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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (16 page)

BOOK: Epidemia
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Los primeros infectados consiguieron atravesar las vallas. Eran un hombre joven con una camiseta del equipo de baloncesto de Michigan y una chica muy delgada con unos calcetines blancos y llenos de barro que asomaban bajo un camisón azul. Cam reconoció a uno de ellos. El pelo fuerte y grueso y las cicatrices que el hombre tenía en la nariz eran inconfundibles. Era el hijo de un granjero, un hombre religioso que aprovechaba cualquier oportunidad de arengar sobre la Resurrección a los grupos que llegaban de Jefferson para intercambiar equipamiento o comida. Se llamaba Jake, y era un buen chico que se sentía orgulloso de los manzanos que poseía su familia.

Cam levantó el cañón del M4.

El foco se encendió antes de que nadie abriera fuego. David por fin había conseguido conectar el cable de alimentación, desviando la corriente del laboratorio de Ruth. La luz cayó sobre las siluetas que avanzaban entre las vallas, iluminando la noche como un sol blanco y resplandeciente. Las sombras alargadas emergieron de cada uno de los intrusos formando un abanico de siluetas. Las partes metálicas de las piezas de automóviles centellearon en el suelo.

Los ojos de aquellas figuras resultaban tremendamente extraños. Era como si carecieran de iris. Las pupilas eran enormes, como monedas negras, y no se cerraron ante el brillo de la luz. Era una condición permanente. Todas aquellas personas sufrían algún tipo de daño cerebral.

La luz parecía afectarles. El joven retrocedió y la chica delgada giró la cabeza. Otros alzaron los brazos o empezaron a gemir. La luz hizo que se detuvieran. El Bull Dog era demasiado fuerte. En un principio, Cam pensó que podría funcionar. Pero entonces se percató de la presencia de una segunda oleada de siluetas humanas. La zona iluminada desveló al menos a cien de ellas, y había muchas más avanzando entre las sombras.

Cam sintió cómo se le helaba la sangre. La luz parecía repeler a los infectados que había más cerca, pero los más alejados parecían sentirse atraídos hacia ella. Era como si todas aquellas figuras hubieran decidido dirigirse hacia Jefferson, pero sin ningún motivo aparente. Algunas de ellas se detuvieron o comenzaron a caminar en otra dirección. Otras simplemente miraban al cielo o a sus propios pies.

Cuando el Bull Dog iluminó la zona de las vallas, toda la multitud se giró como si fuera un único individuo; aquella masa de rostros morenos y pálidos reflejaba la luz como si fueran platos de cerámica. La sangre les goteaba por manos y piernas, por allí donde se hubieran caído y herido. Entonces comenzaron a dividirse en dos grupos, como si quisieran dibujar un círculo alrededor de la corona luminosa que brillaba en mitad de la noche.

—Dios mío —dijo Ingrid.

—¡Apagadlo! ¡Apagad el foco! —gritó Cam.

Pero era demasiado tarde. Los infectados habían reconocido su objetivo y comenzaron a moverse a más velocidad, tambaleándose entre los obstáculos y las marañas de alambre de espino. Los golpes metálicos resonaban a su alrededor, pero ellos se mantenían en silencio, gruñendo y dando bocanadas de aire. Incluso el joven granjero pareció recuperar el equilibrio, avanzando hacia ellos inclinado hacia un lado como si la luz fuera una fuerza física.

—¡Abrid fuego! —gritó Greg, disparando directamente a la cabeza del joven. El chico se desplomó en el suelo.

Los ojos de Cam se abrieron de par en par detrás de las gafas protectoras, pero consiguió reprimir aquella emoción lanzando un grito debajo de la máscara. Agradeció el sonido de los disparos del M4 que tenía en la mano. Consiguieron amortiguar todo lo demás.

