—¿Ir adónde? —preguntó Owen.
—Hacia el este. No podemos proteger este lugar de la plaga.
Greg negó con la cabeza.
—Hemos vuelto a establecer contacto con Grand Lake. Les hemos dicho todo lo que nos dijisteis, y van a enviar helicópteros.
—¿Para todos? ¿Cuándo?
—Si cuando lleguen no estamos aquí...
—Nos llevaremos la radio —dijo Ruth—. Los helicópteros pueden ir a donde les digamos. Pero no podéis pretender que todo el mundo se quede aquí esperando a un equipo de rescate que no existe. ¿De verdad pensáis que Grand Lake nos va a enviar diez helicópteros?
Todos la miraron en medio de la oscuridad.
—No —respondió Greg.
Ruth aprovechó aquella ventaja.
—No tenemos el equipo necesario para proteger este lugar, de modo que iremos a Grand Lake. Las montañas detendrán a los infectados. Son torpes y están desorientados, no serán capaces de seguirnos.
«¿Hasta qué punto es su claustrofobia la que está hablando? —se preguntó Cam—. Sólo quiere salir de aquí.»
—Los nanos se mueven con las corrientes de aire —dijo él en voz alta—. Ellos nos seguirán aunque los infectados no puedan.
—¡Siempre será mucho peor si hay portadores! Tenemos que aprovechar la oportunidad y movernos hacia un terreno elevado.
—De acuerdo —dijo Greg, moviendo la cabeza y levantando el
walkie-talkie
para transmitir la orden de Ruth—. Cogeremos nuestro equipo e iremos hacia el este —le dijo al resto del asentamiento.
La mayoría de la gente que se escondía en las cabañas selladas no quería salir, y tampoco los hombres y mujeres que había en los puestos de vigilancia.
—¡No sabemos lo que nos espera ahí fuera! —gritó Susan en el
walkie-talkie
desde el interior.
—Al menos aquí tendremos oportunidad de defendernos —dijo Owen—. Además, apenas nos queda gasolina. ¿Cuánto creéis que podremos caminar cuando los camiones se hayan quedado secos?
—¡Y no podéis llevaros la radio! —añadió Susan mientras los demás supervivientes comenzaban a inundar de ruido los auriculares de Cam.
—No pueden...
—La necesitamos tanto como...
Decidió desconectar el sistema de comunicación. De todas maneras, la mayoría de aquellas voces eran audibles en medio de la noche, pero aquella decisión le dio un poco de tiempo para pensar mientras se dirigía a la cabaña sellada que tenía más cerca. Greg, Ruth y Matthew le acompañaban, pero Owen se había ido en otra dirección, probablemente a buscar a su colega Neil. Todos querían estar junto a sus amigos.
—¡Susan! —gritó Cam, tratando de que su voz sonara tranquila a través del recubrimiento de plástico—. Si eres lo suficientemente inteligente, vendrás con nosotros. Sabes que los Rangers van a abandonar el asentamiento y que esa radio es nuestra.
Greg golpeó la puerta.
—¡Tricia, Trish! ¡Nos vamos!
—¡No creo que marcharse sea una buena idea! —gritó Tricia.
Cam probó suerte con otro nombre.
—¿Bobbi? —Pero no sabía si podían oírle, ya que la gente no paraba de discutir y el bebé seguía llorando.
Cam se dio la vuelta para mirar más allá de la cabaña. Había dos linternas que brillaban en la oscuridad en la zona este del asentamiento, y una tercera parpadeaba junto al comedor. En esa dirección también podían oírse los gritos de alguien. Cam calculó que no le quedaría más de un minuto antes de que Owen apareciera con Neil.
—Puede que tengamos que echar la puerta abajo —dijo.
—Está asustada —añadió Greg, aunque en realidad no había necesidad de justificar a su esposa. Cam sintió una sensación de envidia que le oprimía el pecho, mezclada con su propio instinto de protección. En cierto sentido, las cosas serían más fáciles para él ahora que Allison había muerto. Tenía menos que perder. Pero estaba decidido a luchar por la mujer de su amigo y por su hija, Hope.
Greg Estey era la persona más íntegra que Cam jamás había conocido; era inteligente y tranquilo, y no se dejaba llevar por tonterías como el ego o el rango. Había sido capaz de abandonar su vida anterior para hacerse un sitio en Jefferson, manteniéndose leal a Ruth mientras trataba de redefinirse a sí mismo. Granjero, marido, padre... Greg puso el dedo pulgar sobre el botón del
walkie-talkie
.
—¿Bobbi? Soy Greg, me gustaría hablar con Trish, por favor.
Cam volvió a conectar los auriculares cuando Susan interrumpió la conversación a través de la misma frecuencia.
—¡De ninguna manera! —dijo—. ¡Imposible!
La puerta tenía un doble aislante, por dentro y por fuera. Cam comenzó a desgarrar el recubrimiento de plástico del exterior, pero no quería arrancar las capas del interior. Quería que fueran ellas quienes las quitaran. Así a la gente que decidiera quedarse le resultaría más fácil volver a sellar la cabaña.
