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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (41 page)

BOOK: Epidemia
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«Mierda —pensó Cam—. Joder, creo que ha olvidado dónde está.»

Cam dio un paso hacia ella con las piernas rígidas. Vacilaba a cada movimiento, e incluso el vello se le ponía de punta de la tensión. La obligaría a reconocer dónde estaba o se enfrentaría a ella. Con un poco de suerte podría desarmarla. Sus nanos debían de estar en frascos de plástico o de cristal, como había hecho Ruth.

—Hay una nueva plaga —dijo—. La plaga mental.

Sus mirada se volvió hacia él, clara y temerosa.

—Puedo detenerla —dijo.

—¿Cómo?

—Hay un marcador en la vacuna. Yo misma ayudé a crearlo, pero hicieron todo el trabajo que pudieron sin mí. Necesito componentes clave y unos programas informáticos para diseñar mi propio instrumento.

—¿Tú instrumento? —dijo Cam sin comprender.

—Sé que está ahí.

—Viste al mismo hombre el mismo día —dijo Deborah para provocarla, pero también la distrajo.

Cam estaba a punto de subir sobre las tablas de madera rotas; podría derribarla tirando de sus pies por debajo. Pero Freedman sonrió y dijo:

—Sí. El otro laboratorio está cerca.

—¿Cómo puedes detener la plaga mental?

—Puedo alterar la vacuna y crear una herramienta. Una nueva especie de nanotecnología.

Ahora estaba completamente lúcida, hablaba deprisa, como si estuviera pronunciando un discurso memorizado.

Debía de haberse repetido esas mismas palabras cientos de veces en cautividad, pero Cam se preguntó si podían confiar en ella. No parecía ser más sólida que la luz del sol sobre las persianas de una ventana. Ahora abierta. Ahora cerrada.

—Atacaré a la nueva plaga y a su vacuna —dijo—. Las personas infectadas se recuperarán y desactivará la vacuna en todos aquellos que hayan sido inoculados.

—Dios mío —dijo Cam.

Si lograban encontrar el otro laboratorio, y si Freedman podía hacer lo que decía, se cambiarían las tornas con los chinos. Millones de personas en todo el mundo recuperarían su inteligencia al tiempo que los ejércitos chinos se volverían vulnerables a la plaga mental.

Deborah no se lo estaba tragando.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué eso no se giraría en contra y volvería a dejar a nuestro bando también expuesto a la infección?

—Porque puedo proporcionarle los mismos marcadores autónomos que desarrollamos para la plaga —explicó Freedman—. Mi herramienta reconocerá quién es inmune y quién no, y actuará de manera diferente en cada persona que encuentre.

—Tecnología inteligente —dijo Cam, buscando la mirada de Deborah—. Recuerda el salto que han dado. La plaga mental y su vacuna no son sólo máquinas. Hasta cierto punto, ambas son capaces de pensar, o incluso de algo más en el caso de la vacuna de refuerzo. Pueden recordar lo que han hecho.

—Aun así no funcionará —dijo Deborah—. Ninguno de nosotros estamos enfermos. No hay nadie más que nosotros y los chinos en cientos de kilómetros a la redonda, y ninguno de nosotros es portador de la plaga. Incluso si logra invertir quién es inmune y quién no, eso no soluciona nada si los chinos nos detienen. ¿Es que no lo ves? Ni siquiera tienen que matarnos. Les basta con mantenernos encerrados.

—Sí que portamos la plaga —dijo Cam—. Vinimos de Colorado. Tenemos que llevar algún rastro en la sangre. O en los pulmones. O en la piel.

Freedman asintió.

—La vacuna es lo único que os protege. Mi herramienta atacará a la vacuna.

—Y así es cómo se extenderá —dijo Cam. Después tocó el brazo de Deborah para intentar transmitirle tanto ternura como una absoluta determinación—. La plaga mental infectará a los chinos. Todos los que dejamos atrás despertarán.

—Pero eso nos incluye a nosotros —dijo Alekseev por detrás de él—. A mis hombres y a nosotros. Lo que pretende construir nos infectará a nosotros también, ¿verdad?

—Sí.

Deborah siguió mirando a Cam sin decir nada, pero Alekseev asintió.

—De acuerdo, vamos —le dijo Cam a Freedman—. Tienes mi palabra. Encontraremos el laboratorio.

Merecía la pena si con ello conseguía salvar a Ruth.

Alekseev registró a Freedman pistola en mano y le quitó los cuatro frascos de plástico que Cam estaba convencido de que contenían los nanos. También le quitaron la mochila. Deborah la revisó con cautela.

—Aquí no hay nada más que cantimploras —dijo ella, mientras Medrano y Alekseev acosaban a Freedman a preguntas para obtener más información.

—¿Qué es lo que estamos buscando? —preguntó Medrano, pero Freedman se limitó a llorar en el regazo de Cam una vez abordo, con los seis apretujados en el helicóptero. Se escondió en su pecho y su cuello y lloró como una niña desconsolada, mojándole la ropa negra por las cenizas mientras formaba palabras entre sus sollozos sin aliento.

