Read Fianna - Novelas de Tribu Online

Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (8 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Está bien. Así que no estabas asustado. Lo que pasa es que te pusiste nervioso. Te marchaste con el cuerpo de Arne, sin pararte a preguntarte, ni por una vez, qué había ocurrido, ni con Arkady ni con el wyrm. Demonios, por lo que sabemos, podrían seguir allí arriba, esperando a que nos plantemos delante de sus narices.

—¡Claro que me lo pregunté! ¿Te crees que no tengo sentimientos? Pero mi deber era para con mi difunto amigo. Mi familiar, en fin, resultaba evidente que sabía cuidar de sí. Sí, lo había demostrado con creces.

—Eso es todo. No miraste atrás. Le diste carpetazo. Luego se organiza esa asamblea y tú te plantas en Noruega para declarar en contra de tu familiar. ¡No me fastidies, Víctor! Tendrás que perdonarme por decir esto, pero los tienes cuadrados. Espero que no haga nunca nada que pueda ponerte nervioso.

—Ah, ya veo. Te estás riendo a mi costa. No soy el tipo duro que te imaginas, Stuart, llamado Camina tras la Verdad. En cuanto hube cumplido con mi deber para con mi amigo fallecido, en cuanto hubo llegado sin percance al clan del Alba, comenzaron a asaltarme las preguntas. Y las dudas. ¿De veras había visto lo que recordaba? ¿Estaría bien Arkady? Había visto cómo sojuzgaba al Wyrm del Trueno con poco más que la voz y la mirada, pero no sabía si podría romper aquel contacto sin que el wyrm se rebelara y se volviera contra él. Puede que estuviese atrapado allí, esclavizado, igual que hiciera él antes con el wyrm.

—¿Así que volviste?

—Pues claro. Tenía que regresar. ¿Si no, cómo iba a estar seguro? Convencí a Pisa la Mañana para que me acompañara. Debió de pensar que el dolor me había enloquecido. También vinieron otros, no pude disuadirlos. Entre ellos, Habla Trueno y su manada.

—Es la segunda vez que te escucho mencionar ese nombre esta noche… Habla Trueno.

—Siempre se portó bien conmigo. Desde que llegara aquí por vez primera, procedente de mi hogar, hará ya más de tres años. Habla Trueno me trató como a un hombre, y no como a un cachorro asustado. Aun cuando la evidencia sugiriese lo contrario. Sobre todo por aquel entonces, cuando mi genio me gastaba malas pasadas, o la frustración por tener que volver a aprender lo que yo creía que ya sabía, o el estigma de ser distinto a todos los demás.

Stuart asintió con la cabeza.

—Lo comprendo. Así que cogiste a este tal Habla Trueno, a Pisa la Mañana y a otro puñado de hombres y volviste aquí. De regreso a la escena del crimen. Pero, cuando llegáis…

—Cuando llegamos, no conseguimos encontrar ni rastro de Arkady ni del wyrm. Las huellas de la batalla eran más que obvias, eso sí, pero los combatientes habían desaparecido.

—Rastrearíais la zona, me imagino.

—Desde luego. Cuando hubimos perdido toda esperanza de dar con ellos, Pisa la Mañana se dispuso a realizar la Purga.

Stuart le dedicó una mirada interrogante por encima de la fogata que los separaba.

—Para limpiar el lugar de la mancha del Wyrm —explicó Víctor—. Durante tres días con sus noches, Pisa la Mañana permaneció allí sentado, inmóvil, al mismísimo borde del pozo de la mina. No conseguimos convencerle de que durmiera ni de que probara bocado. No nos dirigió ni una sola palabra, ni siquiera parecía percatarse de nuestra presencia. Comencé a temer por su seguridad. Al tercer día, me decidí a aplicarle un trapo empapado de agua en la boca. Pensaba que ya que no podía obligarle a beber, al menos conseguiría que se filtraran unas gotas entre sus labios. El agua se limitó a resbalarle por la comisura de los labios, pero me dije que la boca y la lengua ya no estaban tan agrietadas y cuarteadas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Esperamos. Nos mantuvimos vigilantes.

