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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (25 page)

BOOK: Epidemia
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Deborah acabó preguntándose qué era más importante para ella: su país o su vida. El hecho de que Emma fuera tan inteligente fue un plus increíble. Era hábil con las manos y tenía buena memoria, y Deborah se permitió el lujo de experimentar una cierta rivalidad. «De ninguna manera pienso permitir que me humille», pensó.

—Bien, ya lo veo —dijo en voz alta.

—¿Y ahora qué?

«No lo sé», pensó Deborah, pero Bornmann las estaba mirando y ella no podía dejar ver su ignorancia.

El capitán Bornmann era un hombre enorme, no porque fuera especialmente grande, sino porque tenía un modo de moverse lento y perezoso que irradiaba peligro y resistencia. Bornmann fue quien estuvo al mando del equipo que entró en el complejo número tres, arriesgando las vidas de sus hombres para recuperar el material. Deborah comprendía sus dudas. Él quería milagros, pero ella no podía darle ninguno.

—¡Atención! —dijo Rezac a través del sistema de comunicación interno—. Están informando de ataques nucleares en Wyoming y en Montana.

—¡Santo cielo! —exclamó alguien.

—Los chinos han atacado casi todos nuestros silos. Y ahora van a por nuestros centros de mando. Parece que casi todas las infraestructuras de superficie están inutilizadas.

Deborah casi tuvo que sentarse. Se tambaleó cuando el corazón empezó a bombear sangre como si fuera un tambor. La furia que sentía era impropia de ella. Quería correr, pero ¿hacia dónde?

—Acabamos de recibir un mensaje cifrado de Salt Lake —informó Rezac—. Ellos también están siendo atacados; informan de la presencia de cazas y de transportes de tropas.

Aquellos ataques eran ambiciosos y estaban muy bien sincronizados. Los chinos habían enviado aviones hacia sus propios misiles, y la invasión estaba funcionando porque gran parte de los radares estadounidenses y canadienses estaban inoperativos. Las comunicaciones también habían sido interferidas. Durante las dos últimas horas, las conexiones por satélite de Grand Lake se habían llenado de interferencias o se habían interrumpido completamente. Los supervivientes de la base de Peterson y de Missoula estaban informando de que tenían los mismos problemas. Probablemente habría una docena de aviones de alerta temprana sobre las Rocosas, los cuales creaban un paraguas electrónico. Por eso los misiles lanzados desde China no se habían detectado; ahora esos aviones habían sido sacrificados por sus propios generales; todos habrían ardido o habrían quedado inutilizados por el pulso electromagnético.

En cuanto a los cazas y los transportes de tropas chinos, no cabía duda de que se habían aproximado volando a muy baja altitud, aprovechando la divisoria continental a modo de escudo para protegerse de las detonaciones nucleares. Debían de haber calculado la hora de llegada sobre sus objetivos para unos pocos minutos después de que los ICBM hubieran explotado.

«Esto aún no ha terminado», pensó Deborah. No importaba que la guerra estuviera perdida. El enemigo había vencido, pero ella sabía que los hombres y mujeres que la rodeaban jamás se rendirían. Tampoco lo haría la propia Deborah, no con el sentimiento de culpa por haber mentido a Caruso. No había sido un engaño demasiado grave, pero Deborah siempre había situado la integridad por encima de los sentimientos personales.

Ahora ambas deberían pagar el precio. Estaban en primera línea de fuego. Si los chinos querían tomar la base y conseguir prisioneros de las altas esferas, probablemente lo conseguirían, pero antes moriría mucha gente. «Sala por sala —pensó Deborah como si esas palabras fueran un mantra—. Lucharemos por todas y cada una de las salas.»

—El general Caruso ha ordenado que salgamos de aquí —dijo Rezac.

—¿Que salgamos de aquí? —preguntó Bornmann.

Deborah sintió la misma incertidumbre, incluso la misma consternación. Había tomado la determinación de luchar.

—Recoged el equipo —ordenó Rezac—. No podemos defender esta base contra tropas de asalto. Es imposible. Lo único que tienen que hacer es conseguir que el techo se derrumbe sobre nosotros. Salgamos de aquí.

—¿Ahí fuera? —preguntó otro hombre.

—Ya ha oído a la señorita —dijo Walls—. Iremos por el túnel norte.

—Santo cielo... —dijo el mismo hombre, pero el grupo ya se había puesto en marcha.

«Esto es una locura», pensó Deborah mientras trataba de evaluar el estado del equipo. El microscopio de fuerza atómica era más versátil, pero Emma ya había depositado una muestra de la plaga mental en la superficie del microscopio de fuerza magnética.

—Tenemos que llevarnos los dos microscopios —le dijo Deborah a Bornmann.

—Recibido. —Hizo un gesto a dos de sus hombres—. Sweeney, Pritchard, lleváoslos. Yo iré delante con Lang. General Walls, necesito que usted y todos los demás cojan más tanques de aire, señor.

—Bien —Walls acató la orden sin protestar.

Los tanques de los trajes sólo durarían unos cuarenta minutos más. Deborah no quería ser un incordio, pero se preguntó qué oportunidades tendrían ahí fuera si la montaña estaba cubierta de nanos y de tropas enemigas. ¿Y si aquello era otro error?

