Cuando alguien te come el culo te pones verraco, al menos yo, que ya estaba deseando ser insertado por aquel arpón gigantesco que tenía este hombre entre las piernas pero, en vez de eso, se fue a una esquina de la cocina y cogió uno de los chorizos que allí colgaban.
—¿No decías que no podías comer cerdo? ¿que te lo prohibía tu religión? —me preguntaba con los ojos inyectados en malicia—, pues mira por donde me paso yo tu religión, ¡por el forro de los cojones!
Efectivamente, tal y como me temía, aquel chorizo fue a parar a mi ojete. De una vez, de golpe, casi entero. La grasilla del chorizo actuaba como lubricante. Aquel mazo en mi interior hacía el efecto de un mortero, hasta el punto que me imaginé que cuando expulsase los ajos estarían machacados. Me follaba con el embutido como si fuese lo más normal del mundo. De vez en cuando lo sacaba y me obligaba a lamerlo. Quería que lo chupase para que aprendiese a disfrutar del cerdo. Estaba tan caliente, que no dudé en morder aquella barra cárnica que me acababa de sacar del culo y me ofrecía ahora para saborear. El cocinero, al ver que había mordido el chorizo, me metió la lengua en la boca. Pensé que quería darme un muerdo pero en realidad lo que hizo fue buscar el trozo que me estaba intentando comer para poder saborearlo él. Lo masticó despacio, lo llevaba de un lado a otro, degustándolo. Cuando lo tragó me dijo que ya sabía a ajo, que ya estaba preparado, así que se puso detrás de mí y me metió de golpe aquel bate de béisbol que la naturaleza le había otorgado. Explicar el daño que me hizo es imposible. Tanto fue lo que me dolió que se me bajó la erección. Pero como uno a esas alturas ya era un experto en artes amatorias, me concentré relajando el esfínter al máximo y conseguí, no sólo que me dejase de doler, sino empezar a disfrutar de la follada. El cocinero follaba tan rápido como los conejos pero con la fuerza de un oso. Con cada embestida sentía los ajos clavarse más y más dentro de mí. No sé si es verdad eso que dicen de que el hombre tiene el punto G en el culo, pero el orgasmo que tuve ese día sin tan sólo tocarme, no lo he tenido nunca más. Cuando el Cateto vio sobre la mesa de la cocina los restos de mi leche, empezó a culear más fuerte y no tardó en terminar. Lo hizo dentro mí. Pude sentir su leche caliente bañando mi gruta, llena de olores y sabores nuevos.
—Ahora tienes que cagar los ajos —me ordenó.
Y empujando como había aprendido a hacer el día de las frutas, empezaron a salir una a una todas aquellas cabezas de ajo, bañadas en una salsa blanca y espesa: la leche de aquel jodido racista. Bajo mi culo y con la boca abierta, me esperaba impaciente. Aquel amante del ajo saboreó todos y cada uno de los pedazos que salieron de mi interior. Comía aquellos manjares mientras no paraba de sobarse el enorme rabo, a pesar que ya se había corrido. Después del polvo me dio la mañana libre y además, a medio día, no tuve que comer cerdo.
Las noches en la cárcel son tremendamente lúgubres. Tardé varios meses en conciliar el sueño de una forma normal. Al principio me daba muchísimo miedo pensar que mi compañero de celda o cualquier otro podían aprovechar la silenciosa oscuridad para acabar conmigo. Estar encerrado entre asesinos me hacía vivir en un estado de paranoia y psicosis que me llevó a caer enfermo, hasta el punto de tener que ser trasladado a la enfermería durante algunas semanas porque dejé de comer, de dormir y casi de respirar.
