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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (6 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
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—Déjame decirte una cosa acerca de cómo se acaba el mundo. ¿Sabes lo que me parece? Me parece que el Apocalipsis no es ninguna Batalla Final que nos está esperando al término de los tiempos. Donde los campeones reunidos de Gaia se alinearán en un bando y los sicarios del Wyrm en el otro, antes de que Luna, a sabiendas de lo que va a ocurrir a continuación, se desgarre la garganta con un aullido de duelo por sus hijos perdidos. Luego los ejércitos se toman esa nota como la señal tanto tiempo esperada y se echan los unos encima de los otros, con saña, y matan y matan y matan hasta que cesa el aullido. Hasta que se han ahogado en un mar de sangre derramada y el rostro de la luna queda empañado por una película de sangre.

—¡Gaia nos libre! No digas eso. —Víctor hizo la señal contra el Ojo del Wyrm—. Al hablar de tales desgracias sólo consigues tentar a la suerte. Es mucho mejor no pensar en esas cosas en absoluto.

—Pero es que yo no creo que ése sea el final hacia el que nos estamos precipitando. De ser así, no sé de dónde sacaría las fuerzas para levantarme cada mañana. No, a mí me parece que el Apocalipsis es algo muy diferente. —Se acercó, como quien está a punto de confiar un secreto—. Yo creo que el Apocalipsis ya está aquí. En serio. Creo que somos los hijos del Apocalipsis. Es la batalla que libramos a diario. Es una guerra, no para combatir la “maldad”, sino para combatir por lo que es conveniente, lo que es cómodo, lo que se espera. Admitámoslo, el Wyrm no necesita desplegar un enorme contingente de tropas para apoderarse del campo de batalla. Lo único que tiene que hacer es susurrar y revolverse, decirnos que estamos haciendo todo lo posible, que ya estamos librando la batalla definitiva, que no tiene nada de malo tomar algún que otro “atajo” en aras de un bien mayor. Silencio, complacencia, engaño… no hace falta nada más. Hombres buenos, fuertes guerreros, caen en esta guerra a diario, y seguimos como antes, escuchando los susurros en la oscuridad, fingiendo que aún faltan años para la Batalla Definitiva, que todo está en orden.

Víctor permaneció en silencio durante un rato. Al cabo, se volvió hacia Stuart y le miró a los ojos.

—Ya estoy harto de farsas. No pienso malgastar más tiempo en chiquilladas… ni en las charadas de nuestros primos, a los que les encanta jugar a dictar justicia y a conquistar. Tengo que ir en busca de mi pariente. Aunque haya caído en las redes de los Danzantes de la Espiral Negra, debo ir a buscarlo. Fui un estúpido al separarme de él. No, no me interrumpas. Tuve miedo, no puedo expresarlo de otra forma. Arkady podría encontrarse inmerso en su momento de mayor necesidad, de su propia Batalla Final con el Wyrm, y yo le volví la espalda. Por miedo.

—No eres ningún cobarde, Víctor Svorenko —expresó Stuart—. Pocos habrían tenido el coraje de hacer lo mismo que tú, de alzar la voz cuando el silencio jugaba a tu favor. Seguro que no te resultó sencillo tomar esa decisión.

—Era la única posible. Pero, ¿hablé impulsado por el coraje o por el temor? Yo no me precipitaría en mi juicio. Estaba asustado, Stuart Camina tras la Verdad. Asustado porque si el Wyrm podía hacerle eso a Lord Arkady, al mejor y más puro de todos nosotros, podría hacerle lo mismo a cualquiera. A ti. A mí. No, no fue el valor lo que me empujaba, sino el desaliento. La desesperación.

—Habías albergado la esperanza de que la asamblea demostrara que te equivocabas, de que los ancianos justificaran los actos de tu familiar.

