella quería permanecer despierta. ¿Y si ambos resultaban infectados? Quizá fuera mejor si no veía cómo la plaga caía sobre ellos. «Cierra los ojos», pensó. Tal vez aquellos momentos juntos fueran la última sensación que experimentara.

Ruth se tumbó en el suelo, a su lado. Cam posó la mano sobre ella, y Ruth se sintió a gusto. No debería sentirse así (sabía que no debería, porque lloraba a la vez), pero ahora que se sentía bien, una parte de ella había quedado aislada. Estaba enamorada, y sorprendentemente se quedó dormida. Soñó que le perdía.

14

Cam escuchó cómo la respiración de Ruth cambiaba hasta caer en un ligero e inquieto sueño. A pesar de saber que estaba exhausta, Cam pensaba que no podría dormir profundamente. La mano de ella seguía posada sobre su pierna, estirándose y encogiéndose. Parecía que su cerebro nunca descansaba. Recordaba aquella costumbre de las semanas que pasaron juntos durante la guerra. El insomnio de Ruth se había convertido en su peor amenaza, ya que nunca le dejaba descansar ni siquiera cuando intentaba recuperarse de sus heridas.

En medio de la oscuridad, Cam le acarició la mejilla.


Shhh
, Ruth —susurró, tratando de escuchar algún ruido de Bobbi o Ingrid. Aquellos grillos podían ser la única señal de alarma si alguno de ellos era infectado. Los pasos de una persona harían que dejaran de cantar, de modo que Cam cerró los ojos y se dejó llevar por aquel sonido familiar.

Criii, criii, criii.

Se sentía eufórico y suicida al mismo tiempo. Parecía estar a punto de perder la cabeza. Haberse acostado con ella era algo bueno. Su cuerpo estaba satisfecho, excepto por las partes que más le dolían y por los músculos que sentía entumecidos por culpa de la presión, pero su mente estaba confusa. «¿En qué demonios habían estado pensando?»

En cierto sentido, lo peor era que él suponía que Allison lo habría entendido; incluso lo habría aprobado. Su esposa era una persona extremadamente pragmática. «Bien», le dijo ella, como si fuera un desafío. Ésa fue la última palabra que le dijo, y Cam trató de escucharla de nuevo. Ella le perdonaría. ¿Verdad?

Aún podía sentir el cuerpo de Allison muy cerca de él. Aunque no era tan alta como Ruth, era más fuerte, con el pecho más grande y las caderas más anchas. Le encantaba que él la besara justo detrás de la oreja.

«Dios —pensó—. La has traicionado. Allison ha muerto delante de tus narices y a las pocas horas te estás tirando a Ruth.» Pero a pesar de eso no podía evitar sentir placer al tocarla. El contacto con ella era algo que había anhelado durante años.

Cam abrió los ojos y vio la oscuridad y la luz de las estrellas. Trató de luchar por encontrar algo de paz. Contemplar el cielo le hacía sentirse pequeño y perdido, pero también muy unido al espacio que le rodeaba. La hierba susurraba mecida por el viento. Percibió un aroma a abeto o a alguna otra clase de pino.

«¿Estás ahí?», se preguntó, pero en realidad no creía en fantasmas ni en ninguna clase de dios, no después de tanta muerte. Sabía que para Ruth era algo diferente. Durante la guerra, ella experimentó una epifanía. Nunca habían hablado en profundidad sobre aquello. Cam había sido educado en la fe católica latina y Ruth era de familia judía no practicante, y él pensaba que ella se sentía avergonzada por la nueva fe que había adquirido porque era algo que no podía explicar científicamente. Sin embargo, antes de establecerse en Jefferson, Ruth había dicho algunas cosas interesantes. Parecía tener la necesidad de compartirlas, y tal vez aún pensara que podía alejarle de Allison.

La primera vez, su grupo había acampado en una planicie cálida y polvorienta al este de las Rocosas. No tenían leña para encender fuego y sólo les quedaban unas pocas raciones de comida del ejército. Cam recordaba perfectamente todo lo que ocurrió aquella noche. Ruth les había preguntado si pensaban que todo aquello (sus vidas, el mundo) podía ser una especie de prueba.

—Yo no creo ni en el bien ni en el mal —dijo ella con un tono cauteloso—. Me refiero a que sea como una especie de ensayo de materiales.

