—Os van a liberar —me comunicó—, en pago por cuanto hiciste por mí. Pero debéis abandonar mi país de inmediato.
—Nada nos complacería más.
—Algunos de nosotros te acompañaremos para cuidar que ningún masena os ataque mientras permanezcáis en nuestro territorio.
Una vez que partimos con nuestra pintoresca escolta, pedí a Unika que me contara lo que sabía de mis amigos.
—Cuando dejamos el castillo —relató—, volamos a la deriva durante largo tiempo. Ellos querían seguir al hombre que se había llevado a la mujer en la otra nave, mas no sabían dónde buscar. Esta mañana miré hacia abajo y, al ver que sobrevolábamos Masena les pedí que me dejaran en tierra. Así lo hicieron y, por lo que sé, aún se encuentran allí, ya que pensaban recoger agua fresca y cazar algo de carne.
Resultó ser que el aterrizaje no había tenido lugar muy lejos de donde nos hallábamos, y Umka nos condujo allí a petición mía.
Mientras nos acercábamos, los corazones de dos de los miembros del grupo casi dejaron de latir, tan grande era la expectación. Para Qzara y para mí, podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Entonces la vimos, la extraña nave descansaba en un pequeño claro entre los árboles.
Umka pensó que sería mejor para él y sus amigos no acercarse a la nave, ya que quizás él no fuera capaz de contenerlos ante la presencia de otras criaturas a las que no se habían comprometido a respetar, de modo que le dimos las gracias y nos despedimos. Él y sus fantásticos compañeros desaparecieron entre la vegetación.
Ninguno de los tres que se encontraban en la nave se había percatado de nuestra presencia, y pudimos acercarnos bastante antes de ser descubiertos. Nos saludamos efusivamente, como si de dos resucitados se tratara. Incluso Ur Jan se alegró sinceramente cuando me vio.
El asesino de Zodanga estaba furioso con Gar Nal, porque éste había quebrantado su juramento y, ante mi sorpresa, arrojó su espada a mis pies y me juró eterna fidelidad.
—En toda mi vida —dijo— he luchado hombro con hombro junto a un espadachín de tu calibre, y nunca se dirá que he desenvainado mi espada contra él.
Acepté sus servicios, y luego les pregunté cómo habían podido conducir la nave hasta aquel lugar.
—Zanda era la única que sabía algo del mecanismo de control —me explicó Jat Or—, y después de algunos experimentos, descubrió que podía controlarla.
La contemplé orgullosamente, y leí mucho en la mirada que ambos intercambiamos.
—No parece que hayas salido malparada de tus experiencias, Zanda —indiqué—. De hecho, pareces muy feliz.
—Soy feliz, Vandor —contestó ella—, más feliz de lo que nunca hubiera soñado ser.
Ella hizo énfasis en la palabra Vandor, y creí detectar una sonrisa maliciosa agazapada en el fondo de sus ojos.
—¿Es tan grande tu felicidad que te ha hecho olvidar tu voto de matar a John Carter?
Ella me devolvió mi burla, replicando:
—No conozco a nadie que se llame John Carter.
Jat Or y Ur Jan se rieron, pero noté que Qzara no entendía nada.
—Por su bien, espero que nunca se encuentre contigo, Zanda, porque me cae bastante bien y no me gustaría verlo muerto.
—Y a mí no me gustaría tenerlo que matar, puesto que ahora sé que es el hombre más valiente y el amigo más fiel del mundo… con una excepción posible —añadió ella, dirigiendo una mirada furtiva hacia Jat Or.
Discutimos largo y tendido acerca de nuestra situación, intentando trazar planes para el futuro; al final decidimos, a sugerencia de Qzara, ir a Domnia para pedirle ayuda a su padre. Desde allí, pensaba ella, podríamos efectuar la búsqueda de Gar Nal y Dejah Thoris con mayor facilidad.