—Rezaba para que lo trajeran aquí. Encadenado, si hiciese falta —respondió Víctor, con súbita vehemencia—. Quería que le obligaran a responder. A demostrarme, mediante sus propias acciones y logros, que yo estaba equivocado. Que lo que había visto con mis propios ojos era mentira. Un espejismo del Wyrm, nada más. Quería que les demostrara, ¡que se lo demostrara a todos!, que era mejor que ellos. Que era sublime, que estaba por encima de cualquier Garou. Que era capaz de aplastar a un wyrm del trueno con una mera palabra. Quería que los convenciera para que lo siguieran. Para que lo adoraran —confesó, con un hilo de voz. Parecía que su cólera estuviese abandonándolo—. Quería que me convenciera a mí para que lo siguiera, para que creyera en él de nuevo. Como si no hubiese ocurrido…

Se interrumpió y volvió el rostro. Asomaban lágrimas a las comisuras de sus ojos.

Stuart lo dejó sumido en sus pensamientos y recriminaciones, pero permaneció a su lado, al alcance de su brazo. Si Víctor había de verse abrumado en su propia Batalla Final, que supiese al menos que había alguien allí. No sucumbiría solo, sin nadie que lo llorara.

La luna avanzaba con cautela hacia el horizonte, como si quisiera postergar la inmersión en las aguas heladas.

Víctor se agitó por fin; se alejó del campo de batalla, de regreso a las orillas escarchadas del Martillazo. Cuando volvió a ser consciente de su entorno, carraspeó y modificó su postura, sin poder ocultar su azoramiento.

—Has tenido mucha paciencia con un pobre tonto, Stuart Camina tras la Verdad. La luna ya está muy baja y tengo pocas posibilidades de alcanzar a los cazadores y encontrar el rastro de los Danzantes. Lo único que quería era darte las gracias.

Stuart meneó la cabeza.

—De nada, Víctor. Me alegro de que hayamos tenido ocasión de hablar. A mí también me ha sido de ayuda, me ha dado la oportunidad de aclarar algunas ideas. Ahora me pregunto si puedo pedirte un favor.

—Ah, y ahora un desconocido se pone en contacto contigo y te propone una tarea sencilla, un favor. —Sonriendo, Víctor repitió las palabras que pronunciara Stuart con anterioridad.

—No, nada de eso —repuso Stuart, entre carcajadas—. Tus secretos están a salvo conmigo. Lo que ocurre es que a mí también me gustaría mucho encontrar a Lord Arkady. Para hacerle algunas preguntas. Para encontrar algunas respuestas. Sé que es pedir mucho pero, ¿crees que podrías llevarme al lugar donde lo viste por última vez… al escenario de la batalla con el Wyrm del Trueno en aquella mina de estaño? Lo consideraría un favor personal.

—Estoy en deuda contigo. —Acalló las protestas de Stuart con un ademán—. Sería un honor para mí que te unieras a mí en la búsqueda de mi familiar. Tu ayuda y tu compañía serán bienvenidas.

Cogió a Stuart del antebrazo y éste le devolvió el gesto, sellando así el pacto.

—Eres un buen hombre, Stuart Camina tras la Verdad —dijo Víctor—, y valiente. Nos reuniremos de nuevo mañana por la noche y acudiremos al clan del Alba, pero esta noche debo averiguar lo que pueda de esos cazadores Fenris. Buenas noches.

Stuart asintió en silencio y dejó que Víctor diera tres pasos sobre el hielo, antes de colocarse a la par del Colmillo Plateado, sin decir palabra.

Víctor le miró con una mezcla de desconcierto y enojo.

—Si los cazadores han descubierto algo —explicó Stuart—, no quiero que te precipites a un nido de Danzantes de la Espiral Negra sin mí. —Le propinó una palmada en la espalda a Víctor y, juntos, encaminaron sus pasos hacia el perímetro.

Capítulo ocho

En el tiempo que tarda una serpiente en sacudir tres veces la cola, el viento depositó a Dierdre en la cumbre de una montaña a medio mundo de distancia. Era aquel un paraje desolado, un tocón ennegrecido que sobresalía de una cadena de riscos inhóspitos. Un dedo atrofiado que señalaba al cielo, acusador.

