Del mismo modo, cuando en 1616 se consultó a los teólogos sobre su opinión acerca de la cosmología heliocéntrica de Copérnico, su conclusión fue que era «formalmente herética, pues contradice en muchos extremos de forma explícita el sentido de las Sagradas Escrituras». En otras palabras, la objeción fundamental de la Iglesia al copernicanismo de Galileo no era tanto el traslado de la Tierra fuera de su posición central en el cosmos como el
desafío a la autoridad de la Iglesia
en la interpretación de las Escrituras.
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En un ambiente en el que la Iglesia Católica romana ya se veía asediada por las controversias con los teólogos de la Reforma, Galileo y la Iglesia se hallaban en trayectoria de choque.
Los acontecimientos se empezaron a precipitar a finales de 1613. El antiguo alumno de Galileo Benedetto Castelli presentó los nuevos descubrimientos astronómicos al Gran Duque y a su séquito. Como era de esperar, se vio obligado a dar explicaciones sobre las aparentes discrepancias entre la cosmología copernicana y algunas de las narraciones bíblicas, como aquella en la que Dios detiene la marcha del Sol y de la Luna para que Josué y los israelitas derroten a los amoritas en el valle de Ayalón. AunqueCastelli señaló que defendió «como un campeón» el copernicanismo, a Galileo le inquietaron las noticias de esta confrontación, y se sintió impulsado a expresar su propio punto de vista acerca de las contradicciones entre la ciencia y las Sagradas Escrituras. En una extensa carta a Castelli de fecha 21 de diciembre de 1613, Galileo escribe:
…en las Sagradas Escrituras era necesario, con el fin de complacer el entendimiento de la mayoría, decir muchas cosas que difieren en apariencia del significado preciso. Por el contrario, la Naturaleza es inexorable e inmutable, y no tiene en cuenta en absoluto si sus causas y sus mecanismos ocultos son o no inteligibles para la mente humana, y por eso jamás se desvía de las leyes obligatorias. Es por tanto mi parecer que ningún efecto de la naturaleza que la experiencia muestre a nuestros ojos o que sea la conclusión necesaria que se deriva de la evidencia, debe considerarse dudoso por pasajes de las Escrituras que contienen miles de vocablos que pueden interpretarse de formas diversas, pues las frases de las Escrituras no están sujetas a las rígidas leyes que gobiernan los efectos de la naturaleza.
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Esta interpretación del significado bíblico estaba en clara discordancia con la de algunos de los teólogos más rigurosos.
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Por ejemplo, el dominico Domingo Báñez escribía en 1584: «El Espíritu Santo no sólo ha inspirado todo aquello contenido en las Escrituras, sino que también ha dictado y sugerido cada una de las palabras en ellas escritas». Obviamente, a Galileo no le convencía esta afirmación. En su
Carta a Castelli
añadía:
Me inclino a pensar que la autoridad de las Sagradas Escrituras es convencer a los hombres de las verdades necesarias para su salvación y que, estando más allá de su capacidad de comprensión, únicamente la revelación del Espíritu Santo puede hacer verosímiles. Pero que ese mismo Dios que nos ha concedido los sentidos, la razón y el entendimiento, no nos permita utilizarlos, y sea su deseo que lleguemos por otros caminos a los conocimientos que podemos adquirir por nosotros mismos a través de dichas facultades,
eso
no estoy inclinado a creerlo, en especial en lo que concierne a las ciencias sobre las que las Sagradas Escrituras contienen únicamente fragmentos breves y conclusiones dispares; y éste es precisamente el caso de la astronomía, de la que se dice tan poca cosa que ni siquiera se enumeran los planetas.
