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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (24 page)

BOOK: Epidemia
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Las palabras cayeron sobre él como otra bala.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ingrid.

Ruth no respondió. Estaba esperando. Cam se giró por fin y ambos intercambiaron una mirada larga, nerviosa y llena de asombro y horror.

—La plaga de máquinas tenía el mismo problema —dijo Cam—. Significa que se trata de tecnología Arcos original.

—Era un prototipo —explicó Ruth—. Freedman y Sawyer los diseñaron con capacidad extra para que pudieran contener programas secundarios más avanzados. Querían estar preparados cuando llegara el momento de mejorarlos, y creo que los chinos han diseñado este contagio de igual manera. Aunque no parece que el desarrollo esté terminado. Aún no están listos.

—Quizá hayan planeado cargar nuevos programas una vez que todos estemos infectados. El modo en que esas cosas afectan a la gente podría ser sólo la primera etapa del ataque.

—Pero las codificaciones están vacías —dijo Ruth—. Por lo que he podido ver, no se trata más que de espacio inútil.

—No sabes hasta dónde han llegado —respondió Cam como si fuera un desafío. Fueron unas palabras crueles, pero había una parte de él que creía todo lo que había querido decir. «Son más inteligentes que tú. Más rápidos. Más agresivos.»

Ruth también alzó la voz.

—La nueva plaga se reproduciría aún más rápido si los nanos no fueran tan grandes —dijo—. Operaría a más velocidad y no tendría tantas probabilidades de... —Ruth titubeó, pero los ojos se le iluminaron como respuesta a la crueldad de Cam—. No tendría tantas probabilidades de causar la muerte.

—Vosotros dos —intervino Ingrid—, dejadlo ya.

Cam sintió cómo su estómago se le cerraba como si fuera un puño.

—Así no conseguiréis nada. —Ingrid se colocó entre ellos y posó las manos sobre el hombro de ambos, conectándolos, pero Cam se apartó para ocultar su rabia.

—Será mejor que vaya a por Bobbi —dijo Cam.

—¡Lo siento! —gritó Ruth—. Espera... No pretendía...

La luz del sol cayó sobre ellos. Las sombras aparecieron a sus espaldas y Cam parpadeó al mirar al horizonte. Al otro lado del valle en dirección norte se alzaba el muro de cuatro mil metros que formaba la cordillera Never Summer. Los picos blancos centelleaban bajo la luz rosada del amanecer. Aquel amanecer era una visión espectacular. No había nubes, pero la neblina permanente de la atmósfera actuaba como un prisma oscuro, refractando y reteniendo la luz. Las puestas de sol eran igualmente hermosas. Cam y Allison habían contemplado juntos aquel espectáculo cientos de veces, tratando de encontrar tanto consuelo como podían en el hecho de seguir con vida.

La Tierra comenzaba a experimentar los primeros efectos leves del invierno nuclear. Parecía más que probable que el calentamiento global se hubiera estancado o incluso revertido. Habían pasado tres años desde que decenas de miles de fábricas y centrales energéticas de todo el mundo habían dejado de funcionar, y todas las emisiones mundiales provenientes del tráfico debían de ser ahora similares a las de la ciudad de Miami antes de la plaga.

Al mismo tiempo, la atmósfera se había vuelto más densa por culpa del humo y de los escombros pulverizados. Se calculaba que la explosión de Leadville fue de al menos sesenta megatones. Y al otro lado del planeta se habían producido al menos diez detonaciones más. Los chinos se vieron obligados a dejar en suspenso la guerra por el Himalaya cuando la India lanzó varias bombas nucleares al norte de su propio territorio. Los indios fueron lo suficientemente prudentes como para informar de lo que estaban haciendo. Y su ataque no se dirigía contra los ejércitos chinos. Aquellas detonaciones nucleares fueron una maniobra defensiva, ya que querían interponer entre ellos y China una gran extensión de tierra inútil y letal; de modo que los chinos centraron toda su atención en otro lugar.

Probablemente, aquella victoria de la India aceleró los esfuerzos de China por controlar Norteamérica. Si los chinos hubieran gestionado mejor el conflicto en Oriente, quizá no habrían sentido la necesidad de competir con Estados Unidos de forma tan directa en la carrera por los nanos armamentísticos.

Observando la luz del amanecer, Cam expulsó esos pensamientos de su mente antes de que le paralizaran. Estaba exhausto y muy irritable.

—Voy a buscar a Bobbi y comeremos algo. Tenemos que ponernos en marcha.

—Cam, yo... —dijo Ruth.

—Cariño, ya lo sabe —intervino Ingrid—. Por favor, dejad de pelear. Ambos sabéis que jamás diríais nada en contra de Allison.

La luz del amanecer se estremeció. Dos destellos gigantescos iluminaron el horizonte, seguidos de un tercero, de un cuarto y de un quinto. La luz era sobrenatural. Devoraba el cielo y rebotaba contra las montañas como un muro silencioso que caía sobre ellas, desaparecía y luego volvía a caer de nuevo. Cam ya lo había visto antes. Se agachó y se tapó los ojos con el brazo; pero a pesar de todo seguía sintiendo los destellos. «Detonaciones nucleares», pensó.

