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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (22 page)

BOOK: Epidemia
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Ingrid negó con la cabeza.

—¿Un qué?

—Un puesto de escucha —dijo Ruth. Había pasado tanto tiempo junto a Cam y Eric que había olvidado que no todos los habitantes de Jefferson formaban parte de la milicia. Ingrid había hecho de abuela extraoficial para todos los niños, de costurera, de barbera e incluso de dentista, y en ocasiones había llegado a trabajar en Morristown e incluso en New Jackson. Antes de retirarse había sido ortodoncista, y la comunidad tenía suerte de poder contar con ella.

—Quizá deberíamos permanecer unidos —dijo Bobbi con un tono triste.

—No, Ruth tiene razón —intervino Ingrid—. Si nos separamos... si ocurre algo...

Si alguno de ellos resultaba infectado, los demás tendrían más probabilidades de escapar de los nanos si no estaban demasiado cerca unos de otros. Eso si había oportunidad de advertir al resto del grupo en la oscuridad.

Ruth agarró con las manos desnudas el guante de Ingrid antes de que la mujer se marchara.

—No os alejéis demasiado —dijo—. Sólo necesitamos establecer una especie de perímetro. Creo que lo mejor será ir hacia la cara oeste, colina abajo. ¿De acuerdo? Tratad de encontrar un lugar en el que estéis protegidas del viento, pero lo suficientemente cerca como para que os oigamos si gritáis.

—Esto no me gusta nada —dijo Bobbi.

—Iré a sustituirte dentro de una hora. Por favor. —Ruth debía de haber dejado entrever su carácter posesivo en su voz o en el modo en que se había arrodillado frente a Cam. Resultaba imposible leer el rostro de Bobbi detrás de las gafas, pero el ligero movimiento de su cabeza indicó complicidad.

—Yo también puedo hacer un turno —dijo Cam.

—¡Te han disparado! Necesitas descansar.

Ingrid dejó que siguieran discutiendo y se adentró en la oscuridad.

—Deja que cuide de ti —dijo Ingrid con suavidad. Tal vez aquellas palabras fueran tanto para Ruth como para Cam.

Bobbi titubeó unos instantes. Aún estaba en estado de
shock
, y sentía miedo y celos, pensó Ruth. La propia Ruth centró su atención en Cam y olvidó el mundo a su alrededor. Lo hizo sin mirarle a los ojos, estudiando su torso.

—¿Puedes levantar el brazo? —preguntó.

—Sí.

—Tenemos que quitarte la chaqueta sin mover el vendaje, pero no quiero cortar la tela porque tienes que mantener el calor corporal.

Bobbi se giró y se marchó, emitiendo un gruñido como de ansiedad.

El canto de los grillos seguía sonando por todas partes. El viento soplaba a ambos lados del jeep y también por debajo de la carrocería. Cam hizo un gesto de dolor mientras Ruth le ayudaba a quitarse los guantes. Primero le quitó la manga del brazo bueno y después se puso en pie para quitarle la parte que le cubría el torso. Todos sus movimientos eran como un baile a cámara lenta, sincronizado. Finalmente consiguió sacar la manga del otro brazo.

Tenía toda la camisa empapada de sangre.

—Dios mío... —dijo Ruth.

—No creo que me haya roto las costillas.

—Silencio. Deja que te limpie la herida.

Ruth utilizó el cuchillo para desgarrar la camisa, ya que tenía que reciclar las partes más limpias para aprovecharlas como esponjas y vendajes nuevos. Cam tenía razón: la herida no era demasiado grave. La bala le había desgarrado el músculo pectoral justo por debajo de la axila, lo cual había causado una hendidura de unos cinco centímetros que se ensanchaba progresivamente, como si fuera una uve inclinada. En algunos puntos, la sangre ya había empezado a coagularse, de modo que Ruth tuvo mucho cuidado de no desgarrarla más, presionando la herida con sumo cuidado.

