Epidemia (34 page)

Read Epidemia Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Epidemia
9.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al mismo tiempo, a treinta kilómetros al norte, la sargento Huff informó de que su escuadra había conducido lo más lejos posible hasta el avión chino siniestrado. Ahora iban a pie.

A Ruth le vino un desagradable pensamiento a la mente. No sabía qué aspecto tenía el Osprey, y se preguntó si habría espacio abordo para todos. Si el equipo de Huff conseguía reunirse con el otro grupo más grande, serían veintiuna personas. ¿Quién iba a quedarse atrás si el avión era demasiado pequeño?

La espera era insoportable. Ruth volvía a tener hambre y su cuerpo estaba cada vez más tenso e incómodo. Pronto, Pritchard tendría que darle la última botella de oxígeno que tenían en el Humvee. Antes de eso, estaba convencida de que necesitaría orinar dentro del traje. Foshtomi ya se había agachado debajo del volante, se había bajado los pantalones y había mojado el suelo. Era inevitable.

A pesar de aquellas distracciones, Ruth continuó su superficial análisis de la nanotecnología. Lo que de verdad quería era observar la nueva vacuna a través del microscopio de fuerza magnética que los comandos habían traído consigo. Por desgracia, parecía que el equipo de Huff todavía tardaría al menos una hora en alcanzarles, incluso si no encontraban ningún problema para obtener unas cuantas muestras de la vacuna. De todos modos, tampoco había espacio en el Humvee para que Ruth instalase el microscopio.

Cam trabajaba con el ordenador de Ruth, ya que ella no podía teclear con los guantes. Éste tenía las manos feas y llenas de cicatrices pero, para ella, eran la única prueba de su incomparable dureza. Ella se sentía ineficiente, confusa. Podría haber echado una cabezada, pero nadie más había dormido. Todos seguían activos, de modo que Ruth parpadeó y se dispuso a espabilarse. «Nadie va a traerte un maldito café», pensó Ruth.

En el camión del ejército, Walls y Rezac también estaban analizando datos. Rezac habló por la radio de Harris.

—Goldman, ¿estás segura de que tu traducción del mensaje de Freedman es correcta?

—Sí —respondió Ruth.

—No existe ningún hospital Saint Bernadine en Los Ángeles.

—¿Qué clase de mapas estáis usando?

—Tenemos unos archivos de datos increíbles. Google. Estatales. Federales. Ese hospital no está ahí.

«Tiene que estar», pensó Ruth con una nueva desesperación. Si el mensaje era incorrecto, si Freedman no sabía realmente dónde estaba, jamás la encontrarían. Podría estar en cualquier parte. Y eso significaba que Ruth estaba sola de nuevo.

Los soldados protegidos empezaron a despejar el asfalto frente al almacén guiados por el capitán Medrano, su ingeniero. Parte del embotellamiento era fácil de mover. Los camiones y los todoterrenos de delante se condujeron simplemente fuera de la autopista, aunque encontraron zombies en dos ocasiones. Estas personas llevaban infectadas el tiempo suficiente como para haber alcanzado la segunda fase. La primera vez se trataba de un hombre solo, aparentemente dormido. La siguiente vez encontraron a cuatro hombres y una mujer escondidos en un camión. La mujer saltó sobre Lang y lo derribó. Sweeney les disparó a todos. Entonces otro hombre salió tambaleándose de un búnker, siguiendo el martilleo de los disparos de la M4 de Sweeney.

El daño ya estaba hecho. Los tiros resonaban por todo el valle, de modo que Lang mató al quinto hombre con su pistola, pero ahora seguramente llegarían más zombies, y puede que también los chinos. Era difícil calcular qué distancia recorrería el sonido a través de la ceniza radiactiva.

