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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (30 page)

BOOK: Epidemia
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—Si necesitáis orinar, hacedlo en las plantas —dijo Foshtomi tan franca como siempre—. El nitrógeno les hará bien. También hay tarros de miel ahí atrás. Os daremos de comer y os curaremos, y después supongo que tendremos que pensar en qué demonios vamos a hacer con vosotros.

—Gracias —dijo Cam.

—Sí, bueno, no tiene por qué gustarme. —Foshtomi miró a Ruth mientras decía la última parte—: ¿Eres la responsable de esta nueva mierda?

—Ella está intentando detenerla —dijo Ingrid, y Ruth le lanzó una mirada de agradecimiento.

—Entonces fue otro maldito genio esta vez —dijo. Su rostro oscuro y ovalado era implacable—. Sois reclutas, todos vosotros. ¿Entendido?

—Sí —dijo Cam.

—Seguiréis órdenes. Sois soldados... incluso tú —dijo, señalando a Ruth—. Legalmente tengo ese poder según la nueva Constitución. Seguimos bajo la ley marcial.

En su día habían sido compañeros de escuadra. Sarah Foshtomi había sido uno de los miembros de su unidad de los Rangers. Era cabo, como él, y la única mujer del grupo. Por eso hablaba con tanta dureza, para compensar su tamaño y su género. Al parecer, su estilo le había funcionado. Foshtomi debía de haber continuado sirviendo con fuerzas locales, eso estaba claro. Incluso había llegado a teniente. ¿Se había estacionado allí o había huido hasta Willow Creek con otros supervivientes? No importaba. Cam sabía que podía ser una poderosa aliada.

De repente esa magnífica sensación dio paso a una especie de mareo. Se dejó caer en el suelo junto al depósito. Saciar su sed le había hecho ser más consciente de lo cansados que estaban sus músculos, lo mucho que le dolían los pies y del hambre que tenía. Podía haberse quedado dormido.

—¿Estás en contacto con alguien? —preguntó.

Foshtomi sacudió la cabeza.

—Aquí no hay líneas telefónicas terrestres y la atmósfera está totalmente jodida. Tengo algunos hombres intentando conectar con un satélite.

—De acuerdo.

Las mujeres se sentaron alrededor de Cam, excepto Foshtomi, que no estaba acostumbrada a sentarse sin hacer nada. Se quedó de pie, mirando hacia la puerta del invernadero como si de ese modo el médico fuese a llegar antes. De hecho, probablemente se alegraba de tener a Ruth para cooperar, porque hasta ahora, sus soldados carecían de determinación y sólo sabían esperar órdenes.

—¿Cuánto combustible tenéis? —preguntó.

Foshtomi le miró.

—Habéis venido a pie desde las montañas, ¿verdad? Así que no sabréis cómo está la cosa en las ciudades.

—Greg y Eric han muerto —dijo, respondiendo a su brusquedad con la suya propia. Los dos Rangers habían sido sus compañeros de escuadra—. Siguieron con nosotros todo este tiempo, Sarah. Murieron anoche.

—Yo... —dijo ella.

—Todo nuestro asentamiento está infectado. Había cientos de ellos, Sarah. Greg nos consiguió el tiempo suficiente para que pudiéramos salir.

—Eric era mi marido —dijo Bobbi.

—Lo siento. —La mirada de Foshtomi pasó del rostro de Cam al de Bobbi, y después al de Ruth, pero Ruth desabrochó su mochila y extrajo su portátil con su típica y testaruda resolución.

Cam sacudió la cabeza, admirando la misma dedicación que le había enfurecido en la alameda. Ruth nunca se daba por vencida. No si le daban tiempo. Sus dedos tecleaban sin parar y Cam le dijo a Foshtomi:

—Si tenéis suficiente combustible, podemos intentar sellar esos Humvees.

—¿Y adónde ibais a ir?

—A Grand Lake.

—Estás loco. Hay como un millón de putos zombies en el camino. Además, creemos que los chinos han tomado la base de todas formas.

