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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (3 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
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—No quiero nada de ti. —Su tono era tan afilado como las tijeras de esquilar—. Sólo lo que me pertenece por derecho. ¡Lo que me quitaste!

Exhaló un suspiro, esforzándose por conservar su adoración embelesada frente a aquel desdeñoso desplante.

—Lo que tú entregaste por voluntad propia —repuso, con paciencia—. Es un regalo que atesoro. Lo llevo siempre cerca de mi corazón.

Se zafó con estilo de la salvaje acometida de la mujer, con un movimiento tan súbito y fluido como el de un áspid.

—Salvo, claro está —apostilló, mientras Dierdre pasaba zumbando junto a él—, cuando planeo dejarme caer de visita. No hay forma de saber hasta qué punto estaría dispuesta a llegar una moza tan emprendedora como tú con tal de recuperar un tesoro de esas características. Sí, incluso la serpiente más vieja y astuta podría llegar a verse en serios apuros.

Restauró la compostura lo mejor que pudo, se enderezó con aire regio, alisándose las arrugas del vestido. Un mechón de cabello rebelde cosquilleó en la comisura de sus labios y resopló, irritada, sin efecto visible. Con el ceño fruncido, lo recogió detrás de una oreja.

—Sea lo que sea para lo que has venido —dijo, con voz templada—, no quiero tener nada que ver.

—Venga —repuso, con una sonrisa conciliadora—. Sé una chica sensata y escucha al menos lo que te ofrezco.

—Ya estoy harta de tus obsequios, gracias. Tengo más…

—¿De los que podrías gastar en toda una vida? —interrumpió. Dierdre se mordió la lengua, silenciando la réplica que asomaba a sus labios, ofuscada—. Va, no sigamos discutiendo. Pero si es una minucia lo que te voy a pedir, y he venido mentalizado para que te aproveches de mí en el regateo. Sé que te encantan nuestras pequeñas transacciones. ¿Sí? Chica lista. A veces me recuerdas a mi adorada hija.

—Te escucho. Tienes cinco minutos. Luego, te echaré los perros. —Cruzó los brazos sobre el busto.

—Lo cierto es que casi me da vergüenza, en serio, es una bagatela…

Dierdre puso los ojos en blanco.

—Me encargaría yo mismo si no tuviera tantos compromisos, pero ya sabes cómo son estas cosas. Llevo semanas de retraso y ya sabes lo difícil que resulta encontrar ayuda eficaz en estos asuntos. Me explico, si esta gente fuera de confianza, para empezar, no llamarían a la puerta de mi despacho, ¿no crees?

—Cuatro minutos.

Sacó un espléndido reloj de bolsillo de oro rojo, abrió la tapa y escrutó la esfera con semblante escéptico.

—Cuatro y medio, diría yo.

—Estás desbarrando. Y eres un mentiroso deplorable. Multa de treinta segundos.

Compuso un gesto dolido mientras guardaba el reloj.

—Hay quien diría que soy el mismísimo príncipe de… bah, qué más da. Para que me digas que además soy un fanfarrón deplorable. Y seguro que eso iba a costarme un minuto entero de recargo, como si lo supiera. Verás, el trabajo es bien sencillo. Incluso una jovencita podría hacerlo.

Dierdre se encogió de hombros.

—Pues búscate a una jovencita. Yo tengo otros asuntos que atender. Muchas gracias por la visita. Tenemos que volver a repetirlo. A lo mejor dentro de otros cincuenta años, o así. —Se llevó dos dedos a los labios para llamar a los perros.

—Ah, ah. —Le cogió la mano y, acariciándola con tanto mimo como si de un pajarillo asustado se tratara, la bajó de nuevo a su costado—. Me prometiste otros tres minutos de tu encantadora compañía.

—Uno. Y contando.

—Iré al grano. Lo único que necesito —dijo, extendiendo las manos vueltas hacia arriba, implorando—, es que alguien me guarde una historia de nada. Ale, ¿acaso es tanto pedir?