El miedo te bloquea y cada ser humano reacciona de una manera distinta. A mí me anuló, como si de una madre posesiva se tratase. Me anuló de tal forma que se me olvidó comer. Perdí las ganas, no podía conciliar el sueño y si dormía era para tener pesadillas horribles que obligaban a los enfermeros a sedarme o a mantenerme atado. Me baldó de tal forma que se me olvidó ser persona, o al menos la clase de persona que era cuando vivía en Marruecos rodeado de mi familia. Tumbado en aquella camilla con aquellas correas sujetándome las muñecas pensaba en mi playa, la playa donde me había criado, donde había visto a mi hermano desnudo, donde había hecho el amor por primera vez con mi tío, donde mi padre cantaba esa cancionciila que tanto me gustaba… Tumbado en aquella camilla lloraba. Lloraba porque no sabía hacer nada más, porque no me dejaban hacer nada más, porque cada vez que parecía que mi vida iba a mejor y daba un paso adelante, el destino me ponía una zancadilla y yo caía de nuevo por el precipicio. Siempre me había levantado, una y otra vez, pero en ese momento sentí que no podría volver a hacerlo, que no tendría fuerzas y tampoco me importó. Casi me rindo. Casi se me olvida respirar…
Los enfermeros me trataban con desdén, con superioridad, pero no porque yo fuese un preso y ellos no, sino porque yo era moro y eso me hacía a mí inferior según sus propias palabras. Una y otra vez se dedicaron a recordarme la escoria que era por venir de donde venía. No recuerdo mucho de aquellos días, ya que estuve drogado la mayor parte del tiempo. Supongo que me medicaban para que no les molestara, aunque en el fondo yo haya sido siempre bastante inofensivo, y prueba de ello es lo mal que me ha ido hasta ahora.
Durante todo el tiempo que estuve en la enfermería no tenía relación con el resto de los presos. Lógicamente, si no tenía relación no tenía sexo. Me pasaba el día atado de pies y manos, así que, lógicamente, no encontraba el momento ni para hacerme una triste paja, aunque, siendo sincero, las drogas que me daban también mataban mi libido. Pero el follar es una necesidad fisiológica, la Naturaleza es sabia y los sueños se vuelven cada vez más eróticos. Las poluciones nocturnas dejan manchas, y esas manchas son las huellas de nuestro deseo y el deseo no desaparece ni siquiera con drogas.
Cuando me desperté, un enfermero bajito y cabezón estaba leyendo una revista. Estaba aturdido y con dolor de cabeza, supuse que por la medicación.
—¿Puedes darme un vaso de agua? —le supliqué casi en un susurro.
—Claro, por supuesto… —me dijo el enfermero con un tono irónico—. Lo que quiera su majestad.
¿Su majestad? ¿Cómo cojones se atrevía a darme trato de realeza cuando llevaba atado de pies y manos no sé cuántos días? Decidí no contestarle porque no quería que me volviesen a drogar de nuevo con la excusa de que me estaba poniendo violento, como achacaban siempre que abría la boca. El enfermero llenó el vaso de un grifo que había al fondo de la sala y se acercó lentamente a la cama donde yo residía.
—Aquí tienes —me dijo.
—Gracias.
—Incorpórate un poco —me aconsejó.
—No puedo levantarme más, estoy inmovilizado —le dije con toda la ironía que fui capaz en ese momento.
—¿Y esto?
—Lo siento —respondí pensando que se refería a mi comentario jocoso.
—¿Cómo que lo sientes? ¿Qué es esa mancha?
—¿Qué mancha? —pregunté sin saber a qué se refería.
—No me lo puedo creer —me dijo entre risas.
—¿Qué pasa?
—¿Acabas de correrte y me preguntas que qué pasa? Pues si no lo sabes tú… —me abofeteó con su respuesta, que me pilló totalmente por sorpresa.
—Ha sido algo involuntario.
—Vaya, vaya… Así que el morito está caliente —comentó en voz alta mientras sonreía.
—Habrá sido un sueño —le contesté.
—Pobrecito, pero habrá que limpiarte. No puedo dejarte así, no quiero que me culpen de no hacer bien mi trabajo —dijo el enfermero.