Los destellos de las linternas llegaron junto a ellos. Cam tuvo que entornar los ojos cuando uno de ellos le iluminó el rostro. Otra de las luces se posó en la puerta de la cabaña, difuminándose sobre las capas de plástico.
—¡Hijo de puta! —gritó Owen—. ¡Ahí dentro estaban seguras! No puedes...
—Bobbi quiere salir —dijo Cam con tranquilidad. Tras la luz de la linterna, Owen no era más que una silueta oscura, amenazante y sin rostro—. Dejad que nos marchemos, es lo único que queremos.
—La radio debe quedarse aquí —respondió Owen.
—No.
—Owen, os enviaremos ayuda si conseguimos encontrarla —dijo Ruth—. Sabéis muy bien que lo haremos.
Greg habló dirigiéndose tanto al
walkie-talkie
como a la puerta de la cabaña.
—¡Mi familia tiene que salir de ahí. Tú puedes quedarte si quieres. Nosotros sellaremos la parte exterior.
—¡Y una mierda! —respondió Owen—. Lo haremos nosotros mismos. Largo de aquí. —Dibujó un arco con la luz de la linterna como si quisiera indicarles que se marcharan, aunque su voz parecía haberse vuelto tan sobria y tranquila como la de Cam. Owen estaba dispuesto a aceptar el compromiso, permitiendo que se llevaran la radio con tal de evitar una pelea. Cam se sintió aliviado. También experimentó un fuerte sentimiento de camaradería, ya que habían sido más fuertes que sus propios miedos. Habían conseguido dialogar en lugar de recurrir a la fuerza.
—Owen, venid con nosotros —dijo de pronto.
—Largo —espetó Owen.
Alguien abrió la puerta desde el interior. El bebé comenzó a llorar con más fuerza y la luz de la cabaña se extendió por el suelo lleno de sombras. Susan se colocó en la puerta en cuanto Bobbi la atravesó con la radio Harris en la mano. Bobbi ya se había puesto la chaqueta y Cam sostuvo la radio para que pudiera ajustarse las gafas protectoras, la máscara y la capucha.
—Estáis cometiendo un error —dijo Susan.
Tricia no se había cubierto la cabeza, probablemente pensando en Hope. De lo contrario quizá la niña no pudiera reconocer a su madre. Las lágrimas corrían por las mejillas de Tricia mientras abrazaba y trataba de tranquilizar a su hija.
—Cariño... —dijo Greg.
Los auriculares y los
walkie-talkies
comenzaron a sonar de nuevo.
—Aquí número once —dijo una mujer casi en un susurro—. Hay gente en las vallas. Soy Ingrid, desde el puesto de vigilancia número once. ¡Hay al menos una veintena de personas en las vallas!
Todos a excepción de Hope se quedaron helados. Los sollozos del bebé continuaban llenando la brisa nocturna.
«Oh, no», pensó Cam.
Aquello era culpa suya. Todo el alboroto que habían levantado se había convertido en un enorme faro en mitad de la noche, gritándose los unos a los otros y llevando linternas por todo el asentamiento. Ahora habían atraído a más infectados.
—¡Entrad todos! —gritó Cam. Trató de empujar a Ruth hacia el interior de la cabaña, pero ella se resistió.
—¡Suéltame!
—¡Te quiero! ¡Tienes que quedarte aquí! —Greg le gritaba a Tricia mientras le agarraba el brazo.
—Greg, no... —respondió la mujer.
Cam y Ruth se miraron mutuamente, atrapados entre sus propios brazos. Las palabras de la otra pareja podían haber sido las suyas.
—Yo... —dijo Ruth.
Cam se separó de ella cuando escuchó un segundo mensaje de alerta a través de los auriculares.
—¡Aquí número once! —La radio crepitó de nuevo—. Están atrapados entre las vallas. ¿Debería abrir fuego?
La frecuencia se llenó de ruido.
—No, espera —dijo Cam, pero Owen y los demás también habían comenzado a hablar a través del mismo canal.
—... a las dos en punto, ya los veo...
—¿Alguien puede iluminarlos?
—¡No! —gritó Cam—. ¡No, apagad todas las luces! —Owen y él comenzaron a andar hacia el puesto de vigilancia número once seguidos de Ruth y Bobbi, pero Cam se giró hacia las dos mujeres—: ¡Volved dentro!
Owen siguió caminando.
—Bobbi —dijo Cam—, tenéis que quedaros aquí. Ruth, ve con ella y...
—No podremos escondernos aquí si...
—¡Haced lo que os digo! —gritó Cam mientras le pasaba a Bobbi el peso muerto de la radio—. ¡Entrad ahí! ¡Ahora!
En el perímetro norte, la gente no paraba de gritar mientras movían nerviosamente las luces de las linternas.
—¡Atrás! —gritó un hombre—. ¡Apartaos o abriremos fuego!
Dos hombres del asentamiento apuntaban con los rifles hacia las vallas. Un tercero trataba de instalar un enorme foco. El Bull Dog era un foco doble con cinco bombillas de quinientos vatios montado sobre un trípode de aluminio. El hombre tenía problemas con el largo cable de alimentación. Por el momento, la luz de las linternas era la única que tenían.
