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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (40 page)

BOOK: Epidemia
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—¡La veo! —exclamó Deborah.

¿Era Freedman? Las fotos de archivo mostraban a una mujer corpulenta. Aquel veloz espectro era enjuto y jorobado y sus hombros sobresalían sobre su cuerpo delgado. ¿Quién si no podía ser? Aquella mujer parecía haber acabado con dos o tres pelotones de soldados chinos, lanzando nanos y derribando helicópteros, pero podía ser cualquiera, ¿no?

¿Y si los chinos habían capturado a otros investigadores estadounidenses o a algunos de los mejores científicos de Europa o la India?

—Huжe нac —dijo Obruch.

La bruja corrió por la lisa superficie de una pared de ladrillos caída y saltó hacia el espacio entre un coche y un amasijo de cables. Después desapareció como por arte de magia.

—Onycmume нac нa землю —dijo Alekseev a Obruch, señalando.

Deborah les interrumpió. Había reconocido la palabra «aterrizar».

—Espere, coronel. Será mejor que aterricemos lejos de ella o nos matará también.

Si los cálculos de Alekseev eran correctos, si realmente era ella, Freedman se había dirigido hacia el sur al abandonar el hospital para ir a algún otro destino. No la habrían visto de no ser por los campos de hombres muertos que marcaban su paso. ¿Hacia dónde iba?

Obruch descendió hacia los escombros a cuarenta y cinco metros de donde la habían visto por última vez.

—¡Cam, ven conmigo! —gritó Deborah, abriendo la puerta y saliendo hacia el ruido y el polvo de los rotores—. ¡El resto quedaos aquí!


Nyet
! —dijo Alekseev—. ¡Yo también voy!

—De acuerdo. No dejéis que se escape, pero no la agobiéis tampoco. ¿Entendido? —Deborah inspeccionó las cenizas con los ojos entrecerrados con más temor que emoción—. ¡Tiene algún tipo de nanotecnología!


Da
. —Alekseev cogió el transmisor de su cinturón y le gritó algo a Obruch al tiempo que le hacía señas. «Si Freedman nos mata, al menos Medrano y Obruch pueden intentarlo de nuevo», pensó Deborah. Ése era su mejor plan. Todo dependía de la débil conexión entre Cam y aquella mujer... y si era otra persona, alguien que ni siquiera hablase inglés...

«Tenemos que correr el riesgo.»

Los tres corrieron hacia los asfixiantes escombros bajo el helicóptero. Deborah sólo tenía una mano para agarrarse. Se resbaló y cayó en un montón de ladrillos y mortero, tuberías dobladas y un baño de porcelana. Cada paso que daban levantaba una nube de hollín. Oyó cómo Alekseev le pedía indicaciones a Obruch, pero estaba demasiado ocupada abriéndose paso a través de un trozo de tela podrida como para girarse. Entonces se sobresaltó al escuchar dos sonidos delante de ella. Era un ruido de metal sobre madera, y Deborah se vio ante la bruja, que estaba sorprendentemente cerca.

«¡Ha corrido hacia mí!», pensó Deborah atónita.

—¡Espere! —dijo con voz áspera. Tenía la garganta demasiado seca como para lograr decir algo más.

La bruja estaba de pie por encima de ella. Se había subido a un montón de tablas de madera apoyadas sobre un poste derribado que indicaba una calle. Las cenizas cubrían los dos paneles blancos, doblados y colocados en forma de equis en la señal, pero aun así todavía podían leerse en letras negras: CRESTVIEW AVE y EAST 16TH ST. La oficial militar que había en Deborah pensó que aquello era importante. Aquello era la zona cero. Habían encontrado a su mujer. Tenía que ser Freedman. Pero la bruja no tenía rostro. Ni cuerpo. Podía haber sido una silueta andante. El oscuro óvalo en el que debería haber estado su rostro se fundía perfectamente con su negro cabello desgreñado, y sus ropas estaban cubiertas de ceniza. Lo único que la definía en su delgado y jorobado cuerpo eran los ojos. Sus ojos blancos ardían de poder y de tormento, y entonces sus brazos empezaron a agitarse también.