«Ensayo de materiales» era un término científico empleado para referirse a un tipo de prueba pensada para determinar los límites de una sustancia o máquina. Si existía un Creador, según pensaba Ruth, se trataría de un Dios distante e indiferente que sólo se interesaba por ellos por razones que no podían comprender. Aquella concepción era típica de Ruth. Sus ideas eran siempre enormes y enrevesadas, aunque en última instancia también muy sencillas.

—¿Qué clase de dios estúpido se molestaría en crear un millón de billones de sistemas estelares si nosotros fuéramos lo más importante para él? —dijo—. Y eso sólo en esta galaxia. Hay mil millones de galaxias a nuestro alrededor. ¿Por qué no un único sol y un solo planeta? Él no tiene todo el universo en su mano. Eso es ridículo.

La Tierra era un planeta muy joven en comparación con la Vía Láctea, que estaba perdido en la infinidad de sus espirales. El hogar de todos ellos no era más que una roca más perdida en un océano de asteroides.

—Resulta ridículo pensar que todas nuestras mitologías tienen que ver con la realidad —continuó Ruth. Obviamente, intentaba guiarse por la buena voluntad y por la circunspección. ¿Acaso no eran ésos los valores promulgados por la mayor parte de las religiones? Pensaba que eso era para lo que habían sido creados: para ayudarse mutuamente, para cooperar, para mostrarse fuertes y ser comprensivos.

Ruth sentía que tenía algo que demostrar; que sus habilidades eran más que un simple error aleatorio. Pensaba que había una chispa divina en todas las personas, algo que había que encontrar y cultivar.

¿Cómo encajaba su relación en la perspectiva que ella tenía de su propio destino? ¿Acaso él estaba destinado a ayudarla?

«Mierda», pensó Cam. No necesitaban dormir juntos para ser un equipo, y era consciente de que estaba intentando racionalizarlo todo para justificar lo que habían hecho. Se preguntó qué respuesta le daría Ruth si le preguntaba.

Cam estaba de acuerdo con ciertas cuestiones de su filosofía. Pensaba que cada uno era responsable de su propia vida, ya fuera tratando siempre de dar lo mejor de uno mismo o fracasando en el intento. Resultaba demasiado fácil dejarse llevar por el egoísmo, por el miedo o por la codicia. Aun así, seguía sin estar seguro. ¿Habían cometido un error o habían actuado bien?

¿Y si la respuesta era ambas cosas?

Volvió a acariciar la mejilla de Ruth. «Estúpido.» Ella reaccionó, cambiando de postura y posando la mano sobre el otro muslo. Esta vez no dijo nada para tranquilizar a su subconsciente. «La quiero», pensó. Pero aun así tenía miedo de despertarla. No sabía si alguna vez sería capaz de volver a mirarla a los ojos.

El cielo despejado comenzaba a iluminarse y Cam se alejó de Ruth para controlar a Bobbi y a Ingrid. Avanzaba con el equipo completo: gafas protectoras, máscara, chaqueta y guantes. El viento había dejado de soplar. Los grillos ya no cantaban. Hacia el noroeste, el valle que se extendía frente a él parecía desierto y tranquilo. El incendio de Morristown se había apagado, y sólo quedaba una hilera de postes eléctricos como único testigo de que una vez hubo gente que vivió allí.

Bobbi se había quedado dormida agazapada en un agujero. Cam pudo escuchar los ronquidos antes de que sus ojos pudieran encontrarla acurrucada entre la barricada de piedras que había construido. Cam se detuvo. ¿Había algún modo de asegurarse de que no estaba infectada? Dormir era casi tan importante como comer. Si la plaga mental hacía que los infectados no sintieran necesidad de satisfacer sus necesidades básicas, ninguno de ellos sobreviviría más de unos pocos días. Las noches de otoño eran frías en las Rocosas, y Cam recordó que los infectados de Morristown llevaban ropa para dormir, iban descalzos y en el mejor de los casos tenían los calcetines puestos.

«Vinieron a por nosotros —pensó—. Caminaron dieciocho kilómetros en mitad de la noche y a temperaturas que rondaban los cero grados, de modo que quizá no duerman.»