Cam tenía un cuerpo musculoso y moreno. Sin embargo, sus cicatrices resultaban impactantes. Tenía la mayor parte del pecho cubierta de viejas ampollas, y en las zonas sanas, donde la piel era suave y perfecta, tenía la carne de gallina por culpa del frío.

—Ruth —dijo Cam.

Ella levantó la vista, esperanzada. Pero Cam no la estaba mirando, sino que tenía la vista perdida en el cielo. «Puedes decirme lo que quieras», pensó Ruth.

Únicamente había grillos. Viento.

—¿Por qué está ocurriendo todo esto? —preguntó Cam.

Ruth apenas podía admitir que esperaba escuchar algo diferente. ¿Qué le ocurría? Habían sido testigos de demasiadas muertes. Estaba desesperada por saber que él deseaba besarla.

«Bésame», pensó, a pesar de haberse apartado un poco.

—No lo sé —respondió Ruth. Pero en realidad sí lo sabía. Algunas ideas eran demasiado poderosas como para ignorarlas, ya que cambiarían para siempre el curso de la historia. La rueda. La agricultura. La industria. La bomba. En aquel momento, la población de la Tierra apenas superaba los quinientos millones. Algunos de ellos habían abandonado las montañas, pero la mayor parte de la población seguía concentrada en las zonas seguras.

Nunca había habido un momento mejor para atacar. Una única nación o un único credo podía hacerse con el control del planeta, rehaciendo la humanidad a su imagen y semejanza. Quizá siempre habría algún señor de la guerra que repitiera el mismo plan de una u otra forma, desde el senador Kendricks hasta los generales rusos que desataron la guerra, pasando por los miembros del gobierno chino que habían supervisado el desarrollo de la nueva plaga.

«Siempre son los hombres —pensó Ruth—. Demasiado agresivos. Demasiado atemorizados. Las mujeres encontrarían otra solución.»

Ruth centró toda su atención en coser la herida. Era una tarea desagradable. La aguja casi no tenía punta y el hilo del botiquín estaba pensado para coser tejidos. Tampoco tenían ningún anestésico, ni siquiera marihuana o alcohol casero. Sin embargo, Cam había sido entrenado para soportar el dolor, y no dijo ni una palabra mientras ella entornaba los ojos en medio de la oscuridad.

—Mierda —dijo cuando perdió la aguja en medio de la sangre. Ahora tendría que buscarla entre la carne—. Lo siento, joder. Lo siento.

Cam empezó a sangrar de nuevo. Ruth intentó darse más prisa.

Ella pensaba que la única razón por la que habían huido de Jefferson era porque la plaga era más peligrosa en los infectados recientes. La multitud de Morristown no había exudado tantos nanos como los habitantes de Jefferson. Pero, de algún modo, la plaga sabía cómo evitar replicarse de forma infinita dentro de un huésped concreto. De lo contrario, desollaría vivos a los infectados, igual que la plaga de máquinas original. Aunque la cantidad de tejido blando que empleaba de cada persona era infinitesimal (el más mínimo fragmento era suficiente para crear millones de nanobots), quizá ésa fuera la razón por la que algunas víctimas morían. Tal vez el problema no era que la plaga mental se encontrara con dificultades al penetrar en el cerebro. Los nanos se multiplicaban en el mismo punto en el que se activaban. Estando en la sangre, en ocasiones perforaban una arteria o atravesaban los músculos del corazón...

Aun así, Ruth se maravilló por la capacidad que tenían para registrar y verificar quién estaba infectado. «Tiene que haber algún tipo de marcador universal —pensó—. Los nanos se comunican entre sí. Pero ¿cómo? Quizá pueda usar esas señales para desconectarlos o para hacernos inmunes.»

—He terminado —dijo, limpiándose las manos sobre sus propios vaqueros, ya que quería conservar los jirones menos manchados de la camisa para volver a vendarle la herida.

—Gracias —contestó Cam.

—Te voy a poner un vendaje compresivo —dijo Ruth mientras se lavaba las manos con las últimas gotas de agua que quedaban en una de las cantimploras. Intentaba mostrarse diligente. Quería mantener aquella distancia en su cabeza, pero sintió que los dedos le temblaban al tocar a Cam de nuevo.