Sintió cómo el arma vibraba entre sus manos cuando abatió a la chica delgada con una ráfaga de tres disparos. La sangre parecía púrpura bajo la luz de alta intensidad. Cam también abatió al hombre que había junto a ella. Después a una mujer. Luego a otro hombre. Tanto el M4 como el M16 habían sido diseñados para perforar los cascos soviéticos desde una distancia superior a los noventa metros, pero no para abatir objetivos desprotegidos a menos de cuarenta. Los disparos de Cam atravesaron el hombro del cuarto hombre sin siquiera hacerle caer al suelo.

Al mismo tiempo, Owen e Ingrid dispararon hacia la multitud con los M16. Otros dos rifles y una escopeta abrieron fuego a la derecha de Cam, hacia el interior del perímetro.

Los disparos eran implacables. Veinte figuras se desplomaron en el suelo. Un hombre que se retorcía sobre un capó de metal comenzó a emitir unos sonidos que sonaron casi como palabras justo antes de que el lanzagranadas ruso abriera fuego a la derecha de Cam. Un pequeño cohete hizo explosión sobre la zona iluminada, lo cual desató una cortina de fuego y humo. Los habitantes de Jefferson habían acudido a ayudar a Cam y a los demás como un batallón bien entrenado, aunque estaban en contra de las ráfagas de viento que provenían de los infectados.

Las armas que disparaban a la izquierda de Cam fueron las primeras en quedar silenciadas. Estaba recargando su M4 cuando se dio cuenta de ello; sin embargo, no comprendió lo que significaba aquel silencio hasta que levantó el arma de nuevo. Aquellos hombres no estaban recargando. Estaban infectados.

Cam miró hacia la cabaña que había más cerca, buscando destellos de linternas o de disparos. No había nada. Entonces alguien emergió desde detrás del edificio. Aquel hombre no tenía las manos vacías ni estaba medio vestido como el resto de los infectados. De hecho, parecía querer quitarse la capucha y desprenderse de la escopeta que tenía entre las manos, como si el arma fuera un estorbo en lugar de una herramienta.

—¡Mierda! ¡Tenemos que largarnos de aquí! —le gritó Cam a Greg—. ¡Retirada! ¡Retirada! —Golpeó el hombro de Ingrid, pero la mujer estaba demasiado concentrada en el M16. Estaba disparando hacia al flanco oeste de la multitud.

Los infectados continuaban avanzando. Los disparos no les asustaban, como tampoco los muertos ni los heridos que yacían en el suelo. Tropezaban con los cadáveres ensangrentados de sus amigos sin prestarles más atención de la que dedicaban al alambre de espino o a las piezas de automóviles. De hecho, parecían sentirse atraídos hacia los destellos de los disparos. Era como si estuvieran sumidos en un trance tan profundo que no pudieran experimentar ninguna otra sensación externa. Caminaban hacia las armas, que cada vez eran menos numerosas.

—¡Mantened la posición! —gritó Greg.

—¡Hemos perdido el flanco izquierdo! —respondió Cam—. Cada vez que disparamos a alguien...

El chorro de luz del foco tembló descontroladamente cuando Neil cayó al suelo entre ambos; su cuerpo se retorcía sobre la arena. Los nanos estaban entre ellos.

—¡Corred! —gritó Cam. Agarró a Ingrid del brazo para alejarla de allí. Greg se unió a ellos y de pronto aparecieron Owen y otro hombre más. Todos ellos corrieron para alejarse del foco.

Owen y Greg comenzaron a gritar a través de los auriculares para advertir a sus esposas. Si el pueblo caía, sería inútil esconderse en las cabañas selladas. Las reservas de aire no tardarían en agotarse.

—¡Tricia! —gritó Greg—. ¡Tricia!

—... de las cabañas y dirigíos hacia el este antes de...

Más infectados se cruzaron en su camino, dos de los guardas que vigilaban el perímetro. Incluso entre tinieblas resultaba evidente que no se trataba de seres normales. Uno de ellos se había colocado las gafas en el lateral de la cabeza y trataba de deshacerse de la capucha y de la máscara. El otro tenía el brazo derecho extendido mientras dibujaba movimientos espasmódicos y agitaba la cabeza de igual manera.