Una copia de la carta de Galileo llegó a manos de la Congregación del Santo Oficio en Roma, encargada de evaluar de forma rutinaria los asuntos relacionados con la fe; llegó, específicamente, a las manos del influyente cardenal Robert Bellarmine (1542-1621). La primera reacción de Bellarmine al copernicanismo había sido más bien moderada, ya que consideraba el modelo heliocéntrico como «una forma de guardar las apariencias, del estilo de aquellos que han propuesto los epiciclos pero en realidad no creen en su existencia». Igual que otros antes que él, Bellarmine miraba los modelos matemáticos de los astrónomos como una serie de trucos útiles pensados para describir las observaciones de los seres humanos, y sin relación alguna con la realidad. Estos artefactos para «guardar las apariencias», sostenía, no demostraban que la Tierra realmente se moviese. Así, Bellarmine no vio en el libro de Copérnico (
De Revolutionibus
) un verdadero peligro, aunque se apresuró a añadir que la afirmación de que la Tierra se moviese no sólo «irritaría a todos los filósofos y teólogos escolásticos», sino que también «menoscabaría la Santa Fe al proclamar su falsedad».
El resto de los detalles de esta trágica historia se hallan más allá del ámbito y la intención de este libro, de modo que los describiré brevemente. La Congregación del índice prohibió el libro de Copérnico en 1616. Los posteriores intentos de Galileo de emplear numerosos fragmentos del más venerado de los teólogos de la Antigüedad —san Agustín— para apoyar su interpretación de las relaciones entre las ciencias naturales y las Escrituras no le granjearon demasiadas simpatías.
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A pesar de sus minuciosas cartas que defendían la tesis de la inexistencia de desacuerdos (salvo detalles superficiales) entre la teoría copernicana y los textos bíblicos, los teólogos de la época vieron los argumentos de Galileo como una intrusión en su terreno. Mostrando un gran cinismo, esos mismos teólogos no dudaban en absoluto en expresar sus opiniones en materias científicas.
Mientras nubes de tormenta se iban reuniendo en el horizonte, Galileo seguía creyendo que se impondría la razón; craso error cuando se tratan cuestiones de fe. Galileo publicó su
Diálogo sobre los principales sistemas del mundo
en febrero de 1632 (en la figura 20 se muestra la portada de la primera edición).
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En este polémico texto se exponían con todo detalle las ideas copernicanas de Galileo. Además, Galileo argumentaba que, utilizando la ciencia con el lenguaje del equilibrio mecánico y la matemática, el hombre era capaz de comprender la mente de Dios. Dicho de otro modo, si una persona halla la solución de un problema mediante el uso de la geometría de proporciones, los conocimientos y la comprensión que obtiene son comparables a la divinidad. La contundente reacción de la Iglesia no se hizo esperar. La circulación del
Diálogo
se prohibió en agosto del mismo año de su publicación. Durante el mes siguiente se convocó a Galileo en Roma para que se defendiese contra la acusación de herejía. El proceso de Galileo se inició el 12 de abril de 1633, y se le halló «vehemente sospechoso de herejía» el 22 de junio del mismo año. Los jueces acusaron a Galileo de «haber creído y sostenido la doctrina —que es falsa y contraria a las sagradas y divinas Escrituras— de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de este a oeste, y que la Tierra se mueve y no se halla en el centro del mundo». Esta fue la severa sentencia:
…condenamos a su persona a prisión de este Santo Oficio mientras sea Nuestra voluntad; y como penitencia deberá recitar por espacio de tres años, una vez a la semana, los Siete Salmos Penitenciales, reservándonos la facultad de cambiar, moderar, o eliminar cualquiera de las antes mencionadas penas y penalidades.
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Anonadado, Galileo, ya un anciano de setenta años, no pudo soportar la presión. Con el espíritu quebrado, Galileo hizo pública su carta de abjuración, en la que se comprometía a «abandonar completamente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve». En ella concluía:
Por tanto, deseando quitar de la mente de sus eminencias y de todo fiel cristiano esta vehemente sospecha, justamente concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías ahora mencionados, y en general todos y cada uno de los errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Yjuro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré, oralmente o por escrito, nada que pudiera ser causa de una sospecha semejante contra mí.
[113]
El último libro de Galileo,
Diálogos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias,
se publicó en julio de 1638. El manuscrito se sacó clandestinamente de Italia y se publicó en Leiden, Holanda. El contenido de este libro representaba la verdadera y enérgica expresión de la idea implícita en las legendarias palabras
eppur
si muove
(«y sin embargo, se mueve»). Esa frase desafiante, que se suele poner en boca de Galileo a la conclusión de su proceso, probablemente no se pronunció jamás.
