Read Epidemia Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Ciencia Ficción

Epidemia (28 page)

BOOK: Epidemia
8.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Espera —dijo Ingrid—. Por favor.

Iban caminando en fila india con Cam al frente. Éste se volvió. Ingrid se inspeccionaba la pierna izquierda, y a él le preocupaba que se hubiese torcido el tobillo entre los jóvenes álamos y los quebradizos trozos de pizarra.

—Tú sigue —le dijo Cam a Ruth—. Ya te alcanzaremos.

—No.

—La llevaré en brazos si es necesario...

—No. Permaneceremos juntos. De todos modos necesito consultar el ordenador un momento.

No podía verle la cara tras las gafas protectoras y la máscara, pero el testarudo modo en que levantó la barbilla fue suficiente. ¿Qué podía hacer? No tenían tiempo para discutir, y mientras Cam se esforzaba por hallar el modo de convencerla, Ruth se descolgó la carabina y la mochila. Después se arrodilló y abrió la mochila.

—¡Maldita sea! —dijo Cam, mientras Bobbi se apartaba de su camino.

Se agachó delante de Ingrid, que se había sentado en una sobresaliente roca desgastada. El amanecer había desaparecido, perdido tras las horribles y turbias nubes, aunque había luz suficiente como para que la mica del granito brillase y parpadease. Los álamos amarillos vibraban en el viento.

El terreno se había visto azotado por las ondas expansivas. Cuando el suelo tembló, los cuatro intentaron agarrarse al césped, pero acabaron saliendo despedidos hacia el cielo. Después llegaron violentos remolinos llenos de tierra y de vegetación, pero aquella alameda seguía siendo un lugar hermoso a pesar de todo lo que había sucedido. La mayoría de los árboles eran jóvenes y delgados como juncos, pero fuertes, y crecían entre los pocos troncos más grandes de sus padres. Cam esperaba que aquel lugar se mantuviese siempre tan vibrante: desierto, seguro y olvidado.

—Lo siento —dijo Ingrid—. Es el dedo del pie.

—A ver si podemos entablillarlo —dijo Cam, tirando del cordón de su bota mientras miraba a Ruth. Ella también le miraba, con el portátil medio abierto en los brazos. Ambos apartaron la mirada. «¿Por qué sigue pinchándome?», pensó.

Había un tercer motivo para avanzar hacia el este. Habían oído enfrentamientos. Aquellos estallidos de artillería sonaban a lo lejos, pero al menos significaba que había gente con vida. Cam sabía que había viejos campos de refugiados en las alturas de aquellas montañas. Algunos de esos campamentos seguían utilizándose como almacenes de suministros. Podrían haber sido excelentes puntos de encuentro para las unidades estadounidenses que intentaban escapar de la plaga.

¿A quién estaban disparando? ¿A su propia gente infectada? La artillería también podía ir dirigida hacia Grand Lake, con el fin de intentar limpiar esos picos de soldados enemigos, si se diera el caso de que los chinos hubieran aterrizado allí. Aquellas montañas y el Grand Lake estaban al menos a veinte kilómetros en línea recta, pero esa distancia estaba perfectamente al alcance de sus armas.

Era una locura caminar hacia una zona de combate con lluvia radiactiva, pero Cam no veía otra opción. Si la desgarrada y entremezclada nube de hongos atómicos iba a desplazarse hacia el oeste, donde ellos se encontraban, probablemente caminar unos cuantos kilómetros en cualquier dirección no supondría ninguna diferencia. Ya habían agotado sus últimas provisiones de comida y agua. Necesitaban ayuda. Más aún, necesitaban soldados entrenados y voluntarios. Ruth veía a las tropas chinas como una oportunidad porque pensaba que debían portar algún tipo de inmunidad contra la plaga mental en su sangre.

Actuara como actuase la nueva plaga, Ruth seguía pensando que su estructura central se basaba en la tecnología de la vacuna de refuerzo. No había motivos para pensar que los chinos no hubiesen desarrollado también una vacuna específica. ¿Cómo si no iban a estar operando en el área de la plaga? ¿Llevaban todos trajes de contención? Parecía improbable que los chinos hubiesen almacenado o fabricado tantos trajes, y en breve la plaga mental llegaría a la propia Asia.

