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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (26 page)

BOOK: Epidemia
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Bornmann y Lang estaban contra la pared con los M4. Bornmann hizo un gesto para que todos se agacharan al salir por la trampilla. Walls se unió a los dos soldados mientras Deborah continuaba mirando hacia el exterior.

Pudo ver fuegos y nubes de polvo, y por todas partes había extrañas figuras que parecían tambalearse entre la niebla. Ninguna corría para ponerse a cubierto. Caminaban erguidas. Debían de haber estado gritando. Un hombre oscilaba de un lado a otro. El rostro de otro estaba ennegrecido por la sangre y el fuego, excepto por el punto blanquecino que formaba el hueso de la barbilla. Era como si no se hubiera dado cuenta, y miraba entre la niebla con el único ojo que le quedaba.

Estaban infectados. Aquellos hombres y mujeres jamás podrían comprender el peligro del ataque chino. Lo cierto es que les proporcionaron un parapeto mientras Bornmann guiaba al grupo fuera de la caravana. La multitud de infectados les rodeó. Lang levantó el M4 cuando varios infectados se dieron la vuelta, pero no disparó. No había forma de saber a qué distancia podrían estar los chinos.

Bornmann y Lang abatieron a golpes a cinco estadounidenses mientras se adentraban en una maraña de destrucción. Algunos de los edificios y vehículos esparcidos por aquellas montañas escondían las antenas que había sobre el complejo. Los ojos y oídos de la instalación habían sido diseminados al máximo para ocultar cualquier señal, pero el enemigo debía de haber sido capaz de triangular el origen de cualquier comunicación incluso desde poco después de que terminara la guerra. Aquéllos eran los objetivos de los cazas chinos, no la población ni los arsenales.

Bornmann guió a la escuadra entre un grupo de caravanas ardiendo y un jeep que estaba volcado. Había escombros por todas partes, una mezcla de tierra oscura y materiales más ligeros procedentes de muros, muebles y personas. Las redes de camuflaje ondeaban sobre las estructuras o se amontonaban en el suelo. Deborah vio un brazo amputado y un zapato sobre unos cuantos fragmentos de cristal roto.

Comprendió que su incertidumbre era inútil. Ella era una de las afortunadas. Recordaba ese pensamiento a cada paso que daba. Incluso si ella y Emma conseguían escapar, ¿adónde irían? Darle más vueltas sería desperdiciar energía.

«Limítate a hacer tu trabajo», pensó.

Así fue como Deborah consiguió resolver todas sus dudas, y se sintió aliviada. Le parecía estar en el ojo del huracán, sana y salva a pesar de la destrucción que había a su alrededor, incluso motivado por ella. El caos era justo la razón por la que debía permanecer íntegra. Así era como quería ser recordada; como alguien competente y leal; y nadie pensaría lo contrario si guardaba su secreto y seguía las órdenes hasta el final.

De pronto pudieron ver más allá de las caravanas. La ladera de la montaña descendía hacia el noreste, donde había otros tres picos que se perdían entre la suciedad del cielo. Las nubes oscuras cubrían la tierra como una ola de viento y calor.

«La lluvia radiactiva nos alcanzará», pensó.

—Diríjanse hacia el complejo número dos —ordenó Walls a través de la radio, respirando con dificultad.

—Señor, tenemos que ponernos a cubierto. Después podremos ir al complejo número tres y reabastecernos —respondió Bornmann.

—Rezac —dijo Walls—. ¿Ha establecido contacto con el número uno?

Mientras caminaban por entre las ruinas, Rezac había tratado de contactar con el complejo número uno o con cualquier otra instalación aliada.

—Negativo, señor. Aunque algunas unidades hayan conseguido sobrevivir, el cielo está lleno de mierda. No recibo más que estática.

—Su nombre en clave es Víbora Seis —dijo Walls sin inmutarse—. El código de autentificación es Hotel Golf India Sierra India X-ray. Quiero que...

—Misiles —dijo Pritchard.

—¡Al suelo! —gritó Bornmann—. ¿Dónde?

—A las dos en punto. Veo tres, cuatro. Creo que son nuestros.

Unos destellos blancos y amarillentos cruzaron el cielo desde el noreste. Deborah pudo ver tres de ellos que parecían parpadear intermitentemente entre la niebla. El rastro del cohete le hizo daño a la vista.


¡Yujuuuuu!
—gritó Pritchard. Su voz sonó salvaje, y Deborah sintió la necesidad de reaccionar de la misma forma, mezclando su orgullo con un sentimiento de ira.

«Acabad con ellos», pensó Deborah.

Aquellos destellos cegadores eran misiles estadounidenses que volaban hacia los objetivos enemigos.

16

A mil trescientos kilómetros al oeste de Grand Lake, el coronel Jia Yuanjun caminaba solo por un pasillo vacío. El silencio era cautivador. La soledad no era nada habitual en su día a día. Parte de él la agradecía, e incluso se le erizaba el vello del cuello ante tal expectativa.

