Donde el cuerpo del wyrm rebosaba por la orilla del estanque profanado, se abrió una oquedad semejante a un esfínter. El orificio oscuro, ribeteado de cilios, era sin duda la fuente del hedor a putrefacción.
No era aquella apertura lo que acaparaba la atención de Stuart, no obstante, sino la diminuta figura que emergió de ella. Una muchacha, radiante a la media luz del anochecer, más oscura y a la vez más brillante que todo lo que la rodeaba. Que la luz de la luna y el mediodía. Se había alejado de Stuart media docena de apresuradas zancadas antes de que éste se acordara de respirar. Poseía una belleza sobrecogedora. Sintió un peso que le oprimía el pecho.
La lozana portaba en brazos un cesto de mimbre. Debía de estar llena a rebosar, puesto que mantenerla erguida exigía todas sus fuerzas. Encontró un palmo de terreno llano, a tiro de piedra de la vieja boca de la mina, y depositó su carga con un trompazo.
Stuart, fascinado, se acercó aún más. La joven se desprendió del chal que le cubría los hombros y lo extendió ante ella, en el suelo. Aquel gesto en sí tenía menos de inusitado que el hecho de que Stuart habría jurado que la prenda no estaba allí hacía un momento. Analizó la instantánea mental de la impresión resultante de haberla visto por vez primera. Estaba sobreimpresa en su mente, igual que las candentes motas de luz resultantes de mirar al sol durante mucho tiempo. Ni rastro del chal. Estaba dispuesto a jurarlo.
Mas allí estaba ahora, delante de ella, un cuadrado de lana negra como la noche, de textura más fina que cualquier seda. Sin embargo, incluso a esa distancia, Stuart podía ver que la prenda estaba raída, deshilachada en el borde. Un ondeante hilo de ónice se había soltado y tiritaba a la suave brisa.
Le vino a la cabeza el extremo de otro hilo negro suelto, la pelea que habían librado en medio de la niebla. Al menos, parecía que aquella condenada bruma había escampado esa noche. O puede que nunca llegara hasta aquellas alturas. En cualquier caso, su ausencia era una bendición.
La muchacha se afanaba en vaciar el canasto, con manos diestras y rápidas. Aun inmersa en su ajetreo, no obstante, sus ojos se posaron en el lugar donde Stuart permanecía agazapado, en lo alto del lomo del wyrm. Sin darse cuenta, había revertido a su acostumbrada forma humana, allí aferrado, donde la curvatura del flanco del wyrm lo ocultaba a excepción de la cabeza y los hombros.
—Ya está, he terminado con lo más trabajoso —voceó la joven, al tiempo que se apartaba de los ojos un mechón rebelde de cabello de ébano—. He conseguido rescatar el cuerpo de las espinas, así que ya puedes bajar sin peligro.
Stuart se incorporó, en inestable equilibrio, sobre las oleaginosas escamas. No tenía palabras. Le costaba respirar. En vano, intentó recordar cuándo había sido la última vez que se quedara sin habla. «
Tienes un pico de oro
—decía siempre su madre—.
Eso te viene por parte de tu padre
».
Por si no se había percatado antes, ya no le cabía ninguna duda. Estaba perdido, por completo y sin remisión. Sabía que allí había algo que no encajaba en absoluto. «
¿No acababa de ver cómo aquella muchacha salía del vientre de la bestia del Wyrm?
». Antes de que pudiera darle consistencia a aquella idea, ya estaba bajando en dirección a ella. Primero los pies, luego la espalda, por fin los codos. Con un chapoteo, se hundió hasta las espinillas en las fangosas secreciones lacustres. Apenas reparó en ellas.
La joven meneó la cabeza y le dedicó una sonrisa. Stuart sintió cómo se abría un agujero en su interior, del tamaño exacto de aquella sonrisa. Era un vacío que sabía que comenzaría a escocer en cuanto esa sonrisa se apartara de él. Hizo acopio de voluntad para corresponder con una sonrisa bovina, asimétrica, idiota.