Era Matthew. Cam lo reconoció por el color verde de la chaqueta. Parecía dominado por los temblores que sufría en el brazo y en el cuello, pero giró la cabeza al escuchar el sonido de las voces.

—¡Cuidado! —gritó Ingrid.

Tenían que salir de allí como fuera. Cam giró hacia la izquierda seguido por todos los demás, sólo para encontrar el camino bloqueado por una camioneta y por la pared del invernadero número uno. El quinto hombre, David, levantó el cañón del rifle.

—¡No! —gritó Cam—. ¡Así sólo conseguiremos empeorar las cosas!

Cam inspeccionó el M4 y tocó el cañón con las manos. A pesar de los guantes podía sentir el calor. Golpeó a Matthew y arrojó el arma contra el otro infectado. Alguien más le arrojó una pistola, lo cual le hizo caer al suelo. Acto seguido, se alejaron de la corriente de viento que soplaba sobre los dos infectados y Cam pudo ver que era Owen quien le había ayudado. Le habría dicho algo de haber tenido tiempo. «Gracias.» A pesar de haber discutido, estaban en el mismo bando.

Pero ya habían perdido su oportunidad. A unos treinta metros, pudieron ver cómo las cabañas que aún estaban selladas comenzaban a abrirse. Iluminados por la luz amarillenta que emanaba de ellas, los demás supervivientes comenzaron a retorcerse. Algunos de ellos cayeron al suelo. Tricia gritaba con Hope entre los brazos. De pronto empezó a convulsionarse. El llanto del bebé se apagó casi al mismo tiempo. La mujer cayó de rodillas y soltó a su hija, que salió rodando de la lámina de plástico que su madre se había enrollado alrededor del pecho para transportarla.

Habían ido directamente hacia la plaga.

«El bebé», pensó Cam antes de mirar a izquierda y derecha entre las siluetas que se convulsionaban. Buscaba a Ruth.

—¡No! —gritó Owen—. ¡No!

No todos los habitantes del asentamiento habían caído. Había gente que trataba de alejarse de los demás o que había vuelto para ayudar a los infectados. En muchos casos resultaba difícil distinguir quién estaba infectado y quién no. La gente sana corría de un lado a otro y se arrodillaba junto a sus amigos o a sus parejas sólo para sucumbir ante los nanos.

Cam agarró a Owen antes de que corriera a socorrer a su esposa.

—¡No! ¡No! —gritaba Owen.

Los gritos hicieron que varios infectados giraran la cabeza hacia ellos. Aquellos rostros eran horribles. Todos ellos eran idénticos. Blancos, negros, hombres, mujeres; sólo había una única expresión en todo el grupo, una mirada perdida y la mandíbula abierta. Muchos de aquellos rostros se retorcían asolados por los espasmos, pero aquellas convulsiones no eran más que pequeñas olas cubiertas de espuma en un océano tranquilo y vacío, sólo afectaban a la superficie. Aquella expresión endeble aparecía una y otra vez. También afectaba a sus cuerpos, entumeciendo todos los órganos excepto los ojos. Los ojos estaban llenos de avidez.

—Aún podemos llegar hasta los coches —dijo Cam—. Adelante, pasaremos entre los invernaderos.

—No —interrumpió Owen, que había dejado de gritar—. No...

—Hope —susurró Greg—. Por el amor de Dios, Hope...

No podían llegar hasta ella. Había veinte infectados alrededor del bebé. Todos eran contagiosos, y parecían ignorar a la pequeña. Incluso su madre se mostraba indiferente. Tras pasar por encima del cadáver de un hombre, Hope se arrastró indefensa, gateando sobre la tierra con sus manos diminutas. Aquel bebé de tres meses era demasiado pequeño como para caminar. Pero a pesar de su poca habilidad estaba mostrando la misma insistencia que habían visto en todos los infectados.

—Hay alguien detrás de nosotros —dijo Ingrid.