Medrano instó a su equipo a mover los vehículos más deprisa, incluso después de que Emma hubiese estado a punto de rasgarse el guante después de que se le quedase enganchado en la hebilla del cinturón de un coche. Mientras tanto, envió de nuevo a Deborah al almacén con la manta para que descontaminase toda la superficie que pudiera. Apartaron más camiones del depósito. Una de las autocaravanas quemadas seguía en medio, pero Medrano pensaba que no funcionaría aunque se arriesgase a entrar en ella, de modo que despejaron otros vehículos tan sólo para hacer espacio para apartarla a un lado. Las ruedas medio derretidas se pelaron cuando empezó a empujarla por uno de los lados con un camión, y las llantas chirriaron sobre el asfalto.

—Dos, aquí Rezac —dijo la radio—. Creo que tengo buenas noticias. Hay un hospital con ese nombre en San Bernadino, una ciudad cerca de Los Ángeles. Saint Bernadine. San Bernadino.

Ruth le indicó a Pritchard que le pasara el transmisor y se lo pegó contra el casco.

—Aquí Goldman, buen trabajo —dijo, pero Rezac seguía hablando.

—Tiene sentido. La mayoría de sus habitantes se encuentran en Los Ángeles o en el desierto, en nuestras viejas bases militares. Es posible que establecieran sus laboratorios nanotecnológicos lejos de todo lo demás por si ocurría algún accidente.

—Creo que tienes razón. Buen trabajo.

—Pero eso no es todo. El San Bernadino podría haber sobrevivido a las armas nucleares. No estará en muy buenas condiciones, pero hay algunas colinas y terrenos que podrían haberlo protegido de las ondas expansivas.

—¿Hay alguna manera de dar con algún satélite de esa zona?

—No. Tal vez. Todavía estoy intentando obtener una señal de alguien del mando del norte.

—Gracias —respondió Ruth.

Y Pritchard masculló:

—Mierda. Espero que Albuquerque siga bien.

Ruth se giró hacia Cam y dijo:

—¿Lo has oído? Está viva. ¡Freedman podría seguir viva!

—Sí —contestó, e intentó sonreír.

Ruth volvió a centrarse en el portátil, pero apenas podía concentrarse. La necesidad de orinar no ayudaba. Finalmente tuvo que hacerlo. Relajar aquellos músculos fue humillante, a pesar de que nadie pudiese oír ni oler el chorrito. Ruth intentó emular la actitud de Foshtomi. «Alégrate de que sólo necesitas mear», pensó, pero no le emocionaba nada la idea de quitarse el traje y revelar lo que había pasado. Puede que fuera una actitud infantil, pero quería ser un gigante como Freedman, y las leyendas no se mojaban los pantalones.

Estaba que echaba chispas.

—Creo que he encontrado un punto débil —dijo Ruth, volviendo a una idea anterior—. La nueva vacuna debe de reconocer el mismo marcador que utiliza la plaga mental para identificar a personas que ya están infectadas.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Pritchard.

—Ambos nanos están limitados por el marcador. Se comunican entre ellos. La plaga mental sólo se replica hasta un determinado máximo en un individuo. De otro modo acabaría con él como lo hacía la primera plaga. La vacuna funciona casi del mismo modo. Sólo protege a la gente en la que la plaga mental todavía no está presente. El marcador marca la diferencia. Sin ella, los chinos perderían su ventaja. La vacuna se transmitiría también a nuestro lado, del mismo modo que cualquier otra nanotecnología se extiende por el mundo, y el trabajo conceptual de Freedman siempre ha sido demasiado avanzado para eso.

—¿Por qué iba a crear siquiera esta mierda para ellos en un principio? —preguntó Foshtomi.

—No lo sé. Está prisionera. Por su mensaje parecía que pensaba que estaba en otra parte, que los chinos estaban luchando contra la India, no contra nosotros.

—Entonces tenías razón —dijo Cam—. La vacuna no revertirá la plaga en nadie que ya esté enfermo.

—No creo. Pero si lográsemos aislar ese marcador, podríamos sacarle partido. En teoría, podríamos diseñar un parásito que persiguiese la plaga mental y la desactivase. Podríamos... —«Dios mío», pensó. ¿Y si Freedman había creado la plaga mental adrede con el marcador a modo de dispositivo de parada de emergencia?

—¿Qué? —preguntó Bobbi—. ¡Ruth! ¿Qué?