Las corrientes que se retiraban tiraban de las faldas de Dierdre como si se arrepintieran de haber sido tan crueles como para arrojarla a aquel yermo. Casi podía escuchar sus murmullos. “
Basta. Aquí no. Aléjate
”. Pero se quedó donde estaba. Aquel era el lugar. Podía sentirlo en el latido de la montaña que se estiraba hacia ella, fluyendo por las capas de granito, atravesando las plantas de sus pies. Inmovilizándola en el sitio.

Inhaló profundamente, con los ojos entornados, paladeando el aire nocturno, armonizando con el pulso lento y constante de la montaña. Sí, allí había algo enterrado, una historia, una palabra de poder inscrita en el mismísimo corazón de la roca. El lento y paciente murmullo que surcaba la piedra susurraba acerca de su existencia, al tiempo que ocultaba el relato a ojos indiscretos.

Al asomarse a la hondonada, Dierdre observó que el suelo aparecía hendido por una enrome grieta, los restos de una mina abandonada. En alguna época ya olvidada, un alma consciente se había tomado la molestia de taponar la fisura, aunque ella no lograba imaginarse que existiera demasiado peligro de que algún paseante diera un paso en falso fatal en la oscuridad. Sin duda, las visitas de aquel páramo remoto e insalubre eran escasas y espaciadas entre sí, impresión reforzada por el mal estado de conservación en el que se encontraba el pozo. Los tablones que no se habían podrido sin remisión se veían astillados, como si alguien hubiese arrojado un enorme pedrusco por el orificio. Ahora se abría igual que unas fauces cuajadas de dientes.

Al mismo tiempo que aquella idea le pasaba por la cabeza, se percató de que la mina no había sido abandonada del todo. Había figuras allá abajo, diminutas formas humanoides que se afanaban alrededor de la grieta. No, tras un escrutinio más minucioso, llegó a la conclusión de que no era el pozo el objeto de sus atenciones, sino algo que había al borde del precipicio. La luz de la luna se reflejaba en algo. Un charco de agua, quizás un manantial.

Daba igual. No tardaría en ahuyentarlos.

Permaneció allí sobre la cima un poco más antes de concentrarse en la tarea que le había sido encomendada. Se tomó su tiempo para embeberse de todos y cada uno de los olores y sonidos de la montaña.

Al tocarlo, el paisaje comenzó a adoptar una forma discernible. La falda de la montaña se extendió a sus pies igual que un adorable edredón de trozos multicolores. Con ojo de artista, comenzó a tamizar el nombre de cada arruga de la roca. No tardó en emerger un patrón, tan claro como si lo hubiese zurcido en la cara de la montaña con sus propias manos. Cada retal irregular, un promontorio; cada punzada, un sendero sinuoso.

El dobladillo de la vía más elevada estaba jaspeado con un rebaño de desgreñadas cabras montesas que seguían retozando a su antojo, igual que hilos sueltos. Cada flanco blanco, sucio y retozón, era una fibra viviente del tapiz que estaba tejiendo.

Cuando hubo terminado, cuando estuvo segura de conocer el nombre de la montaña y que ahora le pertenecía, comenzó a desempaquetar sus pertenencias. Un sitio para cada cosa, y cada cosa en su sitio.

Cogió el chal negro (con el que Padre de Serpientes le arropara los hombros, con sus propias manos) y lo extendió debajo de ella hasta que hubo cubierto toda la ladera. Se posó igual que una niebla oscura que flotase cerca del suelo. Se filtró por cada una de las grietas de la pendiente. Cuando tocó a las diminutas bestias humanas del fondo, nubló sus pensamientos y las sumió en un inconstante laberinto de brumas. Vagaron sin rumbo, despotricando, sin reconocer a sus compañeros aun cuando tropezaran de golpe entre sí en medio de la niebla. El chal también difuminó y confundió los límites entre mundos, hasta que se volvió difícil distinguir dónde terminaba una realidad y empezaba la siguiente.