¿Qué estaría sintiendo él? «Dolor, tristeza.»

Ruth cortó una de las cintas que colgaban de la mochila para asegurar el vendaje. Sintió una cierta satisfacción al desgarrar la bolsa. No sabía por qué, salvo que se sentía enfadada e indefensa. Sabía que sus movimientos eran demasiado bruscos.

—Ruth —dijo Cam.

«No le mires —pensó ella. Aunque había otra voz aún más persistente dentro de su cabeza—. Los dos podríais morir en cualquier momento.»

—Ruth.

Ruth le miró a los ojos. Eran mucho más oscuros y vivos que los suyos, ya lo sabía, pero también eran fuertes y estaban tristes y asustados. Él era la persona más fuerte que Ruth había conocido jamás. Fuera como fuese, él siempre sabía lo que había que hacer.

Él la besó. Se inclinó ligeramente y la besó, posando la barba contra su rostro frío, y por un instante Ruth se vio demasiado sorprendida para reaccionar. Después sintió que abría la boca con una enorme sonrisa y emitía un sonido breve y feliz como el de la risa.

—Por favor, Cam. Por favor...

Ruth se puso de rodillas sin dejar que los labios de ambos se separaran. Se sentó a horcajadas sobre él y extendió las piernas alrededor de la silueta delgada de su cintura. Él introdujo la mano por debajo de la camisa de Ruth y le tocó la cintura. La acarició como si quisiera asegurarse de que ella era real. Ella se sacó la camisa por fuera de sus pantalones para que Cam pudiera sentir el tacto de su piel desnuda.

Ambos se separaron para tomar aire. Aquello era peligroso. Cuando Ruth le miró a la cara, pensó que su expresión se había vuelto aún más atormentada. La confusión que brillaba en los ojos de Cam hizo que el corazón de Ruth palpitara con fuerza, y estuvo a punto de besarle de nuevo, pero se contuvo y tomó aire. Posó sus manos femeninas sobre el pecho descubierto de Cam y las usó a modo de contrafuerte, manteniendo sus cuerpos separados por varios centímetros a pesar de estar conectados a través de los muslos de ella y la cadera de él.

«Allison», pensó Ruth.

Sí él quería parar, ella pararía. Respetaba demasiado a Cam como para suplicar o para obligarle a hacer algo. Entonces se acercó más a él. No fue algo controlado. Su cuerpo reaccionó por sí solo, atraído por la fricción y por el calor que le atravesaba los vaqueros.

Él respondió. Su mano subió por el cuello de Ruth hasta tocarle el pelo, envolviéndole la nuca con los dedos. Se besaron de nuevo y ella dejó de pensar, absorta en el sabor de sus labios y en la dulce y perturbadora presión de la erección. Ella se pegó a él lenta pero obstinadamente.

Él la hacía sentirse joven.

Juntos desabrocharon la chaqueta de Ruth apresuradamente. A continuación, él comenzó a hacer lo mismo con la camisa, pero como sólo tenía una mano, Ruth le ayudó a desabrochar los botones mientras sentía como todo su cuerpo parecía encenderse, nervioso y anhelante. Su rostro irradiaba calor en medio de la noche. Ruth se dejó la camisa abierta para cubrirse la espalda. El tejido le acariciaba los pechos y también el estómago de Cam, incitándole. La mano de Cam apartó la camisa como si fuera una cortina.

Después de años de penurias y de mala alimentación, Ruth estaba tan delgada como Cam. Dejó que los dedos de éste vagaran sobre su cuerpo durante un instante. Después bajó las manos y comenzó a desabrocharle el cinturón.

Los grillos cantaban por toda la colina. La hierba susurraba, mecida por el viento. Ruth vio las estrellas a su alrededor como un carrusel de luces roto por el destello plateado de la luna en el horizonte al oeste, pero decidió no posar la mirada sobre Jefferson.