Entonces el sistema eléctrico falló y toda la estancia quedó a oscuras.

Deborah era competitiva. Le costaba comprender los fracasos, especialmente los suyos, y su opinión sobre el general Caruso había cambiado. Lo cierto era que él había analizado mal la situación al retrasar el ataque contra los chinos. Se mostraba reacio a atacar suelo estadounidense. Todo el mundo esperaba que algún día California volviera a ser territorio norteamericano, y Los Ángeles y San Diego eran ciudades costeras de mucha importancia.

Antes de que aquel pequeño grupo saliera del centro de mando, Caruso había intentado dar marcha atrás en sus esfuerzos diplomáticos. Intentó negociar los términos de una rendición. Estaba dispuesto a aceptar la derrota si conseguía obtener unas buenas condiciones por parte de los chinos, y se necesitaba una buena dosis de valor para negociar un alto el fuego. La misma clase de valor que Ruth debió de reunir para poner fin a la anterior guerra. Caruso siempre sería recordado como el hombre que capituló. Incluso luchó por conseguir ese papel, quitándole poder al secretario de Defensa porque creía que él podría desempeñar mejor ese trabajo.

Debió de habérselo pensado mejor.

El problema era que cada palabra que pronunciaba debía pasar por los traductores antes de llegar a los chinos, en ocasiones hasta dos o incluso tres veces. Los fallos en los sistemas de comunicaciones no hicieron más que aumentar esos retrasos mientras Caruso pasaba de los teléfonos por satélite a las radios, e incluso a las pocas líneas fijas que había entre las Rocosas y el sur de California.

El enemigo le había tomado el pelo a la perfección. Los chinos eran unos maestros en tácticas obstruccionistas. Siguieron prometiéndole contactos con oficiales de alto rango mientras aseguraban que esos mismos oficiales ya estaban ocupados con otros militares estadounidenses. Cada vez que los equipos de Caruso trataban de establecer contacto con esos compatriotas con quienes los chinos aseguraban estar manteniendo conversaciones, con frecuencia no podían más que verificar que esa gente estaba aislada, infectada o muerta. Enfrentarse a los chinos con esa nueva información no generaría más que nuevas excusas y contradicciones, que además deberían ser traducidas.

Los chinos sólo querían distraerlos mientras los misiles comenzaban a llover del cielo. Caruso debería haber lanzado un ataque contra su propio territorio, al igual que hicieron los indios en el Himalaya. Si hubiera destruido el sur de California, los chinos tendrían que haberse retirado, suspendiendo todas sus operaciones o desactivando la plaga mental; pero el enemigo debía de haber percibido sus dudas y su cobardía.

Deborah se había equivocado dos veces con respecto a él, lo que le hizo sentir que había depositado su lealtad en quien no la merecía.

—¡Alto! —gritó Bornmann a través de la radio.

Pritchard indicó a todo el grupo que se detuviera. Su traje negro era lo primero que Deborah podía distinguir en medio de la oscuridad. Sólo tenían dos linternas y un foco que funcionaba con baterías. La mayoría de los miembros del grupo no eran más que sombras, excepto Rezac y Medrano, cuyos trajes amarillos brillaban un poco más.

Treinta metros por delante de Pritchard había una viga que dificultaba el acceso a la cámara contigua. Bornmann y Lang se habían adelantado, dejando a Pritchard al frente del grupo. El soldado levantó el M4 y Deborah pudo escuchar una escaramuza breve y violenta que se produjo al otro lado. Pronto hubo terminado.

—Despejado —dijo Bornmann.

—Recibido. Adelante —contestó Pritchard. Llevaba el microscopio de fuerza atómica colgado a un lado del cuerpo, dado que los tanques de aire le ocupaban toda la espalda. Tenía la linterna y el M4 preparados en todo momento. ¿Acaso creía que Bornmann y Lang no podrían detectar a un posible infectado en la oscuridad?

Deborah miró a través de las puertas de los despachos que había a ambos lados. En la distancia, el sonido de los disparos retumbaba por todo el complejo. En más de una ocasión se escucharon pequeñas explosiones, y un silbido remoto e irritante sonaba en los oídos de Deborah, subiendo y bajando el tono en función de las paredes y los espacios abiertos que había a su alrededor. Los chinos se estaban abriendo paso, perforando las puertas blindadas o abriendo brechas desde la superficie. El más mínimo orificio en el centro de mando haría que la plaga lo infectara por completo.

Por el sonido de los enfrentamientos, sabían que la entrada principal y la puerta sur ya habían sido tomadas. Si el túnel norte estaba también bloqueado, aquél sería el intento de huida más breve de la historia. Deborah trató de no pensar en eso. Ya resultaba bastante difícil tener que correr con el traje de aislamiento y con un tanque de aire entre los brazos. Pesaba unos diez kilos. Se sentía avergonzada de no poder llevar más, pero correr con ese traje era como nadar en una piscina de pegamento con veinte kilos a la espalda. Simplemente no tenía tanta fuerza.