Dierdre vio que aquello era bueno. Volvió a rebuscar en su delantal y extrajo sus peines de cardar, que aplicó a la falda de la montaña, donde arraigaron y cobraron nueva vida. Cada púa se convertía en un bosque de espinas que imposibilitaba el ascenso o la bajada de la ladera, aislando la depresión del mundo exterior, impidiendo incluso que la luz de la luna cayera sobre el pedregoso sendero.

Vio que también aquello era bueno. Por último, se arrodilló y, con cuidado, desdobló su pañoleta, desplegándola en el suelo ante ella. Entre sus pliegues guardaba una sola semilla, negra como la noche. Relucía como ónice pulido a la luz de la luna.

Se asomó al abismo cuanto pudo y dejó caer la semilla. Se zambulló hacia el suelo de la oquedad, por el gaznate del antiguo pozo, hacia el mismísimo corazón de la montaña. Estiró el cuello, pugnando por distinguir el sonido del impacto a lo lejos. Deseó que los inquietos seres hombres de allí abajo se estuviesen quietos, siquiera por un momento. Ahí.

El eco distante creció hasta convertirse en el rugido de un tren de mercancías. En ese momento, algo oscuro y terrible surgió de las fauces de la mina, reluciendo como una torre de ónice y revolviéndose igual que el mismísimo y viejo Wyrm.

Sí, pensó, satisfecha. No iba a tardar nada en sentirse como en casa en aquel lugar.

Capítulo nueve

—Bueno, las buenas noticias son que no tenéis un nido de Danzantes de la Espiral Negra en vuestro patio —dijo Stuart.

El viejo gnomo le regaló su sonrisa mellada.

—Eso ya lo sabía. Puedes hacerlo mejor. Ahora, atiende. —Golpeó la lápida más próxima con su nudoso bastón.

La Colina de las Lamentaciones estaba más tranquila esa noche. La luna acababa de ascender y el maestro de ceremonias todavía no había invocado al primero de los puentes lunares que dominaran el firmamento nocturno que había cubierto al clan la noche anterior.

—Cruzasteis anoche —acusó el viejo gnomo—. Tendré los ojos legañosos, pero no estoy ciego. Las reminiscencias del mundo de los espíritus se adhieren a vosotros igual que el rocío de la mañana.

—No pretendíamos engañarle ni incumplir ninguna norma, abuelo —dijo Víctor—. Seguíamos el rastro de la delegación de Danzantes. Llegamos hasta las montañas del norte, que no es poco, hasta el lugar donde caminaron de lado. Teníamos que continuar.

El maestro de ceremonias asintió, apaciguado.

—Y, ¿qué es lo que encontrasteis? Tengo muchos más años que tú y no había conocido nunca a un hombre que caminara de lado desde este túmulo sin regresar con alguna señal para los defensores del clan. Esta tierra se ha acostumbrado a nuestro contacto. A todo aquel que tiene oídos para escuchar, le susurra, musita advertencias, presagios, profecías.

—Aparecieron en las fuentes del Martillazo —dijo Víctor—. No en la boca física, el manantial helado de la cima de las montañas que vuestros familiares llaman el Puño, sino en su origen en la Umbra.

—Conozco ese lugar —repuso el anciano—. Tienes razón, abrirse paso hasta allí es trabajo de guerreros. Aun cuando el clima sea clemente.

—Lo que nos lleva a las malas noticias —intervino Stuart—. Se aprecia un contagio en el lugar donde aparecieron. A gran profundidad, bajo la superficie del río congelado. Vimos cómo palpitaba, supurante y gangrenado, pero no conseguimos llegar hasta él. Alguien tiene que extirparlo antes del deshielo, o vais a enfrentaros a serios problemas cuando las aguas vuelvan a correr.

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