—Supongo que te pondrían un nombre —espetó la lozana. Reemplazó algo en su cesta y cerró la tapa—. Los padres tienen esa curiosa costumbre.
—Stuart. Así me bautizaron, pero me llaman Camina tras la Verdad. Ese es el nombre que me forjé.
La joven aceptó aquella extraña declaración sin formular preguntas. Stuart se preguntó qué podía saber esa cría acerca de las costumbres de los Garou, y qué era lo que estaba haciendo en aquel lugar tan peligroso y desolado.
—Bueno, bueno, Stuart Camina tras la Verdad. A juzgar por tu acento, me da que no eres de los alrededores. Sin embargo, la montaña te ha dejado acercarte mucho a su corazón, por lo que se diría que te ha cogido cariño. A primera vista, no sabría decirte por qué. Las cumbres y las cañadas no te son ajenas, quizá sea ésa la explicación. Lo único que sé es que esta montaña no se te resiste con todas sus fuerzas, y eso constituye un problema.
—¡¿Que no se me resiste?! —balbució—. Pero si este sitio ha intentado estrangularme mientras dormía, quiso hacerme picadillo con espinas e incluso intentó triturarme a fuerza de apretar sus anillos. La verdad, no sé cómo podría resistirse más…
La muchacha enarcó una ceja y miró de soslayo a su delicado chal negro, extendido en el suelo como si aquella gruta fuese un merendero. Stuart siguió la dirección de su mirada y se sobresaltó, congelada la sangre en sus venas. Era innegable que había algo debajo del tejido… algo que guardaba un inquietante parecido con el cuerpo de un hombre de constitución atlética.
—¿Víctor? —musitó, patidifuso—. Pero, ¿cómo…? —Quiso avanzar hacia el cuerpo, pero la joven le puso una mano en el brazo.
—Tranquilo. No corre peligro. Dentro de poco, lo despediremos cuando emprenda su viaje. Ahora, si la montaña se te hubiese resistido con más saña…
Stuart zangoloteó la cabeza, como si quisiera despejarse.
—Está bien, te lo concedo. Pero, ¿no me irás a decir que la montaña es la responsable de esto? ¿De lo que les ha ocurrido a Víctor, a Habla Trueno y a todos los demás? Las montañas no despellejan vivas a la gente. Las montañas no les clavan una piqueta en la frente…
La joven arrugó la nariz.
—¿Una piqueta? Ah, eso. Qué imaginación más desbocada. Te va a buscar más de un problema. Mira, Stuart, me han confiado la protección de esta montaña, para encargarme de que no venga nadie a curiosear. Este sitio es peligroso. Fíjate, la última vez que subió hasta aquí un puñado de gente, se produjo un sin fin de problemas.
—Qué me vas a contar. —Estaba pensando en Arne Ruina del Wyrm, en Víctor y en Arkady, todos ellos víctimas de aquel paraje desolado, y en la guerra que había estado a punto de surgir a causa de aquella irreflexiva expedición.
—Por eso es muy importante que nos aseguremos de que nadie más resulte herido. ¿Entendido?
Stuart asintió y no ofreció resistencia cuando le cogió del codo para conducirlo junto a Víctor. Se acuclilló y extendió una mano tentativa, dispuesto a levantar la esquina de la mortaja, para atisbar una vez más el rostro que ocultaba. Con gesto distraído, se percató de un hilo suelto. Enfadado, lo arrancó de un tirón.
La muchacha se agachó a su lado, con suavidad, en medio de una cascada de faldas, para apartarle la mano con delicadeza.
—Voy a decirte una cosa, Stuart. Ten propongo un trato. —Hablaba con los ojos clavados en el cuerpo de su amigo fallecido—. Has nacido y te has criado en las montañas, eso es innegable, por lo que sabes lo importante que es proteger a los tuyos y mantener tu palabra. Mira, puedo ocuparme de que bajes de aquí sin sufrir más penurias. Te llevas el cuerpo de tu amigo y te encargas de que tenga un entierro digno. Eso es lo mejor que podrías hacer.