El 31 de octubre de 1992, la Iglesia Católica decidió por fin «rehabilitar» a Galileo. Tras reconocer que Galileo siempre estuvo en posesión de la razón, pero evitando una crítica directa a la Inquisición, el papa Juan Pablo II dijo:
Paradójicamente, Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto [las aparentes discrepancias entre la ciencia y las Escrituras] más perspicaz que sus adversarios teólogos. La mayoría de los teólogos no percibieron la distinción formal existente entre la Sagrada Escritura en sí misma y su interpretación, lo que les condujo a traspasar indebidamente al campo de la doctrina religiosa una cuestión que en realidad pertenece al campo de la investigación científica.
Los periódicos de todo el mundo se frotaron las manos.
Los Angeles Times
publicaba: «Ya es oficial: la Tierra gira alrededor del Sol. Incluso para el Vaticano».
Muchas personas, en cambio, no le vieron la gracia. Algunos vieron este
mea culpa
de la Iglesia como una medida parca y tardía.
El estudioso español especialista en Galileo Antonio Beltrán Marí señaló:
El hecho de que el Papa siga considerándose autorizado para emitir opiniones relevantes acerca de Galileo y de su ciencia demuestra que, en lo que a su bando respecta, nada ha cambiado. Se comporta exactamente del mismo modo que los jueces de Galileo cuyos errores reconoce.
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Es justo reconocer que el Papa se hallaba en una situación sin salida. Cualquier decisión por su parte, ya fuese ignorar la cuestión y mantener la vigencia de la condena de Galileo, o reconocer por fin el error de la Iglesia, iba a recibir críticas. Sin embargo, en una época en que se está tratando de presentar el creacionismo bíblico como teoría «científica» alternativa (bajo el apenas disimulado nombre de «diseño inteligente»), no está de más recordar que Galileo ya había luchado en esta batalla hace casi cuatrocientos años ¡y ganó!
En uno de los siete
sketches
de la película
Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar,
Woody Allen hace el papel de un bufón que interpreta números cómicos para un rey medieval y su corte. El bufón está loco por la reina, así que, con la intención de seducirla, le hace tomar un afrodisíaco. La reina siente, efectivamente, atracción por el bufón, pero ¡ay! su cinturón de castidad está cerrado con un enorme candado. Ante esta frustrante situación, el bufón, nervioso, pronuncia estas palabras en los aposentos de la reina: «Debo pensar en algo rápidamente, antes de que llegue el Renacimiento y
todos
nos convirtamos en pinturas». Bromas aparte, esta exageración es una descripción sencilla de los acontecimientos que tuvieron lugar en Europa durante los siglos XV y XVI. El Renacimiento, efectivamente, había producido tal número de obras maestras en los campos de la pintura, la escultura y la arquitectura que estos asombrosos trabajos siguen formando una parte importante de nuestra cultura. En ciencia, el Renacimiento fue testigo de la revolución heliocéntrica en astronomía, cuyos abanderados fueron Copérnico, Kepler y, en especial, Galileo. La nueva visión del universo ofrecida por las observaciones de Galileo con el telescopio y los conocimientos obtenidos a partir de sus experimentos en mecánica motivaron, más que ningún otro factor, los desarrollos matemáticos efectuados en el siglo posterior. Entre estos primeros signos que revelaban el derrumbamiento de la filosofía aristotélica y el desafío a la ideología teológica de la Iglesia, los filósofos empezaron a buscar unos nuevos cimientos sobre los que edificar el conocimiento humano. La matemática, con su acervo de hechos aparentemente ciertos, ofreció lo que parecía ser una base sólida para volver a empezar.
El hombre que se embarcó en la ambiciosa tarea de descubrir la «fórmula» que, en cierto modo, actuase como guía de todo el pensamiento racional y fuerza unifícadora de todo el conocimiento, la ciencia y la ética, era un joven oficial y caballero francés de nombre René Descartes.