No malgastaré tu tiempo con una relación de nuestro viaje al país de Qzara, de la bienvenida que recibimos allí, a manos de su padre y de las extrañas vistas que admiramos en aquella ciudad thuriana.
El padre de Qzara era el Jeddak de Domnia. Es un hombre poderoso, con conexiones políticas en otras ciudades de la luna más cercana de Barsoom. Disponía de gente en todos los lugares con cuyos pueblos mantiene relaciones su país, ya amistosas o de otro tipo, y no pasó mucho tiempo antes de que recibieran noticias de que un extraño objeto que flotaba en el aire, había tenido un accidente y había sido capturado en el país de Ombra. Viajaban en él un hombre y una mujer.
Los domnianos nos dieron instrucciones detalladas para alcanzar Ombra y, después de hacernos prometer que volveríamos a visitarlos una vez concluida nuestra aventura, nos dijeron adiós.
Mi despedida de Qzara fue más bien embarazosa. Me confesó francamente que me amaba, pero que se había resignado al hecho de que mi corazón perteneciera a otra. Demostró una espléndida fortaleza de ánimo que yo no había sospechado que poseyese, y cuando se despidió fue con el deseo de que encontrara a mi princesa y gozara de la felicidad que merecía.
Cuando nuestra nave se elevó por encima de Domnia, mi corazón estaba henchido de júbilo, tan seguro estaba en reunirme pronto con la incomparable Dejah Thoris. Mi confianza en nuestro éxito se debía a lo que el padre de Qzara me había contado del carácter del Jeddak de Ombra. Este era un redomado cobarde que a la menor demostración de fuerza, se pondría a nuestros pies, suplicando la paz.
Nosotros teníamos los medios para efectuar una demostración tal como los ombranos no habían presenciado jamás, porque al igual que los demás habitantes de Thuria, que habíamos conocido hasta la fecha, desconocían completamente las armas de fuego.
Mi intención era volar a baja cota sobre la ciudad, y efectuar mi demanda para que nos entregaran a Gar Nal y a Dejah Thoris, sin ponerme en manos de los ombranos.
Si rehusaban, lo cual era casi seguro, me proponía ofrecerles una demostración de la eficacia de las armas de fuego de Barsoom, representadas por los cañones de la nave que ya he descrito anteriormente. Confiaba en que esto bastaría para hacer más razonable al Jeddak sin necesidad de recurrir a un innecesario derramamiento de sangre.
Todos íbamos bastante alegres en nuestro viaje hacia Ombra, Jat Or y Zanda hacían planes sobre el hogar que pensaban establecer en Helium, y Ur Jan soñaba con una alta posición entre los guerreros de mi mesnada, y una vida de honor y respetabilidad.
En un momento dado, Zanda me llamó la atención sobre el hecho de que estábamos tomando excesiva altura, quejándose de mareo. Casi al mismo tiempo, me sentí poseído por cierto malestar, y Ur Jan se desvaneció simultáneamente.
Seguido por Jat Or, acudí fatigosamente a la sala de mando, donde una mirada al altímetro, me reveló que habíamos alcanzado una cota peligrosa. Instantáneamente, indiqué al cerebro que regulara el suministro de oxígeno en el interior de la nave y que redujera la altura.
El cerebro obedeció mis instrucciones, en lo que concernía al suministro de oxígeno, pero continuó ascendiendo hasta una altura superior a la que podía registrar el altímetro.
Mientras Thuria disminuía de tamaño, detrás de nosotros, me di cuenta de que estábamos volando a una velocidad tremenda, a una velocidad mucho mayor de la que yo había ordenado.
Era evidente que el cerebro se encontraba completamente fuera de mi control. No había nada que yo pudiera hacer, así que retorné al camarote. Allí encontré que, tanto Zanda como Ur Jan, se habían recuperado, ahora que el suministro de oxígeno era regular.Les comuniqué que la nave corría fuera de control por el espacio y que intentar averiguar nuestro destino era perder el tiempo especulando…, ellos sabían tanto como yo.