—El marcador es demasiado evidente —dijo, moviéndose de manera nerviosa—. Creo que Freedman saboteó la plaga mental para que gente como yo pudiésemos detenerla. Pero necesito tiempo. Y necesito salir de este maldito coche.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Pritchard.

—No lo sé. Días. En algún lugar seguro.

—Me temo que no tenemos tanto tiempo.

—Lo sé. —La claustrofobia de Ruth le presionaba los pulmones de nuevo y se volvió para mirar por la ventana.

La luz nunca cambiaba. No había sol. El día parecía eterno bajo el cielo negro, pero Ruth supuso que serían primeras horas de la tarde cuando Medrano habló a través de la radio del traje sólo unos minutos después.

—Todo despejado, señor —dijo.

Walls habló por la frecuencia principal.

—Aquí Cinco —dijo—. Uno, vosotros primero. Aparcad al lado de la puerta del almacén. Dos, vosotros entrad directamente. Bornmann dice que hay espacio detrás del avión si os mantenéis a vuestra izquierda. Necesitamos espacio alrededor de la puerta delantera. Aseguraos de no golpear el ala. ¿Entendido? Id despacio. Corto.

—Entendido, señor —respondió Pritchard. Después se volvió a Foshtomi—. Despacito y con cuidado.

—A mí no me digas guarradas —respondió Foshtomi.

Aquello no tenía sentido, pero Pritchard se rió y Ruth se giró hacia Cam. Observó su expresión hasta que él se percató de su mirada y se volvió, y ella pensó de nuevo que era muy atractivo a pesar de las cicatrices y de la barba, que ella siempre había detestado. Tenía un rostro de rasgos marcados.

Ruth emitió un sonido informe parecido a una pregunta.

—Mm.

«Te quiero», pensó.

—Todo saldrá bien —dijo él.

—Sí. —Ruth apoyó su hombro contra él. Entonces Foshtomi arrancó el motor y se puso en marcha.

El primer Humvee aparcó a un lado de las puertas del almacén. Sólo una de ellas estaba abierta. La teniente entró por ella con el coche. Una vez hubo entrado, tres comandos bajaron la persiana de nuevo. Foshtomi encendió los faros. Uno estaba roto, pero el otro atravesaba la penumbra.

El Osprey era un avión elegante, negro y de tamaño medio, y estaba pegado al suelo. Las ruedas parecían ridículamente pequeñas. Unas alas gruesas se extendían desde la parte superior del fuselaje en lugar de salir de la parte inferior o central como Ruth había visto en otros aviones. Las hélices también eran diferentes, con unas largas palas montadas sobre unos motores rectangulares del tamaño de un coche. El avión en sí parecía lo bastante grande como para transportarles a todos, aunque estarían algo apretados. Un enorme par de estabilizadores verticales se elevaban en la parte trasera. Foshtomi pasó lentamente. En la parte trasera del almacén había una serie de oficinas de paredes blancas y la teniente se detuvo delante de ellas.

—Esperad mis órdenes —dijo Walls a través de la radio—. Uno, vosotros saldréis primero después de que Reece haya descontaminado vuestro vehículo. Avanzad hacia el avión por la puerta normal.

—Entendido, señor —respondió uno de los soldados ocupantes del vehículo Uno.

A Ruth le fascinaba su disciplina. Walls estaba utilizando a los hombres del otro Humvee para comprobar si el almacén era seguro. Aunque debían de saberlo, hacían lo que se les pedía.

Cinco minutos después, Deborah apareció junto al vehículo de Ruth con la manta. Mientras ella maniobraba alrededor del Humvee, por la radio del traje de Ruth se escuchó:

—Aquí Bornmann. Los chicos del vehículo Uno están ya en el avión y lo hemos sellado de nuevo. Corto.

—Están a salvo —dijo Ruth a sus amigos.

—Excelente. —Pritchard señaló de lado a lado—. Comprobad que lo tenemos todo al mancharnos, el portátil, la comida, el agua, las armas. Yo cogeré la radio.