—Muy amable. Pienso ocuparme de eso en cuanto haya encontrado las respuestas a unas cuantas preguntas. Pero eso no me suena a “trato”. ¿Hay alguna manera de que pueda serte de ayuda a cambio?
—Puedes prevenir a los demás. Para que nadie suba hasta aquí y consiga que lo maten. Lo consideraría un favor personal. Me ocuparía yo misma, pero esa gente de ahí abajo no me conoce de nada, no tienen ningún motivo para creer en mis palabras. Tú podrías hacerles comprender el peligro. Sé que podrías. ¿Lo harás por mí, Stuart?
Este la miró a los ojos y supo que no podía negarle nada.
—Haré lo que me pides —convino, con voz queda—, sólo si me aseguras que volveré a verte. Dímelo y me enfrentaré a las montañas gustoso con tal de regresar a ti.
—Eso queda por verse —fue la respuesta, que fin taba la súplica de Stuart—. Ahora vete, y date prisa. Antes de que se ponga la luna.
—¿Dudas de mí? —exclamó Stuart—. ¿Por qué iba a…?
—Te ofrezco una oportunidad de demostrar tu devoción —corrigió, con tacto—, con acciones y no con palabras bonitas. Va, he sumido a la montaña en un sueño intranquilo para que podamos hablar, pero no tardará en despertarse y desperezarse de su pétrea complacencia. Deberás estar lejos cuando eso ocurra. Te quedan fuerzas suficientes para afrontar el viaje de regreso, pero tendrás que apresurarte. No olvides lo que me has prometido, Stuart Camina tras la Verdad.
Levantó una mano a modo de despedida, a sabiendas de que había vencido. El joven transmitiría la historia ficticia que le había contado a los habitantes de las estribaciones, la fábula del vengativo espíritu de la montaña que miraba con malos ojos a quienes se entrometieran en su dominio, a los que marcaba con un único ojo rojo sin párpado y les arrancaba la piel. Sí, proteger el secreto inscrito en el corazón de la montaña resultaría más fácil cuando se corriera la voz, ya no tendría que implicarse de forma directa en la exterminación de las visitas no deseadas.
Le dedicó una sonrisa, la más devastadora de su catálogo.
Aquel fue su único error. Stuart no podía volverle la espalda a aquella sonrisa, no de forma voluntaria. Arrastró los pies; carraspeó. Abrió la boca y dijo lo primero que le pasó por la cabeza, con la única intención de prolongar el flirteo durante unos instantes más.
—Mi amigo y yo, vinimos aquí en busca de uno de sus familiares. A lo mejor lo conoces o has oído hablar de él. Se llama Arkady, y es un noble Colmillo… Quiero decir que es un gran señor entre nuestro pueblo. Dicen que su pelaje reluce igual que la luz de la luna sobre la nieve recién caída.
—¿Su pelaje? —repuso, quizás algo enojada—. ¿Eso es todo lo que puedes decir de él, que la gente habla de su pelaje? Admitirás que, como descripción, no es gran cosa.
—Hablarán de vuestro chal, mi señora —replicó Stuart, sucinto. Ante aquellas palabras, la joven caviló.
—Vaya, no he visto a ningún señoritingo petimetre ataviado con relucientes pelajes ascendiendo por la montaña. ¡Y espero que sepas decir algo más halagador de mí que “tenía un chal negro”!
—Más brillantes que el rostro de las estrellas —murmuró Stuart, admirado, sosteniendo la mirada de aquellos ojos sin par—, y más oscuros que los abismos insondables que ocultan.
La muchacha se cruzó de brazos y le volvió la espalda, aunque Stuart pudo ver que no le desagradaban sus palabras.
