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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (14 page)

BOOK: Epidemia
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Esperaba que Cam dijera algo. Cualquier cosa. Le habría gustado escuchar una voz amiga que estuviera con ella. Sólo quería volver a tener contacto con él. ¿Es que Cam no comprendía que podría ser la última vez? Debía de estar ocupado organizando a los guardas y reuniendo las herramientas.

—Os avisaré cuando esté lista —le dijo a Greg. Acto seguido, apretó el interruptor de emergencia que había en el escritorio.

Toda la estancia se estremeció. Ruth estuvo a punto de caer. Las páginas con sus apuntes comenzaron a volar y el plástico se estrió a su alrededor. Detrás de ella, se hinchó como si fuera una vela. La tienda de plástico estaba fijada al suelo, al techo y a tres de las cuatro paredes mediante infinidad de grapas, pero la esclusa de aire y la zona de descontaminación únicamente estaban unidas al suelo. Aquel extremo de la tienda fue el que más se agitó. Su traje también se estremeció. La parte del pecho se comprimió contra su cuello mientras las mangas temblaban por la fuerza del ciclón.

Había dos marcos de metal que daban forma a la tienda, uno pequeño en el techo y otro más grande en el suelo. Habían instalado un enorme sistema de extracción en el suelo y un compresor de aire en el techo. El ventilador tenía más de un metro de ancho. Eric y Cam lo habían cogido de una imprenta, donde se utilizaba para extraer el aire contaminado. Ahora, introducía aire limpio en la habitación a través de dos aberturas hechas en la base de la cabaña. Habían decidido no instalarlo en la pared para evitar preguntas en caso de que el ejército visitara el asentamiento.

Ruth agitó todas las láminas de plástico que pudo con movimientos rápidos y secos, tratando de hacer saltar a cualquier nano que se hubiera posado sobre la tienda.

De pronto, la cortina de plástico que tenía a la derecha se desplomó, cayéndole sobre el hombro y la cadera. Ruth dejó escapar un grito. El plástico estaba intacto; lo único que se había desgarrado eran las láminas reforzadas de la parte exterior; pero si las demás láminas se soltaban, la tienda podría caer sobre ella como si fuera una red; o incluso puede que se rasgara.

Cualquiera de aquellas dos posibilidades probablemente la mataría.

«No te pares», pensó, juntando las manos mientras miraba hacia el orificio rugiente que tenía sobre la cabeza. Acto seguido, volvió a agitar las láminas de plástico febrilmente.

El marco que habían instalado en el techo de la cabaña era más resistente de lo necesario. Estaba diseñado para soportar el peso de la nieve, pero aquellas vigas también sostenían el compresor de aire y un sistema de conductos conectados a un tanque de almacenamiento del tamaño de un automóvil. Habían encontrado aquel compresor en el almacén de una empresa de tuberías. Estaba propulsado por un enorme motor diésel que habían extraído de un viejo camión Peterbilt, y que habían escondido en un sótano bajo la cabaña después de instalar un cinturón de transmisión y un tubo de escape que iban hasta el techo. Ruth no podía oír el motor por culpa del ruido del ventilador, pero probablemente estaba haciendo que toda la construcción se estremeciera peligrosamente.

El compresor tenía una capacidad de 76.000 metros cúbicos por minuto. Eso significaba que podía extraer todo el aire del laboratorio una y otra vez en cuestión de segundos, pero resultaba imposible asegurarse de que toda la estancia fuera segura. Incluso aunque en el primer minuto se extrajera el noventa por ciento del aire contaminado y en el segundo, el noventa por ciento del aire restante, siempre quedaría una pequeña cantidad en la estancia.

Por desgracia, la tienda no estaba aguantando bien toda aquella presión, y Ruth también estaba preocupada por el resto del sistema. Si continuaba funcionando a máxima potencia, el compresor podía explotar o los conductos podían comenzar a tener filtraciones. Por eso aquella cabaña estaba situada en el extremo sur de Jefferson; en caso de fuga accidental, el viento la alejaría del asentamiento.

Pero ¿y si no sucedía así?

Exhausta, Ruth se subió al escritorio con una lámina de plástico que había extraído del kit de reparación. Mecida por el viento, se agitaba entre sus manos como si fuera una bandera. Parte del conducto que había en el techo estaba bloqueado por fragmentos de papel; entonces extendió la lámina de plástico y lo obstruyó completamente. Acto seguido, accionó el interruptor de emergencia para desconectar todo el sistema.

El ventilador se paró justo antes de que el motor se ahogara y se detuviera. Ya no había necesidad de mantener la lámina de plástico en su lugar. Había sido absorbida casi en su totalidad y Ruth tiró de los extremos tanto como le fue posible, asegurándolos a la parte superior de la tienda.

Repitió el proceso con otra lámina más grande. Después se bajó del escritorio y examinó el laboratorio con la mirada. La tienda seguía fijada a la pared que había justo detrás de la mesa. Aquél no era el muro que pretendía que perforaran desde el exterior, aunque ahora debería serlo. Fuera de la tienda, la estancia no había sido descontaminada. Tendría que sellar el plástico a la pared antes de que pudieran abrir un acceso.