Si el grupo de Cam pudiese capturar o matar a un soldado enemigo, podrían transferirse a ellos mismos su inmunidad con tanta facilidad como compartieron la vacuna original.

¿Sería posible que revirtiese los efectos de la plaga en personas ya infectadas? Ruth no respondía, y Cam sabía que eso implicaba una respuesta negativa. O al menos significaba que ella no lo consideraba posible. Pero merecía la pena intentarlo. Aunque eso no funcionase, al menos podrían protegerse. Entonces podrían empezar a buscar a otros supervivientes y protegerlos también, creando así una pequeña fuerza de guerrillas contra los chinos.

Cam tenía fruncido el ceño mientras examinaba el pie de Ingrid en busca de inflamación o contusiones. Parecía estar bien, pero los cuatro no serían capaces de superar la desesperada emboscada que Ruth había previsto. «Tal vez Bobbi y yo —pensó Cam—. Nosotros dos podríamos intentarlo si estuviésemos solos, pero entonces quién se queda con Ruth? ¿Ingrid? Necesitamos a alguien que no sea una anciana para protegerla.»

—Esta vacuna —dijo Cam—, ¿interferiría con la otra? ¿Y si la engulle y la anula? Entonces seríamos vulnerables a la plaga de máquinas de nuevo.

—No —respondió Ruth—. Deben de haber reconfigurado el motor térmico de la nueva plaga y de su vacuna. No mucho. Incluso invertir su estructura como una imagen en un espejo funcionaría. De ese modo, las diferentes plagas y vacunas ni siquiera detectarían a las demás.

—¿No vamos a reventar en algún momento? —preguntó Bobbi—. ¿Cuántos tipos de nanos puede tener una persona en su interior?

—Las vacunas matan todo lo demás, Bobbi.

Discutir con Ruth era inútil. Tenía respuestas para todo, de modo que Cam volvió a centrar su atención en Ingrid. Por lo que parecía, ni siquiera tenía el dedo torcido. Simplemente tenía sesenta años. Probablemente le dolían también otras partes del cuerpo: las rodillas, la cadera, la espalda, pero no se había quejado de nada hasta que ya no pudo aguantar más el dolor del pie.

—Dobla los dedos —dijo Cam.

—No puedo. Lo siento.

—¿Los notas adormecidos?

—Sí.

—Vamos a hacer lo que podamos para que sigas andando —dijo Cam, llevándose una navaja a su propio calcetín. Cortó la mayor parte de la tela por encima del tobillo y después volvió a sellar la pernera de su pantalón por dentro de la bota lo mejor que pudo. A continuación usó los pocos centímetros de calcetín cortado para almohadillar la parte anterior del pie de Ingrid. No le sobraba ni un gramo de carne, y su pie era huesudo y enjuto.

Cam tenía una sed insoportable, y aquello le debilitaba. Necesitaban ingerir líquidos, sobre todo Cam, que había perdido muchísima sangre, pero el agua corriente podría ser incluso más peligrosa que el aire. Ruth había dicho que si la plaga mental sólo se reproducía cuando encontraba nuevos huéspedes, lo peor podría haber pasado ya. Todo el mundo en aquella región estaba infectado, de modo que las nubes más densas de nanos deberían de haberse alejado ya, dejando sólo algunos rastros en trampas aleatorias e invisibles. Aun así, era más difícil que se adhiriese a la tierra, a la roca o a las plantas que que fuese absorbida por el agua. El agua en movimiento envolvería a los nanos, concentraría la plaga mental y llenaría las orillas de los ríos y lagos de nanos, de modo que no sabían qué otra cosa hacer aparte de sufrir y aguantarse.

—¿Estás preparada? —le preguntó a Ruth, no a Ingrid. Las palabras sonaron más duras de lo que pretendía, pero no podía creer que estuviese allí sentada tan tranquila con el ordenador sobre sus muslos y tecleando con los guantes puestos.

—Déjala tranquila —dijo Ingrid—. Está concentrada en algo. Ya lo sabes.