Entraron en la siguiente cámara, antaño unos dormitorios. Era una estancia aséptica y cuadra, con unas cuantas literas, varias taquillas y dos cadáveres apilados en el suelo. Bornmann y Lang los habían abatido a golpes. Ambos llevaban rifles, pero los disparos supondrían otro tipo de riesgo.

—Dios... —dijo Emma. Apartó la vista. Deborah no lo hizo. Pensó que aquellos dos soldados (sus propios soldados) merecían que ella se horrorizara. Se quedó quieta sin pensarlo siquiera. Walls chocó contra ella y la hizo caer de rodillas, con lo que el tanque de aire estuvo a punto de caérsele de las manos. «Te van a oír», pensó. El cilindro de aluminio resonaría sobre el cemento como si fuera un gong, llamando la atención de todos los infectados que hubiera en aquella ala.

Walls trató de levantar a Deborah, sujetándola torpemente por el brazo. Llevaba una mochila negra sobre un hombro, que contenía dos portátiles y un teléfono por satélite, además de dos tanques de repuesto en otra mochila que le colgaba del otro lado.

—Estoy bien —dijo ella.

—Ya casi hemos llegado.

Habló como si tuvieran intención de pararse a descansar, y Deborah asintió ante la mentira.

—Sí, señor.

Detrás de él iba Rezac. Los tres chocaron emitiendo un ligero sonido. Rezac llevaba la radio Harris, un tanque de repuesto y un M16. Medrano tenía otros dos tanques y el foco, una estrella blanca que le colgaba de la cadera. La luz caía sobre el suelo, iluminando la gruesa y flácida silueta de sus piernas. Sweeney avanzaba en la retaguardia con un M4, y caminaba inclinado hacia un lado por el peso del MFM.

Mientras avanzaban entre las literas vacías, Deborah volvió a pensar en lo afortunaba que era sólo por el mero hecho de seguir con vida. También pensó que quizá el general Caruso sabía el riesgo que corría al retrasar el lanzamiento de los misiles. Quizá después de todo tenía razón. Formar aquella pequeña unidad fue una prueba de su intento de luchar por todos los medios antes de desatar un holocausto nuclear de dimensiones planetarias. Caruso no sólo les había dado trajes para que tuvieran acceso a los nanos. Con la elección de aquellas personas, también había creado un grupo de mando alternativo. Ésa era la única explicación posible para el hecho de que le hubiera asignado al general Walls el mando de una escuadra de ocho personas.

Walls debía asumir el papel de Caruso como comandante supremo de los Estados Unidos si el complejo número uno caía en manos del enemigo. Rezac sería la especialista en señales. Medrano, ingeniero, sería el mecánico del equipo, y Bornmann y los demás soldados serían la fuerza de ataque. El sargento Lang también haría las veces de lingüista. Al igual que los demás traductores que Deborah había visto, Lang era de origen chino-americano, lo que le daba la ventaja de las habilidades comunicativas. A Deborah no le sorprendería que hubiera más miembros del equipo que hablaran mandarín, cantonés o ruso. Aquélla era una unidad de alto nivel, lo que dejaba a Deborah y a Emma como científicas de poco valor... ¿Qué esperaba Caruso de ellas? Si conseguían escapar y reunirse con otros supervivientes, ¿para qué servirían unos pocos ataques esporádicos contra los chinos? Incluso esa posibilidad parecía improbable. El aire no duraría más de dos horas.

—¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado! —gritó Pritchard mientras sujetaba a Emma por el hombro para ayudarla. Habían llegado a una de las puertas blindadas. Al otro lado había un tubo vertical por el que ascendía una escalera circular. Las botas comenzaron a retumbar sobre el acero.

Deborah levantó la vista inútilmente, ya que resultaba imposible ver el final. La altura del pozo hizo que se estremeciera. Bajó la vista de nuevo, pero el ascenso parecía interminable. Le dolían todos los músculos. Sintió cómo los muslos se entumecían. Acto seguido, escuchó un sonido metálico y el tubo se iluminó tenuemente.

Deborah volvió a alzar la vista. Bornmann había abierto de golpe una trampilla en el techo. Aunque Deborah vio un recuadro de luz, le daba la impresión de que aún le quedara mucho camino por recorrer.

«Sigue subiendo —pensó—. Sigue subiendo.»

Finalmente atravesó la trampilla y se sorprendió al verse en el interior de una caravana. Todas las puertas de acceso a los subterráneos estaban ocultas dentro de vehículos recreativos, cabañas o camiones. Los accesos a otras zonas de alta seguridad estaban cubiertos con redes de camuflaje para evitar que los aviones de reconocimiento y los satélites los detectaran. Aquel tubo no era una excepción. El cascarón hinchado de la caravana estaba justo al final de la escalera. Las redes de camuflaje del exterior estaban desgarradas o quemadas, y caían hechas jirones a un lado del vehículo. El cielo estaba negro. Reverberaba con el sonido de dos reactores, y Deborah pudo escuchar el sonido más grave de otros motores; a excepción de eso se sintió abrumada por el silencio que había a su alrededor.

BOOK: Epidemia
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