Justo al límite de los rayos de luz blanquecina podían distinguirse figuras humanas. Cam contó nueve; tenía la esperanza de que Ingrid hubiera exagerado.
«Aquí no veo a veinte personas», pensó Cam.
Los intrusos tropezaban y se tambaleaban entre los obstáculos. Uno de ellos había quedado atrapado entre la maraña de alambre de espino, que le había inmovilizado el brazo izquierdo. Ninguna de aquellas figuras era demasiado ágil o rápida. A Cam le dio la impresión de que eran sonámbulos. Quizá se dejó influir por sus ropas. La mayoría de ellos vestían prendas para dormir. Uno de aquellos hombres estaba en calzoncillos. Había muy pocos que no estuvieran descalzos. Parecía que la plaga les había sorprendido totalmente desprevenidos, haciendo que se despertaran para sumirlos de nuevo en otra clase de sueño.
Quizá la invasión de hormigas del invernadero número tres había salvado a los habitantes de Jefferson, obligándoles a mantenerse despiertos. De lo contrario, la intrusa habría llegado hasta ellos sin problemas, infectando primero a los guardas y después a todo el asentamiento.
«¿Por qué han venido aquí?», se preguntó Cam. Aquella gente se había movido hacia el sur, siguiendo la dirección del viento en lugar de avanzar hacia su origen. ¿Por qué? La luz de las linternas no habría sido visible hasta que no se hubieran aproximado a menos de uno o dos kilómetros de Jefferson. ¿Sería posible que recordaran dónde estaba el asentamiento? ¿Podrían los nuevos nanos ser tan sofisticados? Ruth había dicho que Patrick y Linda parecían tener la necesidad de moverse sin importar la gravedad de sus heridas o la fuerza con la que los había atado. ¿Qué era lo que buscaban? ¿La seguridad de su familia y amigos? De ser así, ése sería un método infalible para extender la plaga.
Todos los habitantes de Morristown se dirigirían hacia allí.
El reverendo Timothy Morris había fundado el asentamiento justo después de la guerra. A modo de recompensa inesperada, recibió de Missoula doscientos cincuenta kilos de semillas. Unos pocos bancos de semillas de Estados Unidos consiguieron sobrevivir a la plaga, y el valor de éstas residía más en su potencial alimenticio que en la posibilidad de consumirlas inmediatamente. Desde entonces, el gobierno había pagado a gente para que realizara cultivos determinados a cambio de un porcentaje de futuras cosechas y del derecho de decidir dónde se enviarían las nuevas semillas.
La prosperidad del asentamiento atrajo a más gente. Aquellos tipos de Morristown no estaban locos. Eran entusiastas. El reverendo difundía la palabra del Nuevo Evangelismo, promulgando que el propósito del hombre era repoblar el mundo. En ocasiones, eso también incluía matrimonios polígamos, intercambios de esposas o enlaces a edades tempranas. Ésa era una de las razones por las que Tony sentía fascinación por los habitantes de Morristown, y por las que su madre los miraba con recelo.
La multitud que rodeaba el perímetro estaba en silencio. Algunos gruñían o gemían de forma ocasional, pero eran sus rostros lo que verdaderamente hablaba por ellos. Aquellos ojos, abiertos de par en par, transmitían miedo. Una mujer con el pelo erizado parpadeaba de manera espasmódica, pero la mayoría caminaba con los ojos como platos como si estuvieran perdidos o desorientados.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ingrid.
—¡No podemos matarlos sin más! —respondió Cam.
—¡Eso es exactamente lo que deberíamos hacer, y deberíamos hacerlo ahora! —gritó otro hombre. El tono agudo con el que habló hizo evidente que también intentaba convencerse a sí mismo; pero ¿qué otra elección les quedaba? Algunos de los infectados ya estaban a punto de atravesar las vallas.
Cam apartó la mirada de aquellas siluetas conforme Greg y Neil se colocaban junto a él.
—¿Dónde está el traje de aislamiento? —preguntó Cam, maldiciendo. «¿Lo dejamos junto a la cabaña de Ruth?»
—¿Y si encendemos un fuego? —propuso Ingrid—. ¿Queda algo de gasolina?
—Los lanzallamas están junto al invernadero.
—Entonces dispararemos al suelo, justo delante de ellos.
Cam miró con respeto a la mujer mayor que acababa de hablar, mientras ésta sostenía con fuerza el M16 que había armado en modo automático. Ingrid se había prestado voluntaria para montar guardia mientras los demás insistían en refugiarse en las cabañas selladas, y Cam recordó entonces el rostro hermoso y de nariz afilada que se escondía detrás de aquella máscara. Ingrid Wood era una mujer fuera de lo común, no sólo por su edad (poca gente de más de sesenta años había conseguido sobrevivir a la plaga), sino también por su acento. Ingrid había emigrado de Alemania hacía dos décadas, después de un divorcio, y era una mujer amigable, fuerte y muy educada.
—Puede que tengamos que herirlos —dijo.
—¡Entonces hagámoslo! —respondió Neil.