—¿Dónde está el truco?

Cerró el puño sobre el corazón, como si lo hubieran herido de muerte.

—¿Qué truco? No hay ningún truco. Se me ha confiado un relato. Este tipo de cosas suelen ocurrir. En mi papel de Señor de las Serpientes, tengo ciertas responsabilidades. La mayor parte no son agradables… alguna que otra fiesta en el jardín, ya sabes. Pero mi gente se pasa un montón de tiempo con la oreja pegada al suelo. Oyen cosas. No puedo evitarlo. En ocasiones, oyen algo que probablemente no deberían, algo que no debería ser del dominio público. Tú eres una muchacha discreta, ya sabes de lo que te hablo…

Dierdre tamborileó con un pie. El hombre se apresuró.

—Querría cerciorarme de que esta historia no cae en las manos equivocadas. Pensé en ti de inmediato, claro está… como tantas otras veces. Eres una joven con tantos recursos, y éste es un favor tan insignificante…

—Cuéntame la historia, y luego ya veremos.

—Prométemelo antes. —Sonrió—. Que la mantendrás a salvo por mí.

—Nada de promesas. Cuando haya escuchado tu relato, sabré quién estará dispuesto a matarme para conseguirlo.

—¿Por qué clase de amigo me tomas? —exclamó, indignado—. Jamás te pondría en peligro, a sabiendas. ¡Antes muerto!

—Ya, pero los dos sabemos que eso no es probable que ocurra, ¿a que no? Así que deja de poner caras largas y cuéntame la historia.

—No puedo contártela.

—Entonces, no puedo ayudarte. Además, se acabó el minuto.

—No puedo contártela —añadió, atropellado—, porque no me la he aprendido de memoria. —Se disculpó con un encogimiento de hombros—. Es una historia muy larga.

—No te creo. Mira, a veces me extraña que consigas hacer algo a derechas. ¿La has escrito?

—Sí. —Se apoyó primero en un pie y luego en el otro, incómodo.

—Sí,
pero

—Sí, pero no está aquí.

—Vale, voy a seguirte la corriente. Te lo voy a preguntar, pero sólo porque tengo la sospecha de que te vas a quedar en mi porche día y noche, sonriendo como un idiota, hasta que me lo digas. Así que, ¿dónde está?

—Está escrita debajo de una montaña.

—Entiendo —dijo, aunque no era cierto—. Esta historia, ¿la has visto con tus propios ojos?

—No se puede decir que lo haya hecho, la verdad. Ya te lo he explicado, me lo contó una serpiente.

—¿Una serpiente? Basta, no importa. No quiero saberlo. Así que esta serpiente te contó la historia, lo que ocurre es que no te acuerdas de todo.

—Más que contarme la historia, me habló de ella.

—No tienes ni idea de lo que cuenta la historia. —No era una pregunta, sino una acusación. Su exasperación comenzaba a hacerse visible.

—Este wyrm… —comenzó, antes de rectificar—, esta serpiente, hizo hincapié en que ese relato era trascendental para mi pueblo, y en que resultaba de vital importancia que se mantuviera a buen recaudo. Si cayera en las manos equivocadas…

—¿Sí? ¿Qué pasaría si cayera en las manos equivocadas?

—Pues, que podrían utilizarla para herir a mis hijas. Entre otros —añadió, con una sonrisa—. No pienso permitir que nadie amenace a mis hijas.

—¿Te refieres a las serpientes?

—Desde luego —contestó el Padre de las Serpientes—. Así pues, ¿lo harás? —Su voz era ansiosa.

—No sé. No se puede decir que me ilusione la idea de arrastrarme bajo una montaña para ayudar a proteger a un puñado de culebras que lo más probable es que me piquen sin pensárselo siquiera.

—Te mimarán, como hago yo —protestó—. ¡Te convertirían en su reina!