Totalmente sorprendido por el tono amistoso con que dijo la última frase levanté el culo para que pudiera bajarme los pantalones más fácilmente. En la enfermería me vistieron con una especie de pijama de tela muy fina que hacía relucir todo tipo de descuidos, incluido éste que a mí me había sucedido. Cuando el enfermero me quitó el pantalón se lo llevó a la cara y lo olió. Aspiró fuertemente el aroma que desprendía.
—Huele a lefa —me regañó.
—Lo siento, te repito que ha sido algo involuntario — le contesté.
—No te disculpes, me gusta cómo huele. Tiene un olor fuerte, es una mezcla entre semen, sudor… No sé cómo describirlo, pero me gusta —dijo mientras volvía a aspirar todo lo fuerte que podía. Inspiraba como cuando te metes una raya, de una vez, sólo que este enfermero enano se estaba poniendo ciego con el olor de mi leche.
Mi polla todavía al aire, estaba torcida hacia un lado, como muerta, pero pronto empecé a sentir un cosquilleo que parecía indicar que aquella escena estaba a punto de devolverla a la vida. Intenté concentrarme para no empalmarme, no sabía cómo iba a reaccionar ese tío y no quería que al verme empalmado pensase cualquier cosa rara y volviese a drogarme. Empecé a pensar en todas las tonterías que se me ocurrieron, pero ver mi polla cómo seguía, babosa por todo lo que había expulsado, me hizo ponerme muy cardiaco. Ver cómo el enfermero no paraba de esnifar los aromas que habían salido de mis entrañas hizo que me pusiese mucho más cachondo, pero descubrir el bulto que marcaba su pantaloncillo, casi tan fino como el mío, hizo que me pusiese a cien. Llevaba muchos día sin follar y cuando acostumbras al cuerpo a algo no se lo puedes quitar de repente. Yo estaba con mono de rabo y parecía que aquel individuo estaba dispuesto a no dejarme sin mi dosis. Por más que intentaba evitarlo, mi aparato empezó a ponerse morcillón. Sentía cómo poco a poco se iban hinchando mis venitas, cómo mi glande se volvía poderoso… Intentaba resistirme, pero era imposible.
Cogió un baño con agua y una especie de toallita y con ella me empezó a frotar los genitales. En teoría pretendía retirar mis propios restos orgánicos provocados por un sueño turbador, pero el contacto de aquella tela jabonosa y la forma en que frotaba mi nabo hizo que se pusiese firme en un segundo echando por tierra todos mis esfuerzos por no empalmarme.
—Vaya, parece que se te está poniendo gorda mientras te la enjabono —observó el enfermero haciéndose el inocente mientras frotaba mi polla de arriba abajo igual que si estuviese haciéndome una paja.
—Es que el tacto con el jabón es muy agradable —le dije.
—¿Te gusta así? —me dijo mientras subía y bajaba lentamente su mano rodeando aquel trozo de tela que envolvía cuidadosamente mi polla.
—Sí.
—No te oigo —me dijo al oído.
—Sí, me gusta mucho —le respondí mientras seguía atado de pies y manos y con la polla dura mirando al techo. Sentir la respiración de aquel hombre tan cerca de mi cara, de mi oído, hizo que me recorriese un escalofrío. Estaba poniéndome realmente cachondo.
—¿Y no te gustaría más si quitase la toalla? —me preguntó.
—Sí, claro que sí —le dije totalmente desconcertado porque nunca en mi vida me habría imaginado que aquel enfermero enano era maricón y mucho menos que acabaría haciéndome una paja como la que me estaba haciendo.