Mis esperanzas, que habían estado tan altas, se veían ahora completamente defraudadas y, cuanto mayor era la distancia que nos separaban de Thuria, tanto más grande era mi agonía, aunque oculté mis sentimientos personales a mis compañeros.
Hasta que no estuvimos seguros de dirigirnos hacía Barsoom, no se reavivaron las expectativas de supervivencia en el corazón de ninguno de nosotros.
Mientras nos acercábamos a la superficie del planeta, se hizo evidente que la nave estaba completamente bajo control; me pregunté si la máquina habría descubierto cómo pensar por sí misma, puesto que sabía que ni yo ni ninguno de mis compañeros la estaba controlando.
Era de noche, una noche muy oscura. La nave se aproximaba a una gran ciudad. Pude ver sus luces ante nosotros y cuando nos acercamos más reconocí que era Zodanga.
Como si manos y pensamientos humanos nos guiasen, la nave se deslizó silenciosamente por encima de la muralla oriental de la gran ciudad, hundiéndose en la sombra de una oscura avenida y avanzando decididamente hacia su desconocido destino.
Pero su destino no fue desconocido por mucho tiempo. Aquel barrio no tardó en resultarnos familiar. Avanzábamos muy lentamente. Zanda estaba conmigo en la sala de mando, escudriñando a través de una de las lumbreras de proa.
—¡La casa de Fal Silvas! —exclamó.
También yo la reconocí, y entonces vi ante nosotros las puertas abiertas del gran hangar del que habíamos robado la nave.
Con absoluta precisión, la nave giró lentamente hasta que su cola apuntó hacia la entrada del hangar. Entonces retrocedió y se apoyó sobre su andamiaje.
Siguiendo mis órdenes, las puertas se abrieron y la escalerilla descendió hasta el suelo, un momento después, me hallaba buscando a Fal Silvas, para exigirle una explicación. Ur Jan y Jat Or me acompañaban con las espadas largas desenvainadas, y Zanda nos seguía pegada a nosotros.
Acudí de inmediato a los alojamientos de Fal Silvas. Estaban vacíos, mas cuando salía de ellos descubrí una nota fijada detrás de la puerta. Estaba dirigida a mí. La abrí y leí su contenido:
De FAL SILVAS, de Zodanga, a JOHN CARTER, de Helium.
Que sea sabido:
Me traicionaste. Me robaste mi nave. Creíste que tu insignificante cerebro podía superar al gran FAL SILVAS.
Muy bien, John Carter, será un duelo de cerebros: el mío contra el tuyo. Veamos quién gana. Voy a llamar a la nave.
Voy a ordenarle que vuelva, a toda velocidad, de donde quiera que esté, sin permitir que ningún otro cerebro altere su rumbo. Voy a ordenarle que regrese a su hangar y que permanezca allí para siempre, a menos que reciba instrucciones en sentido contrario de mi cerebro.
Sabrás entonces, John Carter, cuando leas esta nota, que yo, Fal Silvas, he ganado; y que en tanto yo permanezca con vida, ningún otro cerebro que no sea el mío conseguirá que mi nave se mueva de donde está.
Podía haber hecho pedazos la nave contra el suelo, destruyéndote, pero entonces no podía haberme recreado contigo tal como hago ahora. No me busques. Estoy oculto donde nunca podrás encontrarme. He escrito. Esto es todo.
En aquella nota había una inflexible determinación, una cierta autoridad que parecía excluir incluso la más leve esperanza. Yo estaba abrumado. En silencio, se la tendí a Jat Or y le pedí que la leyera en voz alta a los demás. Cuando hubo terminado, Ur Jan desenvainó su espada corta y me la ofreció por la empuñadura.
—Yo soy la causa de tus pesares —afirmó—. Mi vida te pertenece. Te la ofrezco ahora en reparación.
Yo me negué con la cabeza y aparté su mano.
—No sabes lo que estás diciendo, Ur Jan.
—Quizás éste no sea el final —apuntó Zanda—. ¿Dónde puede esconderse Fal Silvas, que hombres decididos no puedan encontrarlo?