—Cinco minutos.

—Necesito quince —respondió Ruth.

Bobbi encontró un sitio para descansar contra un árbol con su M4. Cam no se sentó. Se alejó de las tres mujeres, esquivando los troncos blancos y las hojas amarillas del tamaño de una moneda de los álamos. Había un leve zumbido que no lograba identificar, pero sabía que no debía dejarse llevar por su curiosidad. ¿Serían escarabajos?

—Necesitamos más gente si de verdad vamos a intentar atacar a los chinos —dijo, girándose hacia Ruth—. Vamos.

—Quince minutos —respondió Ingrid.

—Hay algo en estos árboles. Bichos.

—¡Por todos los santos, déjame pensar! —gritó Ruth—. ¡Cállate! ¡Cierra la boca! —Estuvo a punto de tirar el portátil al ponerse de rodillas—. Pero ¿qué te pasa? Te juro por Dios que estoy a punto de terminar de programar esto...

—Vamos —dijo Cam.

—¡No!

—¡Silencio! —dijo Bobbi—. Yo también lo oigo.

—¡Dejadme en paz! —exclamó Ruth—. Tenemos que saber a qué nos enfrentamos incluso si les robamos la vacuna. Ya casi está. Después podemos dejar que el ordenador trabaje...

Cam la agarró y la levantó. Le dolía mucho el costado, pero su miedo podía más, ya que finalmente había visto a dos de los zumbantes insectos. Chaquetas amarillas. Grandes avispas chaqueta amarilla a rayas. Era imposible saber cuántos insectos carnívoros saldrían de sus nidos si los olían. Aunque imaginaba por qué estaban allí. Supuestamente, las chaquetas amarillas, las avispas y las abejas se habían extinguido al igual que las polillas y las mariposas. Las hormigas habían acabado con todo lo que dependiese de colmenas y capullos. Los insectos voladores fueron también vulnerables a la plaga de máquinas. Generaban demasiado calor, al absorber la luz del sol con sus cuerpos y crear fricción con sus alas, el calor suficiente como para activar su motor térmico. El entorno allí era lo suficientemente frío como para que las chaquetas amarillas escapasen a la desintegración, pero debía de haber algo más que las hubiera protegido de las hormigas.

—Cuesta abajo —dijo Cam—. Lo más rápido que podáis.

El zumbido aumentaba a su alrededor. Las agitadas hojas ocultaban los pequeños y oscuros movimientos de las chaquetas amarillas, pero en unos segundos había cincuenta o más. Después un centenar.

—¡Au! —gritó Bobbi, dándose un manotazo en el cuello.

Ruth cedió. Metió el portátil en la mochila y agarró su M4, moviendo ambos objetos como si fueran pesados matamoscas. Bobbi e Ingrid golpeaban el aire también. Consiguieron ahuyentar a algunas de las chaquetas amarillas, pero enfurecieron al resto. Los insectos zumbaban ante el rostro de Cam, descendían en picado y chocaban contra él mientras dirigía al grupo por un ángulo de la colina. Aterrizaban sobre sus hombros y examinaban su capucha.

—¡Ay! —gritó Ingrid.

Cam se giró. Una de las avispas debía de haberse colado por dentro de la ropa de la mujer, porque ésta se estaba golpeando el pecho. Después se dio contra un árbol y casi cayó al suelo. Ruth se volvió para ayudar y Cam gritó:

—¡No, Ruth! ¡Déjame...!

Entonces vio una serpiente cerca de los pies de Ruth. Era larga, gruesa y de color crema, con manchas oscuras, una serpiente toro. Tenía la cabeza hacia atrás a punto de atacar. Las serpientes toro no eran venenosas, pero si le hacía sangre, la convertiría en un objetivo más deseable para las chaquetas amarillas.

Cam saltó hacia delante y le dio una patada, interceptando el mordisco. Los colmillos del reptil atravesaron su pernera y se clavaron en la piel de su pierna mientras él la pisoteaba.