«Zombies», pensó. En otra vida, a Cam le encantaban aquellas viejas películas cutres. Era curioso que su grupo nunca se hubiese referido a los enfermos con otro apelativo aparte de «infectados». Eran zombies en todos los sentidos: letales, estúpidos y temerarios. Pero eran su familia. El grupo de Cam no se había enfrentado a nadie más que a sus propios amigos y vecinos. La lucha de Foshtomi había sido más larga, más impersonal. Llamarlos zombies hacía que matarlos les resultase más fácil; reducían a los infectados a caricaturas en lugar de considerarlos víctimas reales.

—Los chinos tienen una vacuna contra la nueva plaga. Ruth cree que podemos robarla —dijo.

—¿Y qué hay del parásito?

—¿A qué te refieres? —preguntó, aunque él mismo ya se había imaginado algo así. La nanotecnología parasitaria desactivaría la primera vacuna, la que les mantenía a salvo de la plaga de máquinas. Todos aquellos que no lograran llegar a una altura segura morirían, y Cam sabía hasta qué punto afectaría eso al ataque de los chinos, pero ¿a qué precio?

Foshtomi entrecerró los ojos con odio.

—¿Y si lo liberamos? Eso jodería bien a los chinos.

Ruth dejó de teclear, pero no levantó la mirada, como si tuviera demasiado miedo de dejar que Foshtomi leyese algo en su expresión. A Cam le preocupó que Foshtomi ya hubiese interpretado su propia expresión.

—Sarah —dijo—. El parásito afectaría a todos los que se encontrasen por debajo de los tres mil metros, no sólo a los chinos.

—Pero los nuestros ya están muertos, ¿no?

«Ella también perdió a alguien anoche», pensó. Había una nueva frialdad en la voz de Foshtomi. A Cam le pareció que estaba guardando la compostura, utilizando ese tono imprudente como algo más que una fachada. Su actitud se había convertido en el puntal que la ayudaba a mantenerse cuerda.

—Ya no tenemos el parásito —dijo él.

—Venga ya. Sé que existía. Deborah Reece cedió su frasco. Grand Lake lo guardó en alguna parte, y todo el mundo dice que habría hecho lo que Ruth dijo. ¿Qué ibais a hacer? ¿Esconder el vuestro en alguna parte?

—Eso es exactamente lo que hicimos —dijo Ruth, tecleando de nuevo lentamente en el portátil—. Lo enterramos a cuatro metros y medio en una caja de metal.

—¿Dónde?

—No puedo decírtelo.

—Yo creo que aún lo tenéis —dijo Foshtomi, y Cam se preguntó si iba a tener que enfrentarse a ella. ¿Obedecerían sus soldados una orden de detener y registrar a su grupo?

«Sí —pensó—. Lo harán. Por ella lo harán.»

Cam estuvo a punto de mirarse el bolsillo, pero se contuvo. Incluso con el mapa, incluso sabiendo dónde habían enterrado los nanos a las afueras de Jefferson, Foshtomi no tendría muchas posibilidades de recuperarlos; sin embargo, él necesitaba que se mantuviese centrada en otra dirección, hacia Grand Lake.

—Sarah, ésa no es una opción —dijo Cam.

—Nos han atacado con armas nucleares.

—Incluso si lo tuviéramos, que no lo tenemos, el parásito no actuaría de manera instantánea. Tardaría días en extenderse lo bastante lejos. Es posible que tardase una semana en llegar a California. Las condiciones atmosféricas no nos acompañan. No conseguirías más que matar a nuestra propia gente hasta que el viento diese toda la vuelta al mundo hasta llegar a nuestra costa.

—Entonces lo tenéis.

—No, Sarah. Lo que quiero decir es que no podemos quedarnos aquí.

—Conducir hasta Grand Lake es una locura.

—Te has alegrado de vernos —dijo Cam—. Ya estabas inquieta. Mírate.

