Epidemia (38 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Epidemia
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El impacto propulsó a Deborah hacia los árboles, separándola de Medrano y de Cam. Tal vez había rebotado. El dolor en el hombro fue terrible y se desmayó. Cuando volvió en sí, alguien le estaba golpeando el pecho. Cam jadeaba mientras la golpeaba, y ella se dio cuenta de que aquel nuevo dolor era demasiado agudo como para provenir de su puño. Apestaba a piel y a ropa quemada. Cam había extinguido unas llamas de combustible ardiendo en el uniforme de Deborah, quemándose la mano desnuda en el intento. Estaban rodeados de humo. El bosque estaba ardiendo.

—Deborah —dijo—. ¡Deborah!

Era obvio que él también estaba algo mareado, pero Deborah sabía que Cam había hecho un curso de primeros auxilios (aunque no era nada comparado con su propia formación, Deborah se alegró igualmente).

—Mi hombro. ¿Puedes ponerlo en su sitio? —pidió Deborah.

—Lo intentaré.—Cam se volvió y dijo—: Medrano. Ayúdame.

Le dobló el brazo y el codo, rotándolo hacia fuera mientras Deborah intentaba no retorcerse del dolor. Después, le levantó el codo todavía más, forzando la bola del húmero a entrar de nuevo en su cuenca a través del cartílago. Deborah perdió el conocimiento de nuevo. Pero después, el dolor disminuyó e incluso recuperó algo de movimiento.

No había tiempo para improvisar un cabestrillo. El humo era asfixiante, y podían ver las llamas devorando las ganchudas ramas de dos árboles.

—¡Vamos! —exclamó Cam.

Deborah tenía un cargo superior al de Cam (y Medrano también), pero le dejó ponerse al mando de todos modos. Recordaba cómo había convencido a Walls de que les enviase al oeste. Las mismas características que le hacían peligroso eran justo lo que los tres necesitaban en aquel momento: un coraje decisivo e implacable. Tenía que confiar en su agresividad. Era la base real de la suerte de Cam. En ocasiones, los riesgos que corría eran el mejor y el único camino.

Los tres descendieron corriendo por la ladera, gruñendo y cojeando. No tenían nada más, tan sólo se tenían los unos a los otros. Se habían quedado sin radio. Y sin agua. ¿Adónde se creían que iban?

El humo disminuyó, pero Cam cambió de dirección de repente, haciéndolos ir hacia un lado por la pendiente cuando parecía que habrían escapado del fuego si seguían descendiendo. Deborah estuvo a punto de preguntarle: «¿Qué diablos haces?» Había un espacio despejado, como una especie de prado, más abajo, sin maleza. ¿Por qué no atravesarlo? Después se dio cuenta de que aquellos árboles no tenían hojas y estaban muertos. Y algo se deslizaba por los grises robles podridos. Las hormigas cubrían la madera desnuda.

—Espera —dijo Cam—. No.

Después estiró los brazos como para tirar de ellos para cambiar de dirección de nuevo, pero se quedó parado y levantó las manos.

Había soldados enemigos esperando entre los arbustos.

Deborah vio al menos a ocho hombres en un frente de escaramuza, con los rostros ocultos por unas capuchas bioquímicas de color canela o por unas antiguas máscaras negras de gas. Sus chaquetas eran de color verde oscuro. La mayoría portaban rifles AK-47. Otros llevaban unas ametralladoras que no reconocía.

Uno de ellos gritaba en mandarín.


¡Bié dòng! ¡Xià jiàng!

Ella no lo entendía, pero sus intenciones estaban claras. Les indicó que se tiraran al suelo. En cuestión de segundos, otros tres soldados más aparecieron cuesta arriba. Las únicas vías de escape eran a través del humo o de las hormigas, pero Medrano estaba dispuesto a todo.

—Yo atraeré sus disparos —dijo.

—Espera —contestó Deborah—. No te muevas.

Ninguno de ellos llevaba ningún arma aparte de sus pistolas personales, y Cam había perdido su cartuchera al chocar contra el suelo.