Deborah observó aquellas oscuras manos durante un instante, paralizada por la otra mujer. Llevaba una mochila. Ése era el extraño bulto que tenía en la espalda. Deborah también vio que tenía un grueso cardenal en su antebrazo izquierdo, una marca de un suicidio fallido. En un momento dado se había intentado cortar las venas.

—Espere. Soy la comandante Reece...

La bruja levantó ambos puños.

«Va a matarme», pensó Deborah.

Pero entonces Cam gritó:

—¡Kendra! ¡Kendra Freedman!

La bruja giró la cabeza.

—¡Somos Rangers del ejército estadounidense! ¡Somos Rangers del ejército estadounidense! ¡Hemos venido a rescatarte!

24

Todos los músculos del cuerpo de Freedman se tensaron. Fuera lo que fuese lo que llevaba en las manos, Cam no quería que lo lanzase hacia delante.

—¡Conocí a Albert Sawyer! —gritó—. ¡Soy un amigo!

Uno de los problemas es que llevaban uniformes rusos. Y otro es que el rostro de Freedman era una máscara salvaje. Sus ojos giraban y sobresalían de miedo.

—¡Voy a mataros! —ladró—. ¡Atrás!

—Conocí a Albert Sawyer —repitió Cam.

Esta vez la mujer pareció asimilar aquellas palabras. Agachó la cabeza y la volvió a levantar, no como un asentimiento, sino como una mujer que estaba comprobando sus pensamientos. Por un instante, Freedman parecía ignorar su presencia, pero no bajó los brazos.

Cam se deslizó hacia la superficial fosa en la que se encontraba Deborah por debajo de Freedman y se puso al mismo nivel de desventaja. Pensó que aquello la calmaría.

—Sawyer ha muerto —dijo con delicadeza. Esperaba poder compartir aquella información con ella. Pero cuando Freedman alzó los ojos, su expresión estaba cargada de terror.

—Están todos muertos —dijo, aunque su voz parecía estar desconectada del resto de su cuerpo. Era monótona y distante. Ni siquiera parecía que les hablase a ellos.

Kendra Freedman estaba loca. En algún momento dado había sufrido un brote psicótico.

Deborah reprimió un leve sonido similar a un lamento, pero no intentó huir. Se mantuvo firme, confiándole a él su vida. Él quería cogerle la mano. Quería decirle que todo iba a salir bien, pero tenía que centrar toda su atención en Freedman. La manga le había descubierto la mano y Cam observó la cicatriz de su muñeca. Había conocido a personas con tendencias suicidas. En algunas ocasiones era imposible llegar hasta ellas.

—Hemos venido a rescatarte —dijo—. Me llamo Cam.

Ella le hizo caso omiso. El helicóptero seguía batiendo sobre las ruinas que había tras él a su derecha. La mirada de la mujer se desvió en esa dirección, y después hacia la izquierda. ¿Qué miraba? ¿A Alekseev? Cam le habría gritado al ruso que no se acercase si no fuera porque temía levantar la voz.

—Soy un amigo —dijo.

—¡Atrás!

—Hemos venido para...

—¡Voy a mataros!

Freedman estuvo a punto de caerse cuando el montón de escombros bajo sus pies se removió, y echó su mano izquierda hacia delante para equilibrarse. Pero se mantuvo en pie, y ellos no murieron.

Era la segunda vez que reaccionaba violentamente a esa palabra. Amigo. ¿Por qué? Los chinos debían de haberle prometido lo mismo, y Cam se esforzó en buscar un modo diferente de conectar con ella. Sawyer. Se había detenido cuando había mencionado a Sawyer, de modo que dijo:

—Conocí a Al. Él me lo contó todo. Me dijo que no había sido culpa tuya.