—Fue Dutchess —susurró—. No fui yo. Fue Dutchess.

Cam se esforzaba por escucharla. Tal vez ella necesitase aquel secretismo. Estaba claro que había aprendido a esconderse durante su encierro, tanto de sus captores como de su propia conciencia.

—Ella no sabe adónde vamos —dijo Deborah—. Lo único que puedo deciros es que no habrá aviones ni camiones. Los chinos no se habrían arriesgado a tener un tráfico constante, aéreo o terrestre, entre los laboratorios. Nuestros satélites podrían haber detectado el patrón. Eso significa que debe de estar cerca de aquí.

—Hay cinco mil edificios cerca de aquí —respondió Medrano.

—Busca otro hospital —dijo Cam—. O un complejo de oficinas, o un colegio. Necesitarían espacio: salas limpias para el laboratorio, salas de almacenamiento, cuarteles... Vayamos hacia el sur. Ella iba hacia el sur.

—Ella se ha vuelto loca —dijo Medrano.

—Es más inteligente que el resto de nosotros juntos. Creo que se dio cuenta de algo. Había pistas. ¿Kendra? —Cam suavizó la voz—. Kendra, ¿dónde está el otro laboratorio?

—Encontré a la policía —dijo—. Se lo conté. A dos mil novecientos dieciséis metros. Se lo conté.

Estaba balbuceando sin sentido. Estaba enferma, físicamente enferma. La cara redonda y las papadas de la foto de Rezac se habían transformado en una especie de calavera viviente. Los pómulos marcados tiraban de su piel, razón por la que sus ojos parecían tan grandes y sobresalientes. No pesaría más de treinta y seis kilos.

25

Kendra Lelei Freedman había sobrevivido al año de la plaga sólo gracias a un extraño karma. Mientras la nanotecnología causaba estragos al norte de California y se extendía rápidamente, ella logró llegar, no se sabe como, hasta la oficina del gobernador en Sacramento. Kendra seguía llevando puesta su bata de laboratorio, lo cual debía de haber ayudado. También gritaba más fuerte que las demás personas aglomeradas fuera de los edificios de la capital, y usó su peso para abrirse paso hacia delante. Convenció a un guardia nacional de que sabía lo que se escondía tras los informes confusos. Un oficial la escoltó por las barricadas.

La policía estatal la metió a ella y al gobernador en un helicóptero de la Patrulla de Carreteras de California sólo para verse abrumados por la multitud, y las frenéticas llamadas por radio del piloto pasaron inadvertidas en medio del caos. No ayudó que la lluvia de marzo se transformase en nieve conforme se apresuraban hacia el este. Después se infectaron, al volar por debajo de los tres mil metros. El piloto consiguió elevar el helicóptero hasta una altura segura en medio de la tormenta, pero llevaba un ojo sangrando y estaba semiconsciente cuando se estrellaron contra la ladera de una montaña.

Otras personas llegaron al mismo pico. Demasiadas. Sólo duraron hasta el verano, cuando jugaron su primera partida de Piedras. Era una competición que Kendra se había inventado, un engañoso juego de ingenio que dominaba. Los perdedores eran asesinados y comidos. Kendra sabía que nunca podía perder, no con su memoria. Convenció a la mayoría de que estuviesen a favor de jugar porque las primeras víctimas serían las más traumatizadas, las menos inteligentes y las menos útiles. Lo consideraron justo. El grupo se iba reduciendo y Kendra lo manipulaba todo el tiempo. Aquello le hizo perder la cabeza. No era lo bastante valiente como para suicidarse, de modo que murió de otros modos. Sea como fuere, Kendra todavía vivía cuando empezó la guerra de la plaga. Los rusos la encontraron. Kendra les dijo quién era para evitar que le disparasen, y ellos se la entregaron a los chinos.

El MSE empezó a manipular su frágil alma. Le dijeron que Estados Unidos había sido erradicado por un ataque nuclear a gran escala y le mostraron pruebas de imágenes por satélite, algunas de las cuales debían de ser reales. La subieron a un avión y volaron durante casi un día. Después le dijeron que habían aterrizado en el Himalaya, donde estaban intentando desesperadamente defenderse de los tanques y la infantería india. Le ofrecieron una oportunidad para redimirse: crear una nueva nanotecnología. Su propia gente ya había estado trabajando en la plaga mental. Kendra sería el catalizador que la haría operativa. Dijeron que la nueva enfermedad debía de ser un método para acabar con la guerra que no derramase sangre. Le contaron que sólo querían unir ambos países bajo un mismo gobierno antes de que otro ataque nuclear acabase con aquellas pocas islas seguras por encima de la plaga de máquinas. No le contaron que la vacuna de Ruth ya se había extendido, permitiendo que la gente reclamase el mundo por debajo de los tres mil metros de altura. Y Kendra nunca pidió salir para comprobar su ubicación. Ya había visto bastante nieve y viento y rocas desoladas. Se sentía a gusto en su cálida prisión. Las mujeres que la atendían eran dulces y amables, todo lo contrario a lo que había vivido en la cima de aquella montaña. Quería creerles.