Cam levantó las manos todavía más, y Medrano levantó un brazo, manteniendo la extremidad rota contra su costado. Deborah no tuvo más opción que imitar a sus amigos, aunque estaba amargamente decepcionada.

El hombre que había gritado se giró hacia sus hombres y señaló a dos de ellos.

—Onycmume ux нa землю —dijo.

«¡Son rusos!», pensó Deborah. Debería haberlo imaginado. Las tropas chinas no habrían llevado puesto aquel surtido de máscaras y guantes, ya que eran inmunes. Aquellas personas eran rusas, y también estaban huyendo de la plaga.


¡
Заŭмumecь дeлoм! —dijo uno—.
¡
Заŭмumecь дeлoм!

Deborah había aprendido la entonación y el ritmo de su idioma durante los meses que había pasado en órbita con el comandante Ulinov. Nikola incluso le había enseñado varias frases. Intentó decirlas ahora mientras el par de soldados se aproximaba, ocultos bajo sus capuchas bioquímicas.


¡
Доброе уmpo, moвapuщu! —dijo. «Buenos días, camaradas», aunque ya era bien entrada la tarde. Era un juego al que había jugado con Ulinov.


¿Kak
Bы noжuвaeme? —«¿Qué tal estáis?»

En ruso, las palabras eran ambiguas. La frase servía como un «hola» básico, pero también podía significar más cosas. Aquello les sorprendió. Los dos soldados vacilaron.

—Sois estadounidenses —dijo el oficial.

Estaban tan sucios y quemados que eran irreconocibles. Les había tomado por chinos. Por eso les había gritado primero en mandarín.


Da
—respondió Deborah. «Sí.»—. ¿Dónde estamos?

—Arrodillaos —respondió el oficial al tiempo que indicaba a sus soldados con un movimiento que los capturasen.

—¡Esperad! —exclamó Cam—. Atrás. Podemos protegeros de la nanotecnología china, pero probablemente estemos cubiertos de ella. Venimos de las zonas de plaga. Podríais infectaros si nos tocáis.

—Entonces estaríais enfermos —dijo el oficial—. No volando.

—Soy la comandante Reece del ejército de Estados Unidos —dijo Deborah imponiendo su autoridad, pero Cam les sorprendió a todos. Fue sincero.

—Tenemos la nueva vacuna —dijo—. Si nos ayudáis, podemos compartirla con vosotros también.

El fuego se estaba aproximando. Deborah podía oír las llamas por la colina tras ella mientras el humo se espesaba.

—Deberíamos avanzar —dijo, pero el oficial se negó.


Nyet
. Entregadnos la vacuna —dijo antes de ladrar una docena de palabras que ella no entendió. El ruso más cercano retrocedió, pero ninguno bajó su arma.

—Dejad que me limpie primero —dijo Cam—. Puedo intentar descontaminarme, al menos un poco.

El oficial asintió, pero le quitó el seguro a su AK-47. Deborah se estremeció. «Un movimiento en falso...», pensó casi sin atreverse a respirar mientras Cam se frotaba a sí mismo con la maleza y con tierra. Era un procedimiento de descontaminación bastante rudimentario, aunque inteligente, como siempre. Deborah se preguntó qué más le habría enseñado Ruth. ¿Se le habría ocurrido aquello a él mismo? Era inteligente, sólo le faltaba formación. Y eso le volvía impredecible.

—La comandante Reece y yo estamos al mando aquí —le dijo Medrano.

—De acuerdo.

—Mantén la boca cerrada a partir de ahora.

—Los necesitamos. Míranos. —Cam se detuvo apretando un puñado de tierra marrón contra su manga, haciendo caso omiso de los arañazos y los cortes que tenía bajo su uniforme quemado—. Pero ellos también nos necesitan.

—Deberíamos haber negociado —rugió Medrano. Después miró a Deborah—. ¿Comandante? Todavía estamos a tiempo.

—No, creo que tiene razón —dijo Deborah.

—Ésta es la misma gente que bombardeó Leadville y que inició toda esta puta guerra.