Stuart, absorto en el fascinante relato, sólo atinó a indicarle con un gesto que prosiguiera.

—Aquella noche no dormí nada. Monté guardia cerca de Pisa la Mañana. Estaba muy debilitado, podía verlo en su rostro. En vez de tres noches, parecía que llevase un año allí, junto al borde. Intenté convencerlo para que volviera con nosotros. Se lo supliqué.

Hizo una pausa, como si se resistiera a continuar. Por último, templó su resolución y retomó el hilo.

—Al final, no me importa admitirlo, opté por arrastrarlo lejos del borde. No me vanaglorio de ello, pero ya había perdido allí a un camarada. No estaba dispuesto a perder también a mi superior. Cuando lo agarré por las axilas, no pesaba más que una brazada de hojas secas. Temí que, si lo movía, se desharía entre mis manos. Si los espíritus hubiesen acudido para llevárselo en ese momento, no les habría costado nada izarlo en volandas. Él no podría haber ofrecido resistencia. Podrían haberlo lanzado por los aires, o arrojarlo por el borde del precipicio. Cuando la luna se hubo ocultado, oímos un sobrecogedor estrépito procedente de las entrañas de la tierra, del corazón de la mina abandonada. Las profundidades eructaron una nube negra y mantecosa que se difundió a los cuatro vientos, eclipsando a las estrellas. Donde los vapores entraban en contacto con la piel, la carne se ampollaba y se desprendía. Retrocedimos ante ellos, indignados, aullando de rabia y ultraje al enemigo que no atacaba con garra ni colmillo de los que escudarse. Sólo Pisa la Mañana y yo permanecimos al borde de la sima. Él, porque sus ojos habían dejado de percatarse de lo que acontecía en este mundo; yo, porque me negaba a abandonarlo allí. Entre toses, intenté de nuevo apartarlo a rastras del borde, pero mis brazos lo atravesaron como si fuese más insubstancial que los viscosos gases que se adherían a mi piel abrasada. Creo que fue en aquel momento cuando grité, porque supe que lo habíamos perdido, y que había sido el mejor de todos nosotros. Y porque, por segunda vez, aquel abismo infernal me arrebataba a mi señor y, junto a él, a mi única esperanza. No sé durante cuánto tiempo sostuve aquel aullido quejumbroso. Era como si se hubiese roto algo en mi interior, no conseguía detenerlo. Los demás, hermanos y hermanas de los que sólo era consciente como nervios encendidos en la periferia de mi dolor, se sumaron al grito. El sonido creció hasta rebosar la cima de la montaña, desbordándose por las estribaciones y la llanura, hasta anegar los valles y engullir el firmamento nocturno. El tiempo había dejado de tener sentido para mí. Estaba a la deriva, desprovisto de cualquier punto de referencia. Despojados de la majestuosa y antiquísima procesión del sol, la luna y las estrellas, nos quedaba tan sólo la cadencia de aquella canción, las subidas y bajadas del aullido, para señalar el discurrir de las horas. Nuestro duelo recreó el paso del tiempo a su imagen y semejanza. Y entonces, ocurrió. Otra voz, una voz que había anhelado escuchar durante aquellas tres noches, se unió a nuestra comunión, a nuestra plegaria desesperada. Pisa la Mañana se agitó, levantó la cabeza y abrió la garganta a las estrellas invisibles. Su voz era fuerte y potente, pero no cantaba con el hálito de la vida, sino impulsado por su propia sangre vital pues, la verdad sea dicha, apenas quedaba una hebra de vigor en su interior. Una tenue neblina roja se alzó ante él, alzando sus volutas a la noche, filtrándose en el vacío impersonal que separa a las estrellas, una oscuridad más silenciosa y voraz que la de cualquier pozo. Cuando aquella gasa de bruma carmesí entró en contacto con la tinta de la negrura, las tinieblas retrocedieron. No tardó en pincelar el cielo de oriente y en arremolinarse en un charco rubicundo en el horizonte. Con infinita paciencia, la vida vertida cobró forma en el semblante del hermano Sol, coronando la orilla del mundo. El primer atisbo del amanecer rompió la malsana parálisis que se había adueñado de mi corazón y corrí junto a Pisa la Mañana. Se había desplomado sobre el borde de la sima, exhausto. Su respiración consistía en una serie de rápidos sollozos roncos, como resultado de la inhalación de la nube vitriólica. La carne expuesta de su rostro y sus brazos era un sembrado de llagas. Un curso constante de sangre bajaba por sus antebrazos, le bañaba las muñecas, y se escurría entre sus dedos para caer al lóbrego abismo. Por tercera y última vez, me dispuse a tirar de él para alejarlo del foso y, en aquella ocasión, no opuso resistencia. Sin embargo, cuando comencé a levantarlo, a llevarlo a lugar seguro, ocurrió lo inexplicable. Un milagro. Incluso ahora vacilo y no sé si contarlo, por temor a que mis palabras, plúmbeas e impuras, pudieran mancillar su recuerdo. Mas no puedo negar lo que vi. Del lugar donde la sangre de Pisa la Mañana se había derramado en el pozo, borbotó el agua. Aguas límpidas y cristalinas. La tierra se abrió para revelar un acuífero natural que había permanecido oculto hasta entonces, un estanque sereno, una fuente. Habla Trueno dijo que era la misma Gaia la que vertía sus lágrimas por el dolor de Pisa la Mañana.