Las luces de las linternas aún brillaban en el extremo norte del asentamiento, como una corona blanca en medio de la oscuridad. Las sombras caminaban entre las siluetas cuadradas de las cabañas.

Desde la dirección opuesta, algunos de sus amigos también habían comenzado a caminar hacia ellos (primero tres supervivientes, luego cuatro, luego cinco). Tricia se unió al desorganizado desfile. Tropezó con un cadáver y estuvo a punto de caer de lado.

El grupo de Cam comenzó a retroceder sin decir una sola palabra, incluso Owen, y Greg. Bajo la tenue luz nocturna, los infectados ya no eran sus familiares. Tenían un aspecto extraño y mortífero. Cam desenfundó su Beretta de nueve milímetros.

—Vayamos hacia los coches —ordenó.

Greg tuvo que apartar la vista de su mujer. Tenía el rostro oculto bajo la máscara y las gafas protectoras, pero su cuerpo denotaba angustia y sufrimiento.

—Greg —dijo Cam—, corre.

No sabía qué otra cosa podían hacer. Sin Ruth, no eran más que un grupo de gente corriente, pero estaba dispuesto a mentir a Grand Lake si conseguían restablecer el contacto. «Envíen un helicóptero —pensó—. Salven a quien puedan. Quizá podamos volver a buscarla con trajes de aislamiento...»

El claxon de un jeep le hizo sobresaltarse. Sonó estrepitosamente desde el otro lado de los invernaderos. Los nervios le traicionaron. Su mano apretó con fuerza la pistola y ésta lanzó una bala contra los infectados. Una de las siluetas que se acercaban se desplomó.

—¡No! —gritó Owen. Golpeó a Cam en el brazo con la culata de su rifle, haciendo que éste se precipitara sobre Greg. Acto seguido, empuñó de nuevo el M16 y lo apuntó directamente hacia el torso de Cam.

El disparo de la pistola debió de haber sonado como una señal de respuesta para quienquiera que estuviera en el jeep. El claxon volvió a sonar una y otra vez. Quizá alguien también estuviera gritando. Cam no podía estar seguro. Los latidos de su corazón eran demasiado fuertes y Owen no paraba de gritar.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaba Owen.

—Baja el arma —dijo Ingrid mucho más tranquila, aunque ella también había levantado el cañón del M16 y se había colocado a la izquierda de Owen para mantenerse fuera del alcance de su rifle—. ¡Owen! Baja el arma.

—Yo no... —gritó Cam.

—¡Hijo de puta!

No había tiempo. Cada vez aparecían más siluetas entre las luces que brillaban en la cara norte del asentamiento. Desde el sur, los infectados también se acercaban rápidamente. Dentro de pocos segundos estarían rodeados.

Cam empujó a Greg hacia un lado y se arrojó al suelo, tratando de escapar del arma de Owen. Pero no lo consiguió. El M16 le iluminó el rostro con un destello brillante y un ruido ensordecedor. Una bala le perforó la parte izquierda del pecho como una bola de hielo. Otra más quedó alojada en el interior de su brazo. El impacto hizo que Cam cayera de espaldas, pero de algún modo consiguió levantar el brazo luchando contra la fuerza del impulso. Disparó a Owen en la pierna; en parte porque no quería matar a aquel hombre, pero sobre todo porque desde el suelo la pierna era el blanco más fácil.

El impacto de la bala fue devastador. A una distancia tan corta, el proyectil de nueve milímetros abrió un agujero del tamaño de un melón en el muslo de Owen. Le destrozó el fémur, lo cual detonó una explosión de sangre negruzca procedente de una de las arterias, pero Ingrid acabó con él antes incluso de que cayera al suelo. La mujer descargó el cargador en el pecho de Owen, con una ráfaga de cinco o seis disparos. Una nube de chispas se levantó alrededor del M16 de Owen cuando algunos de los disparos impactaron en el arma. Tal vez ése había sido el verdadero objetivo.

BOOK: Epidemia
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