—No es verdad. En este momento sólo son supervivientes, como nosotros. —Deborah se volvió hacia Medrano con todo el aplomo que pudo reunir, con los ojos llorosos a causa del humo—. Ni siquiera sabemos dónde estamos, capitán. Estamos heridos. Y desarmados. Creo que Cam tiene razón.

—¿Qué les impide dispararnos en cuanto les entregue la vacuna?

—La información. Díselo, Cam.

Cam le dirigió a Deborah una pequeña sonrisa. Era un signo de aprobación y, por primera vez, Deborah entendió por un segundo la atracción que Ruth sentía hacia él. Bajo aquellas cicatrices, era atractivo, y oscuro, y competente.

Tras sacar una navaja de su cinturón, se agachó y hundió la hoja en el suelo para intentar limpiarla de nanos. Después se levantó y sostuvo el cuchillo sobre su mano izquierda.

—Necesito a un hombre —les dijo a los rusos.

—Sidorov —dijo el oficial.

En respuesta, el soldado entregó su rifle a sus compañeros y se acercó.

—¡Dígale que no se quite la capucha! —dijo Cam—. Que no respire y que extienda el brazo.

«Será mejor que esto funcione —pensó Deborah mientras el oficial traducía lo que había dicho Cam—. Si se infecta, si cae al suelo con espasmos, nos matarán.»

Cam mojó la punta de la hoja con sangre de su propia mano. Después arremangó la manga de la chaqueta del soldado y le hizo un pequeño corte en el brazo.

—Estamos intentando llegar a Los Ángeles —dijo mientras procedía—. Mi equipo posee información acerca de la fuente original de la plaga. Creemos que podemos detenerla.


¿
Kpышa noexaлa? —dijo el oficial. «¿Cómo?»

—Necesitamos llegar a Los Ángeles —respondió Cam, adoptando una postura firme con él, pero el oficial respondió a la testarudez de Cam con la suya propia.

—¿Cuánto tiempo tardará en estar seguro mi hombre? —preguntó el oficial.

—Ya lo está. Ya sabéis lo rápido que actúa la nanotecnología.

—Pero ¿cómo vamos a saberlo? No hay pruebas.

—Dile que se quite el equipo de protección.

«Llegó el momento», pensó Deborah, y se puso tensa mientras el oficial hablaba con aquel hombre, dispuesta a desenfundar su arma, preparada para correr aunque el hombro le palpitase de dolor.

El soldado se quitó la capucha bioquímica. Era sorprendentemente joven, rubio como Deborah y casi con la tez igual de suave. Era un adolescente, aunque su mirada era dura y fría como la piedra. Deborah quería decirle algo, pero el muchacho no la entendería ni aunque lograse encontrar las palabras. «Somos tus amigos», pensó.

—Доброе ympo —balbuceó.

Los ojos de veterano del chico recorrieron de arriba abajo su alto y demacrado cuerpo. Seguía sin mostrar ninguna emoción.

—Como veis, está bien —dijo Cam—. ¿Quién es el siguiente?

—Esperaremos —dijo el oficial.

—Necesitamos ir a Los Ángeles, a un lugar en la periferia más alejada de la ciudad. Creemos que sobrevivieron a las bombas.

—Eso no es imposible —respondió el oficial.

Deborah sintió una leve esperanza y se preguntó dónde estaban y si podrían conseguir un avión.

—Venid con nosotros —dijo el oficial—. Mantened la distancia. Sidorov será vuestro guardia.
¡
Oбезоружьme ux!

El chico señaló la pistola de Deborah. Ella no se resistió. Medrano quiso hacerlo, pero tenía media docena de rifles apuntándole, de modo que dejó que el chico le quitase el arma también.

Atravesaron la colina caminando. Deborah reunió nuevas energías conforme el sol emergía desde la bruma, filtrándose entre los retorcidos robles. Era de un suave y dulce color amarillo. Apestaban a humo y a combustible, pero inspiró profundamente el aire puro de la brisa. La tierra olía diferente allí que en Colorado, más a tierra y menos a hierba. Nunca había olfateado nada tan maravilloso.