Víctor guardó silencio, abrumado por el recuerdo.

—Las Lágrimas de Gaia —apostilló Stuart, con voz queda—. El gorgoteo de un manantial, eso es lo que deberíamos haber escuchado.

Víctor se limitó a asentir.

—No sé si habrás estado presente alguna vez cuando se le arrebata un túmulo al enemigo, Stuart Camina tras la Verdad. Es la… exaltación más sublime que pueda soñarse. Es… —Se le empañaron los ojos de lágrimas.

—Debió de ser algo glorioso —musitó Stuart.

Víctor se enjugó los ojos, con fuerza, con el dorso de la mano.

—He asistido al milagro de Gaia consagrando un nuevo túmulo a Su gloria. Las palabras se quedan cortas para describir el regalo que intento expresar. ¡He visto cómo la Gran Madre en persona extendía Su mano! He sido testigo de cómo movía un dedo a través del tiempo, y la eternidad bailaba en yema igual que una llama. En aquel instante supe que incluso nuestros peores temores estaban injustificados, lo supe con absoluta certeza. Ni siquiera el Antiguo Wyrm tendría ninguna oportunidad frente a la majestuosidad de aquel gesto tan simple. No me extraña que deba arrastrarse en Su presencia, que haya de revolcarse por el fango durante todos los días de su tormento. Que intente enterrarse para no verla.

—Has sido bendito con algo que le está vetado a la mayoría de los hombres y los lobos, Víctor Svorenko. Envidio tu certeza.

Permanecieron en silencio durante mucho tiempo, sin que ninguno de los dos se percatara de que la luz del fuego se había atenuado. La niebla había estrechado su círculo alrededor de ellos, como si quisiera escuchar su conversación.

—Tus palabras alimentan mis ansias por llegar a nuestro destino —dijo Stuart, al cabo.

—Sí, pero ahora deberías descansar. Yo vigilo. Te despertaré al despuntar el alba.

—Muchos lo han intentado antes, pero pocos han vivido para contarlo —repuso Stuart, ominoso, pero con ojos risueños—. En cualquier caso, no podremos ir a ninguna parte hasta que el sol haya disipado la bruma. Buenas noches, Víctor. Hasta mañana. Hasta bien entrada la mañana.

Tras una larga noche de caminar en círculo, Stuart estaba más que dispuesto a dormir. Se acurrucó delante del fuego, se echó por encima la manta de su forma de lobo y no tardó en quedarse como un tronco.