—Moveros un poco si podéis —dijo Foshtomi—. Estiraos. Llevamos mucho tiempo sentados.

Empezaron a moverse en el reducido espacio, y Bobbi jugueteó con el cuello de su chaqueta. Cam ya se había ajustado las gafas protectoras y la máscara. Ruth no quería gafarlos con nada que sonase a despedida (aquéllas podrían ser sus últimas palabras), pero tampoco tenía sentido esperar. ¿Para qué? Quería ser más valiente de lo que era en realidad, de modo que se obligó a arriesgarse.

—Te quiero —dijo—. Siempre te he querido.

La segunda parte no era cierta, pero quería que lo fuera. Necesitaba ese grado de conexión y de apoyo, y no quería perderle sin hacerlo real.

—Yo también —respondió Cam—. Yo también te quiero.

Ruth se echó a llorar cuando él besó la placa frontal de su casco. Estaban muy cerca el uno del otro, y aun así no podían tocarse. También sentía que debía decirle algo a Bobbi y a los dos soldados. No sabía qué, pero sólo por el hecho de estar vivos eran sus hermanas y su hermano.

—Gracias —dijo—. Gracias.

—Tú sácanos de esta mierda de una vez, Ruth —dijo Foshtomi.

—Vale, está limpio —dijo Deborah a través de la radio del traje. Ruth y Pritchard transmitieron la información a Walls.

—Es vuestro turno. Adelante —respondió éste.

Todos salieron del coche.

Por la ventana de una de las oficinas se veía a un hombre. Estaba a sólo unos centímetros de Ruth, tirado en el suelo. Debía de haber estado dormido hasta que el ruido del motor del Humvee le despertó. Estaba herido. Parecía tener la mandíbula rota y por la barbilla le resbalaba la sangre que le caía de los dientes.

—¡Ah! —gritó la científica, retrocediendo hacia el Humvee.

El infectado empujaba el cristal con ambas manos y lo hacía vibrar. Tenía unos ojos grandes y desorientados. No encajaban con su rostro, que estaba vuelto directamente hacia ella, aunque su mirada se dirigía hacia arriba y hacia su derecha. Apenas se le veía la pupila. Sólo se le veía el blanco del ojo, como si estuviera mirándose su propio cráneo. Pero era consciente de su presencia. Volvió a empujar la ventana con ambas manos, hasta que se abrió una grieta por un lado.

Foshtomi gritó desde la puerta del conductor mientras Ruth empezaba a girarse.

—¡Corre! —Ruth sintió que Cam le cogía las botellas de oxígeno, pero a él se le salió el guante cuando ella se inclinó y lo empujó. Ella estaba segura en su traje. Él no. Ruth aguantó con su brazo todo el peso que pudo y le dejó bruscamente en la parte trasera del Humvee. «Te quiero.»

—¡Espera! —gritó él.

Foshtomi abrió fuego. Una ráfaga de tres disparos de su M4 atravesó la ventana y al hombre infectado. El cristal estalló en mil pedazos mientras él se giraba, salpicando sangre desde el pecho.

Ruth sintió un pinchazo en la muñeca, bien el rebote de una de las balas o un fragmento de cristal. Antes de que pudiera agachar la mirada, su antebrazo se puso rígido. Los músculos se le tensaron como si se hubiesen vuelto de acero. Casi le desgarran la carne del hombro. Los tendones saltaron desde el codo hacia un lado de su pecho. Habría gritado si hubiese tenido tiempo. Entonces el dolor invadió su corazón. El suelo se combó para recibirla como una gran pared gris y apenas fue consciente del momento en el que el casco del traje golpeó el Humvee mientras caía. Ya no era capaz de diferenciar entre el vehículo y el suelo a esa velocidad.

Other books

The Family Tree by Isla Evans
The Skeleth by Matthew Jobin
Saint Overboard by Leslie Charteris
Sway by Lauren Dane
The Star Plume by Kae Bell
The Truth Behind his Touch by Cathy Williams
The Fall by Claire Merle
The Emperor of Death by G. Wayman Jones