—Tú nunca me has “convertido en tu reina”.

—Para mí eres más valiosa que ninguna reina.

—No es lo mismo, y tú lo sabes. Además, tampoco le veo la gracia a ser la reina de las serpientes. Seguro que a continuación me concedes el honor de ser la reina de las alimañas.

Pese a las mofas de la mujer, sabía que ya era suya.

—Ve a ese lugar lejano, adéntrate en las sombras de la montaña, en cuyo corazón está inscrita la historia. Dejarás de ocultar tu nombre. Los hombres te reconocerán por lo que eres y desfallecerán ante tu inmensa belleza.

—Ya. Y a lo mejor me llevo los obsequios que me he ganado cuidando de tu hacienda durante estos cincuenta años: Dominio de los Seres Vivos, Elenco de Serpientes, Juventud sin Fin.

—Hecho —se apresuró a decir—. Te sentaré en un trono de ónice y te daré la llave de un gran reino. Te enviaré al príncipe más resplandeciente que se haya visto en docenas de generaciones, pero tendrás que amamantar serpientes.

Aquello la cogió por sorpresa, pero la bruja se limitó a bizquear con fuerza antes de inclinar la balanza del regateo a su favor.

—Cuando haya guardado tu historia durante un año y un día, me devolverás lo que me robaste. Mi pequeño guardapelo y el tesoro que has encerrado en su interior.

—Tener alma es un fastidio y una vergüenza —reflexionó—. La verdad, no consigo entender qué es lo que le ve todo el mundo. Tengo tantos cajones llenos de esas condenadas cosas que no se puede ni caminar por el palacio, pero todavía no les he encontrado ninguna utilidad.

—Correré ese riesgo.

—Además, el alma es tan voluble. Sabrás que no es compatible con los otros regalos que te he hecho a lo largo de los años. Dominio de los Seres Vivos, Elenco de Serpientes, Juventud sin Fin…

—Renunciaré a ellos.

Enarcó una ceja.

—¿Quieres volver a ser lo que eras antes? ¿Una joven ambiciosa como tú? Me cuesta creerlo.

—¿Trato hecho o no?

Padre de Serpientes se limitó a sonreír.

—¿Cuándo te he negado nada? Que sea como tú dices.

Sin pedir permiso siquiera, dio media vuelta y caminó a paso largo hasta entrar en la casa por la puerta principal. Ella permaneció allí, con las manos en las caderas y la boca abierta ante su audacia.

La casa olía a leña quemada, a carne asada, a galletas en el horno. Olores que hacía cincuenta años que no saboreaba.

—Ahora, sé buena chica —gritó, por encima del hombro—, y tráeme esa preciosa lana negra que has trasquilado hoy. Cárdala como tú sabes e hilváname un buen ovillo. No te entretengas, que tienes que partir esta misma noche.

Dierdre apretó los dientes. No se explicaba cómo podía saber que se había pasado la mañana trasquilando, pero hizo lo que le pedía. Sí que era una joven ambiciosa. Se obligó a concentrarse en el tesoro de incalculable valor que la estaría esperando al cabo de un año. Incluso podría soportar sus desagradables visitas durante tan breve período de tiempo. Mientras iba en busca de los peines de cardado, comenzó a silbar para sí.

Capítulo cuatro

Los puentes lunares cantaban en la cima de la Colina de las Lamentaciones. Era un sonido vivaz, vibrante. La música no procedía de los puentes en sí; éstos eran su vehículo. La canción resonaba a lo largo de ellos, transportando la variedad de formas y la maravilla de los sonidos de tierras lejanas al clan de la Forja del Klaive.

Stuart escuchaba, embelesado, intentando distinguir las notas individuales. Se preguntó cuándo se había escuchado por última vez en aquel túmulo inmerso en el hielo la serenata de las cigarras, las pisadas de garras con escamas sobre arenas del desierto, la risa del agua al derramarse sobre piedras tostadas por el sol, el murmullo de la lluvia que se filtra por el dosel de la selva tropical.