—Cuentan que aquí libró una gran batalla con un Wyrm del Trueno —espetó, volviendo a tirar del hilo del único tema que ocupaba sus pensamientos. Señaló al monstruoso wyrm de ónice—. Uno grande. Algo así, me imagino. Dicen que lo dominó sólo con la voz. Víctor, mi amigo, y yo regresamos aquí. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Era el último lugar donde se había visto a Arkady con vida.
—Ya, ya. Es un relato fascinante, pero me temo que no tengo tiempo para eso ahora. Siento cómo se agita la montaña. Si te encuentra aquí, te matará. Coge a tu amigo y márchate. Ahora. —Le cogió del brazo para ponerlo de pie.
Aun cuando le costara un gran esfuerzo desembarazarse de aquel contacto, Stuart apartó el brazo.
—No puedo irme y permitir que pienses que soy un gandul. Has sido muy amable conmigo. Por lo menos, permíteme que te ayude con la cesta…
—No nos queda tiempo. Ya viene hacia aquí, debes marcharte antes de…
Demasiado tarde. En cuanto Stuart hubo cogido el canasto, su mirada quedó prendada de una gota de sangre, fresca todavía, aferrada a la tapa. Con creciente aprensión, la levantó. La cesta estaba llena de espeluznantes herramientas cuya función resultaba inconfundible. Vio el juego de malévolos cuchillos de desollar, tarros con esencias para embalsamar y sustancias aún más horripilantes y, como una protuberancia desafiadora en medio del batiburrillo de recipientes y utensilios, una resplandeciente lezna de acero inoxidable y un mazo de madera salpicado de sangre.
Dierdre vio cómo se envaraba y comenzó a retroceder, despacio. Un paso. Dos.
Se fraguó un aullido descomunal en su interior. La rabia y la traición despertaron ecos en las oquedades y retumbaron por encima de las estribaciones. Incluso a kilómetros de distancia, en el clan del Alba, un Garou de guardia en el perímetro de la aldea ladeó la cabeza al escuchar la furia de una lejana nube de tormenta que coronaba las montañas.
Al cabo, drenado de todo lo que no fuese el dolor y la promesa de vengar a su camarada caído, comenzó a operarse un cambio sobrecogedor en Stuart. Su rostro se descompuso en una máscara de rabia bestial. Uno de sus ojos se cerró y fue como si se hundiera en la cabeza. El otro sobresalió hasta pender laso. El fruncimiento de sus labios hendió su semblante a ojos vista, hasta alcanzar la nuca, donde su cráneo se abrió y restalló al cerrarse con el sonido de un rechinar de dientes. Tenía todo el pelo de punta, cada cerda enhiesta y afilada cual puñal. El halo de un guerrero se irguió sobre él, negro y dorado. La sangre se agolpó hasta rezumar por los poros de su rostro y todo su armazón se estremeció con una ira que amenazaba con desprender los tendones del hueso. Profirió un aullido que desprendió algunas rocas de las paredes. Se golpeó el pecho. Estampó los pies contra el suelo. La hondonada tembló bajo su cólera. La fuerza del guerrero lo dominaba. Constituía un espectáculo aterrador.
De pie en el camino de aquella torre encolerizada de pelaje y músculos retorcidos se encontraba Dierdre. Ofrecía un aspecto diminuto, pero no mostraba ningún temor ante la ira guerrera de Stuart. Cuando éste hubo echado sus garras hacia atrás y se hubo cernido sobre ella igual que un cúmulo tormentoso, ella se limitó a escurrirse bajo el asalto. Las zarpas de Stuart arrancaron chispas al suelo rocoso. Desatascó su mano y aulló su frustración.
La sangre que se abría paso por todos sus poros constituía ya un flujo continuo. Al captar el atisbo de un movimiento a la luz de la luna, se apresuró a girar en redondo y se abalanzó sobre ella por segunda vez, con todo su cuerpo estremeciéndose como si fuese a descomponerse en mil pedazos.