Kendra empezó a trabajar de nuevo. Se sumió en la perfecta lógica de sus microscopios, y cuando ocasionalmente se quedaba estancada en algún aspecto de la plaga mental, se dedicaba a otros proyectos y reexaminaba la tecnología Arcos para buscar puntos débiles. Tenía que haber alguna manera de destruirla. Sus manipuladores la dejaban trabajar en diferentes líneas de investigación porque aquello la mantenía contenta. También se dio cuenta de que esperaban que sus esfuerzos abrieran nuevas posibilidades en sus programas de artillería. Para cuando descubrió la vacuna de Ruth en su propia sangre junto con la nanotecnología de refuerzo ya era demasiado tarde. Ya era demasiado tarde cuando se dio cuenta de que había vuelto a repetir su terrible error, proporcionándoles el poder de acabar con el mundo de nuevo.

Se puso en huelga. Pero no duró mucho. El MSE empleó la privación de sueño, los fármacos y el frío para obligarla a trabajar. Dejó de comer, pero la alimentaron a través de un tubo gástrico y por vía intravenosa. Y cuando dejó de ser eficiente, empezó el dolor. Electricidad, cuchillos... Juró volver a ayudar para que cesara.

Se había vuelto errática, y lo sabía. En ocasiones exageraba su comportamiento cuando era totalmente dueña de sí misma y provocaba oportunidades para fingir y engañar. También ayudaba el hecho de que para entonces entendía gran parte de su idioma. Fingía querer ser uno de ellos, lo que esperaba que agradase a sus supervisores. Se negaba a hablar en otra lengua que no fuera el mandarín, confundiendo adrede las palabras y desordenando sus notas escritas. Kendra sabía que esperaban que mejorase la plaga mental de manera que se pudiesen introducir pensamientos en las personas infectadas, no sólo afectando a su capacidad de pensar sino dando forma y alentando espíritus cooperativos. Todavía faltaban muchos años para que eso fuera posible. Enseñar a la nanotecnología a interrumpir la función cerebral superior ya era bastante extraordinario, pero mostró ambición y les convenció para aumentar la masa atómica de los nanos para permitir el espacio necesario como para albergar esos programas. Los chinos no se dieron cuenta de que la masa extra que había creado también incluía un mensaje codificado.

Por desgracia, no estaba segura de que alguien llegase a encontrar jamás su grito de socorro. Y lo que era peor todavía, no se le ocurrió utilizar los nuevos marcadores autónomos para revertir el estado de quienes se habían infectado con la plaga mental hasta que le arrebataron ambos tipos de nanotecnología. Su mejor baza para detenerlos era proseguir con sus investigaciones en la tecnología Arcos. Creó una nueva plaga de máquinas, primero disminuyendo su tamaño para aumentar su velocidad. También le cambió el motor térmico con una simple reacción a base de proteínas. Eso fue fácil. La tecnología Arcos era eficiente para desintegrar tejido orgánico, función que le había atribuido para crear así energía. Bastaría para destruir a todos los que participaban en sus programas nanotecnológicos, incluida ella misma.

Por fin estaba preparada. Demasiado tarde. Más que ninguna otra cosa, aquellas deprimentes y miserables palabras resumían su vida. Demasiado tarde. No había logrado cortarse las venas lo bastante profundamente en la cima de la montaña, y había seguido comiendo en pequeñas cantidades incluso después de haber jurado por Dios y por el diablo que iba a dejarse consumir, pero la reducida tecnología Arcos la mataría igual que debía de haberlo hecho el modelo original años atrás. Kendra pensó que moriría después de abrir el primer o el segundo frasco.

Se equivocaba.

Los chinos habían reconstruido el San Bernadino. Aun así, las ondas expansivas de los misiles derribaron la mayor parte del edificio. Atrapados en sus oscuras salas, sus equipos de investigación y el personal militar necesitaron horas para salir de allí. Al menos una docena de personas resultaron heridas o desaparecieron. Nadie más volvió para ayudar. La mantuvieron alejada de las ventanas, y la penumbra era continua, pero Kendra pensaba que era por la tarde cuando la escoltaron hasta sus laboratorios en el sótano para recuperar su material. El comandante Su dijo que tenían que prepararse para mudarse.

No había suficientes personas para llevárselo todo, de modo que Kendra se llenó los bolsillos con cajas de muestras y con memorias USB, y con ocho finos frascos de nanotecnología. Después la sacaron y la llevaron hacia el creciente estruendo de un helicóptero.

La aeronave se acercaba desde el sur mientras ella se alejaba de los demás hombres y mujeres, observando la ciudad negra y devastada. Le dejaron su espacio. Estaban acostumbrados a su manera de actuar y no tenía ningún sitio a donde ir.

El helicóptero aterrizó en un área despejada por los hombres del comandante Su. Kendra no sabía si pretendían trasladarla al otro laboratorio o si estaban trayendo a aquellos equipos al norte. Quizá debería haber esperado. Pero no tenía demasiado autocontrol. Lanzó un grito de angustia y rabia y lanzó el primer frasco.

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