—¡Al suelo! —gritó Ingrid.

—¡Santo cielo! ¡No! —exclamó Ruth.

Hacia el suroeste, en la oscuridad, pudieron verse unos aviones. Reactores. Cam abrió los ojos. El cielo refulgía con la luz del sol y una falange de siluetas brillantes sobrevoló sus cabezas. Sólo entonces pudieron escuchar el sonido de los motores, que cayó sobre ellos como una ola. Cam se arrojó al suelo, sin importarle si aquellos cazas volaban demasiado deprisa como para detectar unos cuantos cuerpos sobre la colina.

«La onda expansiva nos alcanzará pronto», pensó.

Ruth se colocó a su lado junto al jeep, cargando el M4.

—¿Eran aviones nuestros? —preguntó.

—No lo creo.

—¿Dónde han sido las explosiones? ¿En Grand Lake?

—No. Nos abríamos abrasado.

La luz del amanecer descendió sobre los puntos más elevados como una capa de pintura amarilla, transmitiendo calor a la tierra y a la hierba. Cam sintió el cambio de temperatura cuando se irguió para averiguar la procedencia de otro sonido distante. Provenía del este. Como mínimo un avión estaba dando la vuelta. ¿O acaso había más?

En algún lugar, Bobbi comenzó a chillar.

—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí! —gritó Ruth.

Al oeste, el cielo comenzó a estremecerse con el sonido de más motores: el grave zumbido de un avión propulsado por hélices. Cam esperó a que Bobbi llegara; corría sujetándose la máscara y las gafas con la mano.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

«Ataque al amanecer», pensó Cam, levantando la vista por encima del hombro de Bobbi. Al este, la luz del amanecer cambió de nuevo. Comenzó a apagarse bajo las siluetas inconfundibles de los hongos nucleares. Luego miró hacia el otro lado. Hacia el oeste pudo reconocer el fuselaje abultado del primer avión que emergió de la noche. Otro más le seguía muy de cerca. Eran dos Y-8 chinos, aviones de carga muy similares al C-130 estadounidense y que también se usaban con el mismo propósito: llevar tropas y material a zonas con poco espacio para aterrizar. Los cazas eran la escolta.

Fuera donde fuese donde se habían producido las explosiones nucleares, tenía que ser un lugar muy lejano. Pero parecía que los aviones chinos tenían otro objetivo. Cam sólo pudo pensar en un lugar.

—Esos aviones se dirigen hacia Grand Lake —dijo.

15

Deborah Reece levantó la vista del microscopio de fuerza atómica cuando toda la estancia se estremeció con un sonido seco.

—¿Qué...? —dijo, mirando hacia el techo de cemento.

La silla en la que se sentaba comenzó a traquetear cuando el sonido volvió a repetirse una y otra vez.
Bum. Bum. Bum
. El escritorio también se estremeció, y el visor de su traje de aislamiento comenzó a vibrar por la fuerza de las explosiones.

—Ataques aéreos —anunció Bornmann con un tono distante por culpa del traje—. Malditos hijos de puta.

Bum
.

—¿Dónde coño están nuestros aviones? —gritó alguien.

—Rezac, ¿qué tenemos? —preguntó otra persona.

Invadida por el miedo, Deborah creyó que Dirk Walls la había llamado. Era un general de la Marina, y se encontraba tan perdido formando parte de aquel pequeño equipo como la propia Deborah. Ella trató de darse la vuelta, girando todo el torso dentro del traje, pero Walls estaba hablando con la especialista en comunicaciones de la unidad, Michelle Rezac, la agente especial de la Agencia Nacional de Seguridad, una mujer de pelo oscuro con la voz suave y los ojos grises.

De pronto el suelo se inclinó hacia un lado. Deborah perdió el equilibrio. Toda la montaña se estremeció. Bornmann se precipitó sobre ella y Deborah lanzó un grito; pero incluso en medio de la confusión, lo que le llamó la atención fue el desplazamiento lateral del temblor. Las otras explosiones se habían expandido claramente hacia abajo. El temblor más fuerte provino de una dirección completamente diferente, y estuvo seguido por pequeñas réplicas, pero ninguna ellas concordaba con las explosiones de la superficie.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó otro hombre.

Bum. Bum
.

Unas cascadas de polvo comenzaron a desprenderse del rincón de la cámara que parecía soportar la mayor presión. Deborah se puso en pie. De algún modo, el microscopio había conseguido mantenerse sobre el escritorio, y ella lo agarró por si se producían más sacudidas.

Nunca hubiera pensado que la tensión que estaba soportando pudiera aumentar aún más. Ahora había aviones chinos surcando el cielo, asolando la superficie del Grand Lake. ¿Por qué? ¿Conseguirían aterrizar?

Bum
.