Se despertó un rato más tarde, sobresaltado por el sonido de unos gritos ahogados. La luna se había ocultado hada tiempo, pero el sol aún no asomaba. Con la fogata reducida a unas cuantas ascuas refulgentes, parecía que la única iluminación real procediera de los sinuosos tentáculos de niebla. Envalentonados por la merma del fuego, los hilachos de bruma se habían aproximado de puntillas a él mientras dormía. Por un momento, tuvo la inconfundible e inquietante impresión de que se ahogaba. Pataleó y se enderezó de golpe. No lo suficiente… cayó en la cuenta de que seguía ostentando su forma lupina. La niebla se arremolinaba en torno a su pecho, apenas conseguía asomar el hocico sobre el húmedo abrazo.

Cambió. En forma humana, descubrió que estaba calado hasta la piel, su ropa se le adhería al cuerpo, empapada.

—¡Víctor! —gritó, atragantándose y escupiendo.

La única respuesta fue un gemido procedente del extremo más alejado del círculo de piedras en el que se inscribía la hoguera moribunda. Apenas conseguía distinguir la silueta de su compañero, derrengado, con la espalda apoyada contra un árbol. Parecía que Víctor estuviera luchando con algo. ¿Un asaltante invisible? Stuart avanzó hacia él, tropezó con una piedra, y apenas consiguió caer de rodillas en medio de las pavesas. La roca inoportuna fue a parar al fuego, provocando una lluvia de chispas. A la luz de aquel breve fulgor, vio que Víctor estaba completamente envuelto en gruesos brazos de niebla. El Colmillo se debatía con ferocidad, aunque en vano. Los anillos estaban exprimiendo la vida de su cuerpo.

Stuart saltó hacia delante, profiriendo un grito. Furioso, arremetió contra los gruesos tentáculos que sujetaban los brazos de Víctor. Apuntaba con cuidado, con la esperanza de no dañar la carne aprisionada, pero sus garras atravesaron la niebla sin encontrar resistencia. Víctor se crispó cuando sangró a causa del golpe, sin que se aflojara la presa a su alrededor. Stuart retrajo las garras y asió los tentáculos, con la intención de destrozarlos con la fuerza de sus brazos. Las cadenas no cedieron un ápice. Sintió un violento tirón en el tobillo y se cayó de bruces sobre el pedregoso sendero. La niebla se cerró a su alrededor.

El suelo zahería la carne de su estómago, rostro y antebrazos. Estaban tirando de él, alejándolo de su compañero. Al parecer, no se conformaban con estrangularlo en el sitio. La bruma quería separarlos, asegurarse de que no podía liberar a Víctor. Como si quisiera privarle de cualquier atisbo de esperanza de ser rescatado.

Con cualquier otra víctima, aquella estrategia habría dado resultado, pero Stuart no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Cualquier otro, sujeto a aquel tratamiento, habría levantado los brazos para protegerse el rostro, habría soportado el desconsiderado paseo por los guijarros, habría esperado a que el suelo dejara de moverse y pasara la amenaza. Stuart, no.

Cuando se percató de que estaban arrastrándolo por los pies, se apresuró a abrir los brazos en cruz, exponiéndose a las inclemencias del abrupto terreno. La mano izquierda encontró su objetivo y atravesó el corazón de las brasas candentes. Gritó y removió con el puño.

Agitando las ascuas, avivando las llamas.

Cuando el fuego hubo cobrado vida, sintió que los neblinosos tentáculos se apartaban de él, que la presa se aflojaba sobre su tobillo, lo soltaba. Hasta que se detuvo.

No perdió el tiempo. Con la mano chamuscada recogida contra el pecho, rodó hacia la hoguera y se hizo un ovillo a su alrededor. Se incorporó de rodillas, sintiendo el aguijón de las piedras al borde de la fogata. Tanteó a ciegas con la mano ilesa, hasta que hubo encontrado la rama de pino con la que Víctor atizara antes el fuego. Agitó las brasas y alimentó las llamas adormiladas.

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Broken Angel: A Zombie Love Story by Joely Sue Burkhart
Montaro Caine by Sidney Poitier
Billy Wizard by Chris Priestley
Nobody's Lady by Amy McNulty
Child of Silence by Abigail Padgett
Duke and His Duchess by Grace Burrowes
Sunny Sweet Is So Not Sorry by Jennifer Ann Mann