El oficial ruso intentó mantener la cuarentena, caminando con el resto de sus hombres varios pasos por delante de Deborah, Cam, Medrano y el chico, pero Deborah pronto desfalleció. Medrano intentó sostenerla, pero él tampoco estaba mucho mejor. Al cabo de unos minutos, el oficial ordenó a todos que se detuvieran y le pidió a Cam que vacunase a otros dos hombres. Necesitaba que alguien cargase con los prisioneros.

Unos pocos soldados ya habían desaparecido, corriendo por delante. Deborah creía que otros dos o tres habían vuelto hacia el humo. ¿Para qué? ¿Para combatir el fuego?

Dividir el pelotón había dejado al oficial sólo con cuatro hombres, incluido él mismo y el chico. Deborah suponía que si había un momento para dominarlos, sería ése, pero se cayó al suelo presa de las náuseas. Sólo fue ligeramente consciente de que Cam repetía el procedimiento con la navaja o de que Medrano le quitaba la cartuchera para improvisarle un cabestrillo para el brazo. «Esto es lo que se siente al entrar en
shock
—pensó—. Estás en
shock

—Agua —dijo—. ¿Ha... hay agua?

El chico le entregó una cantimplora a Medrano. Tal vez ayudase. Cuando la llevaron al campamento ruso quince minutos después, Deborah seguía consciente. Vio un camión en el pedregoso barranco. También había una red de camuflaje colgando de una gruesa roca gris. Colocaron a Deborah debajo. Su último recuerdo era la luz del sol sobre la tela.

Dos horas después estaban sobrevolando el terreno marrón en un helicóptero. Deborah seguía atontada. Se sentía como hipnotizada por la estruendosa vibración de los rotores y el patrón de sombras de los barrancos y las estribaciones inferiores que pasaban a gran velocidad. El sol brillaba bajo al oeste. La oscuridad iba apoderándose de todos los picos y crestas.

«Disfrútalo mientras puedas», pensó.

El aire allí era puro, pero, por delante de ellos, el cielo meridional se perdía tras gigantes nubes negras. La radiación y el humo planeaban sobre la cuenca de Los Ángeles como una cadena montañosa, con todas sus inmensas pendientes, su volumen y sus cimas inclinadas hacia el interior, arrastradas hacia el este por el viento del océano. Era un mundo diferente. No todos ellos se marcharían de allí. Aunque no hubiese más disparos, y aunque Freedman estuviera viva y la encontraran, no había espacio en el helicóptero. Al menos una persona tendría que ceder su asiento.

La aeronave en la que viajaban era un viejo helicóptero de la KTVC News 12, de casco estrecho y corto. También era de un intenso color rojo. Al principio, Deborah pensó que estaban peligrosamente expuestos dentro de sus ventanas de plexiglás, pero el color del helicóptero era lo de menos. Lo que importaba era la señal del radar y, sobre todo, sus códigos del transpondedor y de la radio.

Estaban a doscientos veinticinco kilómetros de San Bernadino. El Osprey se había estrellado en la cara oriental de las Sierras, cerca del monte Whitney y del Parque Nacional Sequoia, en la parte central de California. Bornmann debía de haber virado al norte antes de recibir el impacto en un intento de escapar de los cazas. Estaban en territorio ocupado por los chinos. Los rusos no debían estar allí. Sus fronteras con el Ejército Popular de Liberación estaban a ochenta kilómetros al norte, justo al sur de Fresno, aunque habían logrado mantener Fuerzas Especiales dentro de esa línea. El oficial, el teniente coronel Artem Alekseev, estaba al mando de varias unidades de vigilancia encubierta cuyo aislamiento les había salvado. Un tercio de los hombres de Alekseev habían caído víctimas de ráfagas de nanos transportados por el viento, pero no había nadie más a quien enfrentarse. Habían sobrevivido. Y ahora se habían aliado con los estadounidenses, o viceversa.

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