—¿Cuál era su primer número de patente?

—Yo... eh...

La mano de Freedman se elevó de nuevo de manera amenazadora.

—Le gustaba ese número tanto como un millón de dólares —dijo ella.

De repente mostraba un absoluto control de sí misma, y ese cambio era excepcionalmente aterrador, porque ahora Cam veía su verdadera presencia y su intelecto. ¿De verdad sería más inteligente que Ruth?

Si intentaba engañarla lo sabría.

—Al me dijo que tu hermana te había regalado todos esos viejos discos de ABBA en CD por Navidad, y que los llevaste al laboratorio y los ponías todo el tiempo. Aquello le volvía loco.

«¡No digas esa palabra! —se advirtió a sí mismo—. Loco. Amigo. Vigila tus palabras.» Su mente iba a toda velocidad, pero procuraba hablar despacio.

—A Al le gustaba el hip-hop, y tú le hacías escuchar el rock pasado de ABBA y Duran Duran. Bromeaba con ello.

Sawyer la había llamado zorra estúpida. Su sentimiento de culpa le había vuelto frío y mezquino. Negaba que tuviera la menor parte de responsabilidad en el fin del mundo, a pesar de haber sido una parte integral del equipo de diseño de la tecnología Arcos.

Aquellas personas eran únicas. Su excepcional formación las diferenciaba de los demás. Ruth siempre se había sentido responsable porque ella podía hacer algo, pero nunca era suficiente. ¿Cómo debía de ser esa carga para la mujer que había supuesto la fuerza principal en la creación de la plaga de máquinas? Un planeta había muerto por su culpa.

«Si esto no funciona...»

La mirada de Freedman se desvió de nuevo hacia el helicóptero, negándole a Cam la oportunidad de establecer contacto visual. Eso sólo aumentó su nerviosísimo. «No podemos dispararle —pensó—. Pero tampoco podemos dejarla aquí. Los chinos ya han enviado tropas para recapturarla, y enviarán más. Seguramente ya haya otro helicóptero de camino en estos momentos.»

—Al —dijo Freedman como un robot.

—Hemos venido a rescatarte —repitió Cam—. Este helicóptero es nuestro. Somos soldados estadounidenses.

Ella se miró los puños. El miedo la había hecho abrir los ojos de par en par de nuevo, y Cam se dio cuenta de que gran parte del miedo que sentía era de ella misma, de las cosas que había hecho para escapar. No quería provocar más muertes.

—Llevadme al laboratorio —dijo.

—Iremos adonde quieras.

Pero dijo las palabras demasiado rápido, como si estuviese hablando con un niño. Su tono hizo que la mujer volviera a levantar el rostro y Cam vio que la científica estaba allí, cuerda, escuchando y coherente. Sus ojos brillaban triunfales.

—Construyeron otro laboratorio cerca —dijo—. Sé que está ahí.

—¿Quieres decir en el hospital San Bernadino?

—Construyeron otro laboratorio cerca. Decían que no, pero empleaban a los mismos mensajeros y vi al mismo hombre el mismo día. Sé que está ahí.

«Mensajeros», pensó Cam, poniéndola en duda. ¿De verdad podía haber deducido la existencia de un segundo laboratorio al que se podía llegar caminando desde el San Bernadino a partir de esa pequeña pista? «No para de repetirse de manera exacta», pensó. Se aferraba a algunas frases, como una mujer que se ahogaba y se agarraba fuertemente a un salvavidas, como si dudase o incluso se hubiese olvidado de quién era.

Aquello era más que un continuo estado de
shock
o sentimiento de culpa. ¿La habrían torturado los chinos?

—Por favor. —Deborah se pasó la mano buena por el pelo rubio oscurecido por las cenizas, quizá para reforzar el hecho de que no era asiática. Después levantó la mano con la palma hacia la mujer—. Por favor, Kendra. Ven con nosotros.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Cam—. Los chinos enviarán a más hombres...