«No deberías estar aquí», pensó Jia, pero aquel subnivel le resultaba un lugar familiar. Conocía todos sus rincones. Avanzó sesenta pasos por las húmedas y resonantes sombras y giró a la izquierda. Aquel sótano estaba siempre tranquilo. El arquitecto que había diseñado esos búnkers se había excedido en sus planos, sin duda con la intención de impresionar a sus superiores, y sus esfuerzos de construcción se habían detenido mucho antes de completar la planta inferior. En muchas áreas, las paredes mostraban barras de acero estriado sin cubrir. En otras ni siquiera había paredes. Más adelante, Jia sabía que existía una gran sala en la que no había nada más que unas vigas de carga y unas marcas de pintura blanca que indicaban por dónde debían ir las tuberías y los cables eléctricos que jamás se instalaron. La única iluminación que había era la de unas cuantas bombillas enganchadas al techo. Tampoco había calefacción ni renovación de aire.

Habían construido esa base a las afueras de Los Ángeles, al noreste de Pasadena, donde hacía tiempo que los páramos habían reclamado esa extensión periférica, cubriendo las calles y los jardines abandonados de arena. No obstante, bajo el ardiente desierto, la tierra era fría, y los cientos de personas que habitaban en el complejo exudaban constantemente humedad. La mayor parte de su aliento, su sudor y los aromas de la comida se evaporaban a través de las salidas o se secaban con la insuficiente circulación de los ventiladores, pero Jia estaba convencido de que era el vapor de sus compañeros soldados lo que hacía que aquel subnivel fuese tan gélido. Olía a gente y a tierra, aunque no en el mal sentido, mezclado con la penetrante esencia del cemento y el hierro. Jia se encontraba en las entrañas de su ejército. Suponía que ahí era exactamente donde quería estar. Era un lugar tranquilo. Le hacía sentirse a gusto, aunque lo había arriesgado todo yendo allí. La pisada de una bota se escuchó en la oscuridad.

«¿Y si te han seguido?», pensó Jia. Se pegó a la pared, abandonando la escasa luz por completo, mientras las pisadas se aproximaban rechinando en la arena. ¿Un hombre? ¿Dos?

«Estaba avergonzado», pensó, ensayando las mismas mentiras que llevaba meses planeando. ¿Por qué otro motivo iba a esconderse nadie allí abajo si no fuese para lamentar sus fracasos o la pérdida de sus familias? El acceso a aquel nivel estaba prohibido, pero una de las entradas estaba justo al lado de las dependencias de Jia. Las salas inferiores se utilizaban como un espacio de almacenamiento, lo que le proporcionaba una excusa convincente para estar allí abajo, y los atestados cuarteles no eran precisamente el lugar ideal para mostrar sus emociones.

Si fuera necesario, confesaría una debilidad para ocultar otra. Lo había hecho a menudo para ganarse a otros hombres. Había descubierto que si expresaba un pensamiento cándido a un compañero o rival, les hacía sentirse poderosos. En ocasiones incluso confiaban en él lo suficiente como para compartir sus propias verdades. Con menos frecuencia, lo denunciaban. De un modo u otro, establecía nuevas relaciones, bien con los hombres que se abrían a él o con los superiores que le interrogaban y que veían su apremio, su inteligencia y su humanidad.

Ni el Partido Comunista ni el MSE querían robots mientras pudieran tener mentes entregadas trabajando para ellos. Los autómatas eran fáciles de encontrar. Los hombres con iniciativa no. Así es como Jia había sobrevivido, aunque siempre había sabido que aquélla era un arma de doble filo. Un día moriría en el lado equivocado del filo. ¿Sería hoy ese día?

«¡No deberías haber venido aquí!», pensó. Entonces se dio cuenta de que las pisadas sonaban frente a él. El caminante había aparecido desde una parte aún más profunda del sótano. Jia se permitió sentir un pequeño alivio. Había mantenido los omóplatos pegados contra el duro cemento, pero ahora se inclinó hacia delante, saliendo a la luz, enmascarando sus nervios con una expresión de alerta.

—N0 h1o —dijo. «Hola.»

El otro hombre dio un brinco sorprendido y después miró a ambos lados antes de saludar. De haberse topado con otra persona, su pobre postura le habría costado una reprimenda, pero a Jia le conmovió el miedo que reflejaban los ojos de Bu Xiaowen.

—Coronel —dijo Bu—. Está... No pensé que...

—Necesito un momento para recomponerme —respondió Jia. Y añadió—: Ningún miembro de mi equipo ha dormido desde ayer. El general Zheng nos ha dado permiso.

Ambos escucharon el silencio. En alguna parte, un ruido lejano resonó a través del cemento. Sin embargo, no había nadie más en el sótano, así que Jia dio un paso adelante y agarró a Bu por la solapa del uniforme. Después pegó la boca de Bu contra la suya y le propinó un intenso y excitante beso.