—Dediquemos nuestras vidas a esa empresa —propuso Jat Or; y allí, en la habitación de Fal Silvas, los cuatro juramos dar con él.
Cuando salimos al pasillo, vi acercarse a un hombre. Avanzaba furtivamente de puntillas en nuestra dirección. No me vio a la vez que yo a él, porque miraba aprensivamente por encima de su hombro, como si temiera que lo descubrieran desde esa dirección.
Al encararse conmigo, ambos quedamos sorprendidos: era Rapas, el Ulsio.
Ante la visión de Ur Jan y mía, hombro con hombro, frente a él, el rata se volvió de un color gris ceniza. Comenzó a girarse, como si pensara escapar, pero evidentemente se lo pensó mejor, puesto que inmediatamente nos dio la cara, contemplándonos como fascinado. Mientras nos acercábamos a él, adoptó una sonrisa de circunstancias.
—Vaya, Vandor, qué sorpresa. Me alegro de verte.
—Sí, así debe ser —repliqué yo—. ¿Qué haces por aquí?
—Vine a ver a Fal Silvas.
—¿Esperabas encontrarlo aquí? —preguntó, imperiosamente, Ur Jan.
—Sí —respondió Rapas.
—¿Entonces por qué andas a hurtadillas? —inquirió el asesino—. Estás mintiendo, Rapas. Sabes que Fal Silvas no está aquí. Si hubieras creído que Fal Silvas estaba aquí, no te hubieras atrevido a venir, ya que sabes perfectamente que él está al corriente de que trabajas para mí.
Ur Jan dio un paso adelante y aferró a Rapas por la garganta.
—Escúchame. Rapas —gruñó—; tú sabes dónde está Fal Silvas. Dímelo o te partiré el cuello.
El pobre hombre comenzó a humillarse y a gimotear.
—¡No! ¡No! ¡Me estás haciendo daño! ¡Me vas a matar!
—Al menos has dicho la verdad por una vez —rugió el asesino—. Rápido, escúpelo, ¿dónde está Fal Silvas?
—Sí te lo digo…, ¿prometes no matarme?
—Te prometo eso y más —intervine yo—. Dinos dónde está Fal Silvas y te daré tu peso en oro.
—¡Habla! —vociferó Ur Jan, agitando al pobre hombre.
—Fal Silvas está en la casa de Gar Nal —susurró Rapas—; pero no le digas que yo os lo he contado o me matará de alguna forma horrible.
No me atreví a soltar a Rapas, por el temor de que pudiera traicionarnos, y le hice prometer que nos introduciría en la casa de Gar Nal y nos guiaría hasta la habitación donde encontraríamos a Fal Silvas.
No podía imaginarme qué hacía Fal Silvas en casa de Gar Nal, a menos que hubiera ido allí, en ausencia de Gar Nal, para robarle alguno de sus secretos. No me molesté en preguntárselo a Rapas, ya que no me parecía una cuestión de mucha importancia. Ya era bastante que estuviera allí y que pudiéramos encontrarlo.
Era aproximadamente la octava zode y media, medianoche hora terrestre, cuando alcanzamos la casa de. Gar Nal. Rapas nos franqueó la entrada y nos condujo al tercer piso, subiendo por estrechas rampas en la parte de atrás del edificio, donde no vimos a nadie. Avanzábamos silenciosamente sin hablar, y finalmente nuestro guía se detuvo ante una puerta.
—Aquí está —musitó.
—Abre la puerta —dije yo.
El lo intentó, pero estaba cerrada con llave. Ur Jan lo empujó a un lado y lanzó su enorme masa contra la puerta y la echó abajo, astillando el panel de la madera. Crucé el umbral de un salto y allí, sentado ante una mesa, vi a Fal Silvas y a Gar Nal… Gar Nal, el hombre al que creíamos encarcelado en la ciudad de Ombra, en unos de los satélites de Barsoom.