Tuvo que separarse de Cam para poder quitarse los pantalones. Se quitó una de las botas con brusquedad. Después, los vaqueros y la ropa interior rodaron sobre sus muslos. No podía creer que por fin estuviera ocurriendo. Se agazapó alrededor de él con las rodillas separadas, deseando que pudiera tocarla.

—Déjame ayudarte —dijo ella, posando una mano sobre sus pantalones. Lo hizo para desabrochar el botón y bajar la cremallera, pero antes se detuvo a acariciar el bulto.

Cam introdujo la mano buena debajo de ella. Su tacto era suave y húmedo. Comenzó a acariciarla en círculos con la punta del dedo y ella separó la pelvis involuntariamente, interrumpiendo la exquisita sensación.

—Oh —exclamó—. Por favor...

Cam volvió a tocarla. Ruth apretó la mano, presionando aún más su erección. Las sensaciones que crecieron en su interior eran magníficas y deliciosas, incluso cuando cerró los ojos movida por el dolor de las lágrimas. «Esto está mal —pensó—. ¿Está mal?» Sus sentimientos estaban tan confundidos como debían de estarlo los de Cam, rebosantes de pasión animal, preocupación y culpabilidad.

La atracción que había entre ellos siempre había sido más que un simple enamoramiento. Si únicamente buscara placer físico, Ruth habría elegido a alguien que no estuviera tan devastado por la plaga de máquinas. Por esa razón habían conseguido ser amigos durante tanto tiempo. Confiaban en el otro. La afinidad que sentía hacia él era lo suficientemente profunda como para superar el egoísmo, e incluso el amor solitario y doloroso que había intentado olvidar.

Sin embargo, ella siempre había deseado reforzar su relación como hombre y mujer, por lo que no cesó de repetirse a sí misma una y otra vez: «Los nanos podrían infectarnos a los dos en cualquier momento».

Cam y Ruth se acariciaron mutuamente. Friccionaron sus cuerpos. El orgasmo de Ruth fue tranquilo, como los que tenía sola en la cabaña cuando en ocasiones escuchaba a Bobbi y a Eric durante la noche, o cuando se despertaba por la mañana después de un sueño y necesitaba a alguien, pero no encontraba más que los recuerdos de Ari, de Cam o de otras fantasías.

Bajar los pantalones de Cam requirió otro esfuerzo conjunto. Quería que él le hiciera el amor de espaldas. Quería que la follara por detrás. Pero su agilidad estaba muy limitada por culpa de las heridas, por lo que pensó que sería extremadamente placentero posarse suavemente sobre su regazo.

—Déjame... —dijo Ruth.

Cam asintió. Incluso la ayudó, colocándole la mano buena en la espalda para sujetar su peso mientras ella volvía a rodearle con los muslos.

El cuerpo de Cam también estaba devastado ahí abajo. Ruth sintió el tacto áspero de las cicatrices que le cubrían la entrepierna. ¿Sería una razón más por la que había tratado de alejarse de ella? ¿Porque se sentía avergonzado? Debería saber que ella siempre guardaría el secreto.

Lo único que importaba en aquel momento era la fricción insistente de ambos cuerpos en la inmensidad de la noche.

No tenía sentido hablar de métodos anticonceptivos. Nadie había visto ni píldoras ni preservativos desde hacía años, excepto como bienes de lujo en el mercado negro. La mayoría de las mujeres que Ruth conocía deseaban tener un bebé, bien mediante el método Ogino o bien mediante encuentros sexuales que no incluyeran relaciones sentimentales. Ruth se alegró de haber tenido el período hacía once días, de modo que no le rechazó. Conforme cumplía años (aunque el tiempo que había pasado en gravedad cero también tendría su parte de culpa), su ciclo se había reducido hasta el punto de que el periodo empezaba cada veintiséis días, lo cual era terriblemente molesto, aunque no compartiera su cama con nadie; pero eso también significaba que estaba ovulando. Podía quedarse embarazada. ¿Acaso era eso algo de lo que preocuparse?

BOOK: Epidemia
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