De todos modos se alejó de Bobbi. Si le lanzaba una piedra y ella se levantaba y comenzaba a caminar con esa cadencia irregular y anhelante... No quería tener que matar a otro ser querido. En cualquier caso, también necesitaba descansar. «Deja que duerma», pensó mientras se dirigía al otro lado de la colina en busca de Ingrid. Esperaba encontrarla al sur de la posición de Bobbi, agazapada en alguna de las dos paredes del pequeño despeñadero por el que habían llegado hasta allí. Había un montículo desde el que Ingrid podría controlar la zona perfectamente, y Cam se dirigió hacia allí, caminando entre matorrales y rocas bajo la tenue luz del amanecer.

Encontró a la mujer en un hueco excavado en la hierba, apoyada sobre el M16. Era una posición muy incómoda que había adoptado para mantenerse despierta. Parecía estar a punto de desplomarse hacia un lado, y Cam esbozó una sonrisa. «Buena chica», pensó. Elevó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Ingrid.

Ella se giró y movió la cabeza.

Cam se acercó y extendió el brazo bueno.

—¿Qué me dices de un buen desayuno?

Ingrid le agarró de la mano, pero no consiguió levantarse más que unos pocos centímetros, mientras intentaba devolverle la vida a sus piernas. El frío la había afectado mucho.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó. Quizá sólo intentaba ocultar sus achaques, pero Cam le debía una respuesta sincera.

—La he dejado durmiendo —contestó.

—Bien.

No hizo falta decir más cuando ella le miró a través del cristal amarillento de las gafas. Ingrid supo que habían hecho el amor. Pareció estar de acuerdo. Ingrid vivía sola, y Cam supuso que no era lo suficientemente mayor como para no encontrar entretenidos los romances de las demás mujeres del asentamiento.

Juntos comenzaron a bajar por la colina. Cam se acercó a ella para ayudar a caminar a aquel cuerpo artrítico.

—Hablaré con Bobbi tan pronto como pueda —dijo Ingrid. Habló con un tono realista, y a Cam le pareció bien no tener que ocultarle nada.

«Pero ¿quién hablará con Ruth?», pensó.

Cuando se aproximaron al jeep, pudieron ver que ya se había despertado. Ruth estaba apoyada sobre el vehículo y empuñaba el M4. Era una silueta despeinada. ¿Había algún tipo de luz o de fuente de energía detrás de ella? Tenía la chaqueta abierta y las gafas apoyadas sobre su pelo rizado.

—Somos nosotros, no pasa nada —dijo Ingrid.

Ruth bajó el arma. Cam se alegró de ver que sus ojos marrones miraron a Ingrid y después volvieron a posarse sobre él.

—¿Dónde está Bobbi? —preguntó Ruth desde el otro lado del jeep. Acto seguido, posó la mano sobre el hombro de Cam con un sentimiento de intimidad renovado. La luz que había detrás de ella era la del portátil. En la pantalla podían verse tres ventanas; la más grande era blanca y estaba llena de texto, las otras dos mostraban gráficos. Eran datos sobre los nanos.

—Bobbi ha excavado una trinchera y está durmiendo —dijo Cam—. Parece que está bien.

—Voy a despertarla —añadió Ingrid.

—Ya voy yo —dijo Cam. Se sintió enfadado consigo mismo por comportarse de forma tan infantil, pero parte de su subconsciente se dejó llevar por la edad de aquellas dos mujeres. No eran tan mayores como para ser su abuela y su madre; cuando él nació, Ruth debía de ser una joven adolescente; pero Ingrid podía ser su madre.

Se repitió a sí mismo que debía ayudar a Ingrid a conservar su fuerza intacta. Aún estaban a unos veinticinco o treinta kilómetros de Grand Lake. Calculó que, con suerte, podrían recorrer a pie esa distancia en dos días, aunque a la mujer no le sentaría bien haber estado despierta toda la noche.

—Quedaos aquí —dijo—. Bebed algo de agua.

Sobre todo deseaba alejarse de Ruth. Quizá Ingrid pudiera decir las palabras correctas en su lugar. Cam sentía una angustia insoportable. Se sentía dividido entre los recuerdos de Allison y la mujer que tenía delante, pero si Ruth se sentía dolida, esa actitud distante no le sentaría tan bien como otras cosas que ya había probado.

—Cam —dijo Ruth—. Espera, ya tengo los datos preliminares. Estos nanos son mucho más grandes de lo necesario. Yo diría que al menos un cincuenta por ciento de su superficie resulta inútil; puede que incluso más.

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