Encontró el
walkie-talkie
.

—Estoy bien —dijo, inclinándose sobre el escritorio para golpear la pared con los nudillos.

—¿Ruth? —dijo Cam—. Santo Cielo, parecía como si toda la cabaña fuera a derrumbarse.

—Cambio de planes. Necesito que perforéis esta pared. —Dio un nuevo golpe, que recibió como respuesta un sonido seco, como el golpe de una palanca. Debía de haber un grupo bastante numeroso en el exterior.

—¡No! ¡Parad! ¡Parad! —gritó.

—¡Deteneos! ¡Esperad! —repitió Cam—. Tenemos que asegurarnos de que estamos en el punto correcto.

Ruth se alejó un poco de la pared. Sentía nostalgia, miedo y alivio. Cam siempre la comprendía rápidamente, excepto cuando ella trataba de expresarle sus sentimientos; pero había otra razón para pedirles que esperaran.

—Quiero volver a irradiar luz ultravioleta sobre todo el laboratorio —anunció mientras alcanzaba la lámpara—. Dadme diez minutos.

Veinte minutos después comprendió que no hacía más que postergar lo inevitable. Debía confiar en el sistema de descontaminación. Se había quedado sin opciones. No podía hacer más.

—Cam —dijo a través del
walkie-talkie
. Sabía que todos los demás también estaban escuchando, y que el cuerpo de Allison yacía a unos pocos metros en la habitación contigua. No era el mejor momento para decir nada. Pero aun así había muchas cosas que deseaba confesarle.

—Aquí estoy —respondió Cam—. Estamos listos.

—Esperad a que os dé la señal.

Ruth apagó la lámpara y rasgó la cinta aislante que sellaba el cuello del traje. El calor húmedo que sentía por todo el cuerpo comenzó a salir a borbotones. No pudo evitar contener la respiración y cerrar los ojos, no sólo para protegerlos sino también para saborear el aire fresco que sentía en el rostro.

«¿Habré conseguido extraerlo todo?», se preguntó.

De pie y sola entre aquella maraña de plástico, y separada de él por unos pocos metros, Ruth sólo quería comprobar si había perdido la cordura.

9

Cuando el rostro de Ruth emergió del orificio que habían abierto en el muro, Cam se mostró dubitativo. Ruth tenía el pelo rizado enmarañado y cubierto de sudor. A la luz de las linternas, su piel parecía tener un color rojo brillante, y tenía los ojos inyectados en sangre. Algunos miembros del grupo se apartaron. Se miraron los unos a los otros mientras Greg apretaba el rifle con fuerza.

—¿Ruth? —preguntó.

—Estoy bien —respondió ella.

En el lado derecho de su rostro podía verse un cuadrado de piel que parecía quemada por el sol. Cam se dio cuenta de que tenía la misma forma que el visor de la máscara. Ruth se lo había hecho con la lámpara de luz ultravioleta.

Tuvo que abrirse paso entre los demás para llegar hasta ella.

—Cuidado —dijo. Cam aún llevaba las gafas protectoras y la máscara, pero aun así Ruth trató de encontrar su mirada en medio de los destellos blancos de las linternas. Entonces ella sonrió y desapareció de nuevo en el interior, dejando tras de sí lo que parecía el ruido de una carcajada.

—¡Espera! —gritó Cam.

La euforia de Ruth parecía fuera de lugar. Cam se preguntó si tendría valor para golpearla si su rostro volvía a resurgir por aquel orificio. ¿Estaría infectada? «Al menos puede hablar», pensó.

—Tomad —dijo Ruth, dándoles el portátil a través del agujero. Sus manos dibujaron un gesto en el aire y después desaparecieron. La silueta negra del ordenador Dell habría caído al suelo si Cam no hubiera soltado la palanca para sostener el portátil.

A través del orificio del muro pudo ver el laboratorio y la tienda de plástico. Ruth estaba muy cerca de él, agitando las cosas que había sobre el escritorio con movimientos secos y apresurados. Cam comprendió hasta qué punto ella deseaba escapar, y se acordó de otras ocasiones en las que tampoco se había comportado conforme a su edad. En ocasiones, su inteligencia se veía eclipsada por sus emociones. De hecho, Cam pensó que aquella energía estaba directamente relacionada con su coeficiente intelectual. Parte del genio de Ruth consistía en ser capaz de obtener lo mejor de sí misma, aunque en ocasiones sus maneras también podían ser infantiles y enérgicas.

—Ayudadme —dijo, sosteniendo el portátil. Nadie quiso cogerlo, y Cam comenzó a gritar—: ¡Ayudadme! ¡Comenzará a darnos más cosas dentro de un instante!

Un hombre llamado Matthew agarró el ordenador y Cam se giró hacia la cabaña justo cuando Ruth hizo pasar por el orificio el microscopio de fuerza atómica.