Las yemas de sus dedos recorrieron mi aparato. Suavemente recorría mis venitas hinchadas, las presionaba levemente. Con uno de sus dedos volvía a dibujar la marca que la circuncisión había dejado en mi rabo. Bajaba el dedo justo hasta donde empezaban mis cojones. Con ese mismo dedo los separaba muy despacio y luego volvía a subir el dedo. Peinaba los rizos de mi pubis y cuando se cansaba de todo esto rodeaba el cipote con su mano y presionaba fuertemente con todos sus dedos sobre mi glande mientras agitaba su mano velozmente. Cuando yo empezaba a gemir disminuía el ritmo. Estaba claro que él era el dueño de la situación y era lo que realmente le daba morbo. A mí el morbo me lo provocaba el estar totalmente a su merced. Hubiera podido hacer de mí lo que realmente quisiera, yo era incapaz de oponerme porque estaba cachondo y además atado. Podía haberme pegado, haberme meado, haberme metido algo por el agujero de la polla, podía haberme hecho lo que se le hubiese ocurrido en ese momento. Pero precisamente el hecho de que entre todas las maldades y guarradas que a mí se me hubieran pasado por la cabeza, que él hubiese elegido una paja le dio al momento cierto grado de ternura. Yo hubiese preferido que me mordiera fuertemente o que cuando bajaba los dedos hasta mis cojones hubiese seguido bajando para metérmelos en el culo, pero no fue así. Intenté levantar las piernas cuando se acercaba a esa zona para que tuviese claro lo que quería que me hiciese, pero hizo caso omiso. Me hubiese encantado que me pellizcara los pezones, pero no fue así. Me hubiese encantado que cuando mi polla empezó a lubricarse con líquido preseminal lo hubiese lamido, pero no fue así… Al contrario de lo que me hubiese gustado, extendió ese agüilla que me salía de la punta del cipote por todo el glande. La sensación era agradable pero insuficiente para hacerme disfrutar. Me gustaba la situación en la que me encontraba: peligrosa, porque podía entrar alguien y, además, inesperada por la mierda de paja que al fin y al cabo me estaba haciendo, así que me concentré para, cuando volviese a rodear mi nabo con sus manos, poder correrme. Cuando sentí que mis pelotas empezaban a contraerse comencé a gritar de placer, al tiempo que mi leche volvía a ver la luz. Varios chorros blancos y espesos salieron disparados a toda velocidad. El primero me llegó a la boca y cayó sobre mis labios, el segundo en el pecho llenando uno de mis pezones y el tercero cubrió el hueco de mi ombligo. El enfermero se quedó un segundo observándome y luego, sin articular palabra, se sacó su polla y empezó a meneársela. Teniendo en cuenta lo bajo que era no andaba mal de aparato, un poco torcida hacia la derecha, pero con un tamaño bastante considerable comparándolo con su altura.
—Quítame los grilletes y deja que te chupe la polla —le supliqué.
Pero haciendo caso omiso a mi petición, una vez más, empezó a meneársela él mismo al tiempo que lamía los lechazos repartidos por mi cuerpo. El movimiento de su mano cubría y descubría un glande gordo y rosado. A pesar de haberme corrido, aquella imagen hizo que mi polla se mantuviese vigorosa.
Hundió la lengua en mi ombligo y jugueteó con él, sorbiendo aquella
mousse
tan afrodisíaca. Cuando terminó ahí siguió subiendo y, ahora sí, me trabajó los pezones. No porque le excitase, sino porque estaban llenos de elixir de vida. Los chupó, los mordió, los besó… Su mano cada vez se movía más y más deprisa. Yo no le quitaba la vista de encima, ni a él ni a su polla que sufría las embestidas de una mano ávida de deseo. Su lengua subió por mi cuello, mi nuez, mi oreja, para llegar a mis labios. Sobre ellos pude sentir primero su aliento, luego los besó suavemente, rozándolos con sus labios, como probando la mercancía que los bañaba, luego atacó salvajemente, obligándome a lanzar mi lengua en su busca. Nuestras lenguas se enroscaron dentro de mi boca, como si de un baile de serpientes se tratara, su cuerpo comenzó a tensarse y su polla a disparar. Cinco. Cinco fueron los disparos que pude contar, más un goterón que quedó prendido de aquel rabo. Sin vestirse y con la lefa colgando de aquel mástil me seguía lamiendo los labios, cada vez con menos deseo pero con más ternura, ya había saboreado las mieles que le interesaban. Sin vestirse ni mediar palabra, me puso unos pantalones limpios. Luego volvió a coger los pantalones usados, los olió una vez más y los guardó en un bolso que colgaba de la silla.