Se preguntó a cuántos soldados podría enviar el general Caruso contra los atacantes, y si ella misma estaría incluida entre ellos. Por supuesto que lo estaba. No podía haber más de una docena de escuadras operativas fuera del centro de mando. Movió una mano dentro del guante y palpó el bulto de la pistola en la cadera.

Deborah y otras cuatro personas habían salido del centro de mando hacía una hora. Su destino era el laboratorio improvisado que había en los niveles superiores del complejo número uno, donde estaba el material que los comandos de las Fuerzas Aéreas habían rescatado del complejo número tres. Aquellos hombres permanecían con ellos como escolta. El resto del grupo, al igual que Walls y Rezac, sólo estaba allí porque Caruso aún tenía cuatro trajes de aislamiento que no había asignado. El general quería proteger a Deborah, pero también debió de pensar que ya no tenía mucho sentido seguir administrando las reservas. El tiempo se estaba agotando.

Habían actuado tarde, muy tarde. Deborah jamás habría imaginado que el arsenal estadounidense siguiera en tierra, pero aun así había estado de acuerdo con la decisión de Caruso de mantener los misiles bajo control.

Bum. Bum. Bum.

Los escritorios y el equipo temblaban por toda la estancia. Deborah miró hacia el techo de nuevo. La luz fluorescente centelleaba sobre el plástico del visor. Aquel traje había sido testigo de mucha acción, y el hedor a goma no conseguía ocultar el olor a sudor. Adentrarse entre las perneras y las mangas y colocarse la parte superior había sido como entrar en un vestuario masculino.

Bum
.

—¡Rezac! —gritó Walls, pero la agente Rezac no le hizo caso. Estaba junto al intercomunicador con la mano apretada con fuerza sobre la silueta amarilla del casco, tratando de asegurar los auriculares a los oídos. En la cintura, al igual que los demás, tenía una caja de controles, pero había desconectado el cable del sistema de comunicación interno del traje y lo había conectado al intercomunicador.

Aquellas nueve personas cubrían todo un abanico de colores. Un hombre llevaba un traje de aislamiento civil de color amarillo, como Rezac, otro era de color verde militar y los demás era negros como la noche. El de Deborah era negro, y no le parecía un mal color. Si tenían que tender una emboscada a las tropas de asalto chinas, no quería tener que hacerlo con un traje de aislamiento amarillo.

La voz de Rezac era un murmullo ininteligible. Deborah la miró, tratando de obtener alguna información. De hecho, todos miraban a Rezac excepto Emma.

—Creo que tengo una imagen —dijo Emma.

—¿Sí? Buen trabajo. —Deborah caminó hasta el escritorio que había a su lado, donde Emma trabajaba junto a un microscopio de fuerza magnética y una pequeña bandeja de plástico repleta de unas pequeñas lengüetas cuadradas llamadas sustratos. Aquel MFM era más grande que el MFA de Deborah. Tenía una base más grande y más controles internos. A excepción de eso, ambos eran bastantes similares, una torre maciza y brillante con varios controles digitales y un ocular en la parte superior.

—Esto es lo que se suponía que debíamos analizar, ¿verdad? —dijo Emma sin usar el sistema de comunicación interno; en lugar de eso alzó la voz para que se escuchara fuera del casco.

Deborah se inclinó bajo el peso de los tanques de aire, teniendo mucho cuidado para que el visor de su casco no golpease el ocular del microscopio. Vio una topografía en blanco y negro de lo que parecía ser el fondo de un cartón de huevos, una hilera simétrica de protuberancias unidas por una especie de costillas perfectamente idénticas; pero ¿estaba mirando al nano o simplemente al material del propio sustrato?

Una mota de polvo no tendría una estructura tan uniforme. De eso estaba segura. Pero el único modo que tenía para capturar muestras de la plaga mental era agitar los sustratos en el aire, ponerlos capa por capa bajo el microscopio y buscar pruebas de las máquinas invisibles. Por desgracia, coger con los guantes esos cuadrados diminutos era un ejercicio frustrante. Los sustratos estaban hechos de zafiro y tenían un centímetro de largo y un milímetro de grosor, lo que hacía que fueran como celofán.

Si Emma había conseguido aislar un nano, lo que veía debía de ser sólo una parte. ¿Lo habría ampliado demasiado? Lo cierto era que estaban haciendo algunos progresos. No eran suficientes, pero al menos habían avanzado unos cuantos pasos.

Deborah se sentía orgullosa de haber salvado a Emma. «La necesito. Ella trabajó conmigo y con Goldman», le había dicho a Caruso, instándole a que permitiera que Emma pasara por la sala de descontaminación y entrara en el centro de mando, a lo que finalmente Caruso accedió. Era la primera vez que engañaba a un superior en toda su vida. Poner a su amiga por encima de todo lo demás fue algo egoísta. Algo se había resquebrajado dentro de ella, pero el hecho de que Caruso le hubiera obligado a soportar todo el peso del programa de nanos era algo más que injusto. Él tenía unas expectativas demasiado altas.

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