Jia no había elegido ser como era. No celebraba su sexualidad, pero la atracción que había entre él y hombres como Bu Xiaowen era innegable. Nunca necesitaban palabras. Simplemente lo sabían. Jia imaginaba que era igual que cuando entre los hombres y las mujeres heterosexuales surgía esa chispa mutua. Sus cuerpos estaban sencillamente calibrados de esa manera, y Jia y Bu llevaban semanas observándose antes de que el primero encontrara una oportunidad para intercambiar unas palabras, sin ser oídos ni vistos, en el hueco de unas escaleras.

Después bajó las manos hasta las caderas de Bu. No podía sentirlas por debajo de su cartuchera, pero era una frustración que agradeció, ya que desvestirse el uno al otro era generalmente el único juego preliminar del que disfrutaban. Sus encuentros sexuales eran siempre muy apresurados.

Apretó a Bu contra su cuerpo ansiando más, pero su autocontrol pudo más e interrumpió el beso.

—No puedo quedarme —dijo.

—Claro —convino Bu, abrazándolo.

Jia no se fue. De hecho, el único movimiento que hizo fue devolverle a Bu el abrazo y pegar la mejilla del otro hombre contra la suya propia. El corazón seguía palpitándole deprisa. Su erección era dura y ansiosa, pero el resto de su cuerpo se relajó.

«Nunca podemos estar juntos —pensó Jia—. Y eso sólo te hace todavía más especial para mí. Tus ojos. Tu comprensión.»

—Pensaba que no te vería —dijo.

—Casi no me ves —respondió Bu—. Mi unidad está en estado de alerta y volveremos a estar de guardia en una hora.

—No puedo quedarme —repitió Jia.

—No deberías haber venido —dijo Bu, esperando algo más.

Jia quería sonreír y decir exactamente lo que Bu quería oír, pero después de toda una vida de engaños, había aprendido a protegerse y a ocultar sus sentimientos. No sabía cómo revelar algo tan sincero. «Te quiero.» Las palabras no saldrían de su garganta.

—Zheng te está observando —dijo Bu.

—Lo sé.

Jia había sido relevado de su cargo, mientras los oficiales superiores se apresuraban a participar en los ataques, y no había opuesto resistencia. De hecho, se había mostrado de lo más servil. Sus victorias serían también su éxito, de modo que Jia se apartó del sargento Bu y se pasó las manos por su propia camisa para alisarse el uniforme.

La mirada de Bu reflejaba arrepentimiento.

—Me alegro de que vinieras,
zh1ng guān
—dijo. Ése era el apelativo cariñoso con el que Bu se refería a él. «Señor.»

Esta vez Jia sonrió.

—Yo también —dijo, cogiéndole la mano. ¿Podría llegar a expresar lo que necesitaba decir? Revelar su corazón sería algo insignificante comparado con los crímenes que habían cometido juntos, y Jia decidió que iba a hacerlo.

«Díselo», pensó.

Entonces salieron despedidos contra el techo con una sacudida tan fuerte que Jia perdió la vista y el resto de sus sentidos a causa del ensordecedor estruendo. Con los violentos golpes arriba y abajo se fracturó el brazo izquierdo. Sintió cómo los huesos crujían en medio de aquel interminable sonido negro. Su pecho impactó contra algo duro. Después su rostro. Es probable que gritara. El sonido era demasiado fuerte como para saberlo, y no paraba de caer y de golpearse en él.

Cuando cesó, había más luz de lo que Jia podía comprender. Era de día. De algún modo, el sótano se había abierto y lo había dejado en un foso lleno de grises pedazos de cemento y otros escombros más pequeños. El aire estaba inundado de polvo. Olía a carne chamuscada, y Jia tanteó el espacio para ubicarse. El cielo estaba todavía oscuro y gris. Aunque las horas anteriores al alba eran mucho más luminosas que unas cuantas bombillas, todavía quedaba una hora para amanecer en California, si es que la mañana llegaba alguna vez.

Se escucharon voces desde la roca. Había papeles tirados por todas partes en pequeños rectángulos blancos. Algunas de las páginas volaban al tiempo que el polvo se levantaba con el mismo aire caliente. Mientras se levantaba como podía, Jia identificó las inesperadas formas de unas camas y aparatos electrónicos aplastados, e incluso la de un camión entero que debía de haber caído allí. Aquel revoltijo estaba también plagado de cuerpos. Sólo algunos se movían. No todos estaban enteros. Jia vio a un hombre muerto atrapado bajo una masa de cemento, y a otro al que le faltaba la mandíbula y un brazo.

Se sentía como si se estuviese despertando de una pesadilla. Tal vez en el fondo siguiera gritando, pero era como si fuese demasiado pequeño como para asimilar lo que había sucedido. Lo que le rodeaba le llegaba a trozos. Vio una puerta destrozada, un depósito de agua reventado y una cajonera de escritorio sin el escritorio. También había un peine de plástico azul entre los escombros, y Jia lo observó sin comprender.

Entonces se acercó hacia el soldado mutilado. Su cara no era la de Bu y la terrible sensación de desconcierto abandonó a Jia por un instante. ¿Dónde habían estado? ¿Era aquello el pasillo?

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