Aquel artefacto no era mucho más grande que su muslo, un cilindro de metal blanco sujeto a una base y cubierto por un cono metálico conectado a un ocular de color negro. A Cam siempre le había maravillado que un artefacto tan pequeño pudiera diseñar unas máquinas tan importantes, pero por propia definición, la naturaleza de los nanos era infinitesimal. El microscopio también contenía un pequeño sistema eléctrico y varios microprocesadores, aunque la mayor parte de la superficie contenía los controles y los elementos ópticos necesarios para su uso. El corazón de la máquina, la palanca de puntas computarizada y la superficie de barrido no ocupaban una superficie mayor que la de una moneda.

A pesar de todo, pesaba unos veinte kilos, y Ruth lo sostenía con dificultad. Cam colocó los brazos bajo el artefacto y lo sujetó apoyándolo contra la pared.

—¡Espera! —gritó Cam.

Owen se colocó a su lado y juntos se llevaron el microscopio caminando sobre los escombros que había en el suelo. Cam estuvo a punto de torcerse el tobillo cuando pisó un trozo de madera y unos cuantos ladrillos resquebrajados.

Mientras lo depositaban en el suelo, pudo ver por el rabillo del ojo que Matthew volvía a la pared justo a tiempo para coger los cuadernos de notas y el traje de aislamiento de Ruth, una maraña de goma amarilla cuyas mangas y piernas colgaban alrededor del cuerpo de Matthew. El hombre no llegó a atrapar los tanques de aire y éstos cayeron al suelo, tirando del traje.

—¡Ten cuidado, Ruth! —gritó Cam, pero la mujer no estaba escuchando.

—¡Cam! —gritó ella—. ¿Dónde está Cam?

Cam dejó el microscopio junto a Owen y a otro hombre y regresó corriendo al lado de la cabaña. Ruth tenía una hoja de papel en la mano. Matthew hizo un movimiento para cogerlo, pero Ruth lo apartó con un movimiento brusco.

—¿Cam? —dijo de nuevo mientras le entregaba la hoja.

Cam reconoció el contenido al instante. Era un mapa. Después de la guerra, durante un tiempo llevaron consigo un frasco que contenía antinanos. ¿Qué otra cosa podían hacer? En un principio lo usaron como amenaza contra las naciones enemigas y contra su propio gobierno para forzar a ambos bandos a poner fin a la guerra, pero entonces cayeron en una nueva trampa. Después encontraron una pequeña funda rígida en la que guardarlo, una simple funda para gafas, pero si el frasco se rompía por accidente, o si se lo robaban o eran asesinados, podría destruir el mundo una vez más. Aquel frasco era demasiado peligroso como para abandonarlo. Pensaron en enterrarlo, pero ¿y si la lluvia o la erosión hacían que saliera a la superficie? Entonces cualquiera podría abrirlo.

No consiguieron encontrar una solución hasta haberse asentado en Jefferson. Compraron una pequeña caja de hierro en Morristown y escribieron en ella mensajes de advertencia en inglés, hebreo y ruso. Ahora aquel frasco estaba enterrado a cuatro metros y medio de profundidad en las colinas que había al oeste del asentamiento. Tendría que quedarse allí. No podían permitirse perder dos o tres horas para desenterrar aquella caja, incluso aunque los parásitos fueran justo lo que necesitaban para amenazar a los chinos. ¿Conseguirían engañar al enemigo?

—¡Cam! —dijo Ruth.

Él la estaba mirando. Cogió la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, quedándose con las manos libres mientras intentaba pensar: «¿Qué más podemos necesitar?»

Las manos de Ruth aparecieron a través del agujero en busca de un lugar en el que apoyarse. Acto seguido, su silueta emergió de la pared. Matthew intentó agarrarla, pero Ruth se golpeó contra el muro, haciéndose daño en el brazo y lanzando un grito de dolor.

—¡Ruth, espera! ¿Hay algo más ahí dentro que necesitemos?

La mujer salió de la cabaña y cayó al suelo. Cam la agarró por la espalda y por la mano izquierda. Matthew la sujetó por el otro brazo. Juntos la ayudaron a ponerse en pie.

Ruth pareció rejuvenecer con la brisa fresca de la noche. Bajo la luz temblorosa de las linternas, su rostro desnudo y quemado parecía excitado y vulnerable. El sudor le goteaba por la frente y respiraba dando enérgicas bocanadas, lo que hacía que sus senos se dibujaran bajo la camisa. Cuando se apoyó sobre él, Cam la abrazó tímidamente; pero se apartó antes de que ella también le rodeara con los brazos.

«Ni siquiera ha apagado las luces del laboratorio antes de salir», pensó, mirando el agujero iluminado que habían abierto en la pared. También se percató de que Ruth no había cogido el
walkie-talkie
. ¿Debía entrar él para cogerlo y apagar las luces? Aquello le pareció una locura.

—Muy bien, vamos —dijo Ruth. Su tono de voz aún contrastaba con el resto del grupo; resultaba demasiado vibrante, incluso feliz.

Protegidos tras los destellos de las linternas, Cam pudo notar el revuelo de los demás.

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