—¡Cuidado! —gritó Bobbi por detrás de él. Su M4 empezó a disparar al suelo. No estaba disparando a las chaquetas amarillas. Había más serpientes delante de Bobbi, y Cam agarró con su mano buena a Ruth de la manga y tiró de ella al tiempo que ésta tiraba de Ingrid. Se alejaron formando una cadena.

Cam estuvo a punto de pisar uno de sus nidos. La mayoría de las serpientes estaban destrozadas y ensangrentadas. Las doce que había vivas se mordían entre sí en un frenesí de dolor.

Atravesaron a toda prisa la maleza y los álamos. Cam golpeaba todas las ramas que alcanzaba para intentar ahuyentar a los insectos, mientras Bobbi disparaba de nuevo a nada que pudiera ver, peinando la tierra. Si había más serpientes, Cam no sabía si el fuego las excitaría o las ahuyentaría, pero él también sacó su pistola como refuerzo.

Ingrid corría con más ímpetu que concentración y cayó al suelo. Ruth la levantó y Cam disparó seis veces delante de ellas con la esperanza de que los estallidos y el humo de la pólvora afectase a los insectos. Bobbi tuvo la misma idea y descargó el resto de su cartucho ametrallando el aire. Las balas impactaban contra los árboles. Las hojas y los trozos de corteza volaban por los aires. En algún lugar lejano, a Cam le pareció oír los disparos de un rifle en respuesta a sus armas, como un código Morse. Siguieron corriendo. Bobbi recargó, pero contuvo los disparos tanto como Cam reservaba sus últimos tiros.

Salieron de la amarilla alameda a una verde pradera. Los insectos parecían haber desaparecido. Cam no quería detenerse, pero Ruth e Ingrid iban tambaleándose a su lado, y a él le dio la impresión de que se le había abierto el costado al desgarrársele los puntos.

—Descansemos —dijo entre jadeos—. Descansemos, pero preparaos para continuar.

—¡He visto cincuenta! ¡Cincuenta serpientes! —dijo Bobbi. Mientras respiraba agitadamente, intentó subirse a un viejo tronco, pero se resbaló y estuvo a punto de caer al suelo.

Al mismo tiempo, Ingrid, Cam y Ruth se acercaron con cautela a la maleza con las espaldas pegadas.

—Agua —dijo Ruth—. Tiene que haber agua.

—Seguiremos ese barranco —propuso Cam.

La parte norte de la pradera descendía y se dividía en dos quebradas. Estaba seguro de que acabarían encontrando un arroyo... pero ¿sería seguro beber?

Bobbi sollozó y se quitó la máscara para masajearse las ronchas de la cara y el cuello. Cam se distrajo escuchando más disparos. La unidad de artillería debía de haberles oído. ¿Estaban intentando hacerles señales o estaban perdiendo la intermitente batalla que llevaban librando desde hacía más de una hora? Si habían abandonado su artillería y estaban luchando con armas más pequeñas ahora, ¿sería porque estaban alejándose de personas infectadas?

No hubo más disparos, de modo que Cam se volvió hacia los árboles, preguntándose sobre lo que acababa de ver. Las serpientes toro no eran autóctonas de aquella altura. Tampoco las chaquetas amarillas. Calculaba que se encontraban a unos dos mil setecientos metros. No debería haber nada allí para alimentar a las serpientes, que se alimentaban principalmente de roedores y de lagartos pequeños. No quedaba ningún roedor por debajo de la línea mortal, y no muchos por encima tampoco, pero tal vez ése fuera el motivo de que aquellos reptiles hubiesen migrado a aquella altura, al encontrar suficientes ardillas, marmotas jóvenes, pájaros y huevos como para perdurar todo aquel tiempo. Quizá la población de serpientes estuviese mermando de nuevo tras haber sobrevivido al año de la plaga por encima de los tres mil metros de altura, hibernando durante los largos inviernos y dejando sólo a las criaturas más fuertes y adaptables para que se reprodujeran.

BOOK: Epidemia
8.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Elizabeth Mansfield by Poor Caroline
Where Futures End by Parker Peevyhouse
Subject Seven by James A. Moore
Killer Secrets by Lora Leigh
Alan Dean Foster by Alien Nation
Cater to Me by Vanessa Devereaux
Zombie Anthology by Anthology