Ahora, la noche cobraba vida con todos aquellos sonidos distantes, entretejidos sin mácula en la sinfonía de fondo, más familiar: el golpeteo del Martillazo inundado de hielo, el lastimero aullido de los témpanos de hielo al deslizarse, el susurro de un viento oscuro entre los pinos.

Incluso los huesos de Stuart parecían vibrar con aquella música incesante. El sonido de los acontecimientos.

El cielo refulgía con la luz de una docena de lunas. Agudas aristas de luz argenta surcaban el firmamento. Era como si cada resplandeciente senda lunar emanara de la cúspide de la colina, como si pudiera atrapar a cualquiera de aquella docena de orbes lunares entre sus fauces. Una fanfarria de luces ante la que palidecería la aurora boreal pincelaba el cielo nocturno, profiriendo su triunfal aullido de negación de las vastas e impersonales distancias interestelares. Atrayéndolos a todos a un mismo lugar, llamándolos a casa.

Mas no era el juego de luces lo que cautivaba su atención, sino la canción. Los puentes lunares cantaban, no para los oídos, sino para algo más primario que habitaba dentro de todo Garou. La música despertaba ecos en el interior de las cámaras secretas del corazón; silbaba en el tuétano de sus huesos; se aferraba al espíritu igual que coge el vendaval una hoja en otoño, propulsándolo en espiral hacia el cielo.

La canción apelaba a la faceta mística de los Garou, la cortejaba, la tentaba. Era una invocación, una invitación a correr, a saltar, a bailar. Los que se abandonaban a la comunión de aquella canción danzaban entre los mundos, literalmente. Recorrían senderos en la Umbra, salvando así las vastas distancias entre túmulos en una sola noche.

Stuart salió del puente lunar, a la cima de la Colina de las Lamentaciones. Creyó que todavía podía distinguir a duras penas el perfil del orgulloso barco vikingo del Antiguo Jarl que yacía enterrado bajo la loma. Cerró los ojos e inhaló una bocanada profunda, paladeándola. Sí, no le costaba imaginar que podía sentir el suave balanceo bajo sus pies.

Al verlo, el viejo gnomo salió de debajo de los puentes, acercándose a él, exhibiendo una sonrisa mellada. Stuart se quedó donde estaba, observando nervioso las cuatro corpulentas formas lupinas que rodeaban al hombrecillo encorvado. Por suerte, ni rompieron filas ni se molestaron en mirar en su dirección. Todos ellos ostentaban la pesada forma del lobo feroz. Tenían las cabezas echadas hacia atrás, como si fuesen a proferir un aullido desgarrador, pero el único sonido que escapaba de sus gargantas era la canción multiforme de los puentes lunares.

El hombrecillo encorvado azuzó a Stuart atizándole en el hombro con un palo aún más retorcido que él.

—Qué pena de juventud malgastada en los jóvenes —grajeó—. Te queda apenas una hora de luna y no hay un trozo de techo en todo el clan bajo el que te puedas tumbar. De todos modos, los cachorros se amontonan de tres en tres.

—Gracias, maestro de ceremonias —dijo Stuart—. Ha sido un viaje glorioso. ¡Cómo suena la canción de los puentes esta noche! Sólo por eso ya ha valido la pena venir hasta aquí, aunque tenga que pasar el resto de la noche tirado en la nieve.

El hombrecillo encorvado rechinó los dientes; el sonido recordaba al de un cuchillo que se afilara. Stuart lo tomó como una muestra de aprobación, si bien era cierto que era dado a hacerse ilusiones.

—Llegado el caso, siempre hay suelo seco entre las agujas de los pinos. La linde del bosque queda dentro de los límites del poblado. Allí se está tan seco y a salvo como en cualquier salón.

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