Foshtomi adoptó una expresión desdeñosa mientras se giraba. Su intención era negar lo que él había dicho, pero el respingo que había dado demostraba que estaba en lo cierto. Sí, tenía miedo de abandonar aquel cañón. Una de sus principales responsabilidades era mantener el número de sus fuerzas, pero ¿para qué? ¿Para quedarse allí sentados esperando a que los aviones chinos les atacasen a ellos también?

—No tenemos suficientes máscaras —dijo Foshtomi—. Sólo las llevan nuestros observadores y personal clave.

—Si conseguimos la vacuna, eso no importará.

—Ya habéis visto lo rápido que ataca la plaga a la gente. ¿Cómo íbamos a acercarnos lo suficiente como para...?

—Cam —dijo Ruth.

—Él no está al mando aquí —respondió Foshtomi, girándose hacia ella.

—Cam. Y todos. —Ruth parecía atónita—. La masa extra de los nanos es un mensaje —dijo—. No hace nada. Sólo es un código binario. Alguien lo introdujo en la máquina como una nota.

—Aquí nadie sabe chino —dijo Foshtomi, pero Ruth sacudió la cabeza.

—Está en inglés. Una vez aislado el código, el ordenador lo tradujo en segundos.

—¿Qué? ¿Y qué es lo que quieren?

Ruth parpadeó y se humedeció los labios primero, como si sopesara sus palabras antes de compartirlas en voz alto.

—Dice que es de Kendra Freedman —reveló Ruth.

18

—Eso es imposible —dijo Cam.

«No, es lo único que tiene realmente sentido», pensó Ruth.

No quería seguir discutiendo con él, de modo que contuvo su emoción. Sabía que podía ser demasiado briosa cuando la invadía la inspiración.

—Deja que te muestre cómo dice lo que hace.

—¿A qué te refieres con «cómo»? —preguntó Foshtomi—. ¿Cuál es el mensaje?

Ruth giró el portátil hacia ellos y dijo:

—Mirad el código. Es una espiral de unos y ceros grabada en el nano. La mayor parte del material extra son sólo ceros, pero la cadena binaria es inconfundible.

Foshtomi miró a Cam, que negó con la cabeza.

—¡Miradlo! He resaltado los unos. Aquí están los ceros. —Ruth tocó el teclado de nuevo—. Estas configuraciones moleculares específicas se repiten cientos de veces. Por eso mi análisis lo reconoció en primer lugar.

—Yo lo único que veo son puntos y protuberancias —dijo Foshtomi.

—Exacto. Ha escogido formas simples para representar sus «unos» y sus «ceros». No necesitan hacer nada más. Son marcos estáticos. Por eso Freedman logró ocultar...

Bobbi interrumpió.

—Por el amor de Dios, Ruth, ¿qué es lo que dice?

—«Me llamo Kendra Freedman —dijo, volviendo a girar el portátil hacia ella—. Yo diseñé la plaga Arcos, la nanotecnología que mata por debajo de los 2916 metros. Fue un error. Tal vez pueda detenerse. Mi laboratorio debería seguir intacto en el número 4411 de la calle 68, en Sacramento, California, junto con nuestro trabajo de diseño, el software, las muestras y el equipo mecanizado.»

—Eso es viejo —dijo Cam—. Tiene ya años.

—Por favor, escucha.

—Ya habéis estado en Sacramento —dijo Bobbi, apoyando a Cam. Tenía la mirada perpleja.

A pesar del fragante calor del invernadero, Ruth tenía frío y se sentía destemplada. El mensaje había despertado demasiados fantasmas.

—«Si lees esto, búscame. Quiero necesito...» —Ruth levantó la vista—. Aquí hay un salto. Freedman no pudo reescribirlo —explicó irritada al ver la duda en la mirada de los demás. Después volvió a leer en su ordenador—: «Andrew Dutchess es el hombre que liberó la plaga Arcos. Fue Dutchess. Pero haré lo que haga falta. Puedo arreglar esto.»

«Se parece a mí», pensó Ruth.