—Los mataré.

—...y no nos queda mucho combustible.

Freedman empezó a agacharse sobre las tablas sueltas. Entonces se detuvo y observó.

—No tendremos que ir muy lejos —dijo—. Sé que está ahí.

—Ven con nosotros —dijo Deborah—. Por favor.

—No.

—Podemos llevarte de vuelta hasta las fronteras estadounidenses —dijo Cam con más seguridad de la que sentía. Necesitarían repostar incluso si no les impedían el paso los aviones chinos. «Y si nos detienen —pensó—, ¿le meto una bala en la cabeza o dejo que se la lleven porque han ganado y ella podría ayudarles a conseguir repoblar el planeta?»

«Dios mío. ¿Es mejor que muramos todos?»

«Quién sabe lo que podría llegar a crear si los chinos la mantenían encerrada durante el resto de su vida. ¿Qué nos harían a los demás? Si mejoraban la plaga mental, podrían controlar a todo el planeta durante miles de años, criar personas como si fueran vacas o perros, para hacerlas fuertes y obedientes. Belleza. Sexo. Sería mejor matarla», pensó, preguntándose si podría apuntarla con la pistola antes de que ella lanzase sus nanos.

—No voy a ir —dijo Freedman.

—No lo entiendes —respondió Deborah. Parte de su antigua arrogancia se reveló en su voz y su postura, y Cam la admiró por ello—. Ha muerto mucha gente buena para que nosotros pudiésemos llegar hasta aquí —dijo—. Te necesitamos.

—Necesito ver el otro laboratorio —dijo Freedman—. Allí crearon la vacuna.

—¡Tenemos la vacuna! Tú también debes de tenerla —dijo Cam, pero Freedman no se movió de su montón de escombros y permaneció de cuclillas. Volvió a recordarle a un niño pequeño. ¿Qué iba a hacer? ¿Contener la respiración?

De repente volvió a ponerse de pie, extendiendo los puños a ambos lados mientras miraba por encima de la cabeza de Cam. Deborah no era la única que estaba perdiendo la paciencia. El coronel Alekseev había mantenido la distancia, actuando como guardia, pero ahora se acercaba hacia las ruinas con su AK-47 en mano.

—¡Tenemos que irnos! —gritó.

—No voy a ir.

—No parece que sepas dónde se encuentra ese laboratorio —dijo Cam con voz suplicante.

—Podemos mantenerte a salvo en Colorado. Tenemos equipamiento. Y hay un microscopio de fuerza magnética y...

—El laboratorio está cerca. ¡Sé que está ahí!

La pasión de Freedman le recordó de nuevo y de manera incómoda a Ruth. Tal vez por eso dudaba. Se habían obsesionado con sacarla de la periferia de Los Ángeles y el cansancio y las prisas les habían impedido imaginar un cambio de planes. ¿Y si tenía más sentido quedarse allí?

—¿Por qué? —preguntó Cam, intentando no retroceder ante una ráfaga de cenizas. El helicóptero rugió cerca en respuesta a alguna señal de Alekseev, azotando las ruinas con polvo y trozos de papel, pero Cam persistió—. ¿Por qué quieres la vacuna?

Y después añadió:

—¡Te llevaremos allí!

El intenso aire del helicóptero cesó cuando éste aterrizó, lo que facilitaba la conversación, pero Freedman levantó las manos a ambos lados de su cuerpo dispuesta a luchar. Cam flexionó su cuerpo, adoptando por acto reflejo la postura de un pistolero.

—Podemos avanzar mucho más rápido por aire —dijo.

A su lado, Deborah también se había llevado la mano al arma.

—¡Por favor! —suplicó—. Por favor, Kendra.

—Fue Andrew Dutchess quien liberó la tecnología Arcos, no yo —dijo Freedman—. Fue Dutchess. —Hablaba de nuevo con un hilo de voz, mientras se movía y parpadeaba de manera nerviosa.

BOOK: Epidemia
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