Enterarse de aquello le resultaba doloroso. Las dos mujeres no se habían conocido nunca, salvo a través del trabajo de Freedman, pero Ruth había pasado demasiado tiempo ansiando ser igual de brillante que Freedman como para sentir algo más que admiración. A nivel personal también había aprendido a sentir horror y lástima por la otra mujer. La visión de Freedman había sido la de la inmortalidad, la riqueza y la paz. Había pretendido cambiar el mundo de una manera muy diferente. Y sin la avaricia de un hombre podría haberlo conseguido.

Ruth jamás había imaginado que tendría que enfrentarse a Freedman otra vez en una nueva competición. La causa y el efecto habían completado el círculo. Los equipos científicos de Leadville habían diseñado la vacuna de refuerzo basándose en el trabajo de Freedman. Y estos refuerzos le habían proporcionado a Freedman el conocimiento necesario para acelerar sus propios diseños.

Estaba viva, y era la creadora de la plaga mental.

—«Llegué a las montañas del norte de California —leyó Ruth—, donde sobreviví hasta la invasión rusa. Ellos me entregaron a los chinos.»

—Tiene que ser una trampa —dijo Cam.

—«Esta máquina también es mía. Es un terrible error, y es mío. Me engañaron. Pensaba que estaba trabajando para traer la paz al Himalaya, pero me mintieron. No estaba en el Tíbet. No había nieve ni indios y ahora estoy segura de que...» —Ruth frunció el ceño—. Se corta de nuevo.

—Está divagando —dijo Foshtomi.

«Fue un descuido —pensó Ruth—. Estaba cansada o alguien la interrumpió. Debe de haber estado componiendo el mensaje letra por letra. No lo entienden.»

Le habría llevado horas escribir cada frase, y días o semanas completar el mensaje; sonaba como si estuviese en una prisión. ¿Habría guardias? ¿Otros científicos? Los chinos debían de haberle dejado a Freedman tan poco espacio que parecía que estaba aplastada bajo un microscopio, y debían de haberlo controlado todo con respecto a ella: cuándo comer, dónde dormir y, lo que era más importante, qué hacer y cómo pensar. La idea de aquel interminable escrutinio hizo que Ruth sintiese claustrofobia.

Era increíble que Freedman hubiese conseguido crear aquel mensaje, y aun así Foshtomi tenía razón aunque no lo supiera. A Ruth también le preocupaba la verbosidad de Freedman. Si cada letra contaba, ¿por qué escribió tanto? Su sentimiento de culpa debía de ser insoportable. Por eso se excusaba y culpaba a Dutchess. Aun así, algo en el tono de las palabras de Freedman parecía no cuadrar. ¿Había otro código escondido en aquel mensaje? ¿Y si había usado una clave o algún tipo de juego de palabras sutil?

—«Búscame —leyó Ruth—. Sé que puedo detener la nueva plaga. Mientras escribo esto, estamos a doce de julio del año tres. Tengo entendido que estoy al sur de California, al nivel del mar, pero de alguna manera estamos a salvo. Estos laboratorios se encuentran en el hospital Saint Bernadine de Los Ángeles.»

—Pues estamos jodidos —dijo Foshtomi.

—¿Qué quieres decir?

—Nuestros hombres tenían órdenes de destruir Los Ángeles con armas nucleares si los chinos nos atacaban. Eso lo sabe todo el mundo. Teníamos que hacerlo para evitar que esos cabrones nos invadieran. Destrucción mutua asegurada. Así que de un modo u otro, está muerta.

—¡Eso no lo sabemos!

—E incluso si aún estuviera allí, ¿cómo vas a llegar a Los Ángeles? ¿Batiendo los brazos?

—Todo podría ser una trampa —dijo Cam.

Ruth negó con la cabeza, suplicante.

—¿Por qué? ¿Qué iban a ganar fingiendo un mensaje suyo? Tampoco os dais cuenta de lo complicado que fue.

—Si intentases llamarla... ¿Dice algo más el mensaje? —preguntó Cam—. ¿Alguna radiofrecuencia específica? ¿Y si los chinos están esperando?

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