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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (2 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
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—¿Arkady? Arkady. Os he oído mencionar antes ese nombre —pensó Margaret en voz alta.

—Este Arkady, es un Colmillo Plateado, ¿no? —inquirió Colum—. Eso no va hacerles ni pizca de gracia a los de sangre azul.

—No es un Colmillo Plateado, es “
el
” Colmillo Plateado. El que no paran de mentar, del que alardean como la culminación de sus pedigríes de siglos de antigüedad. Dicen que la línea de sangre arraigó en él con más fuerza que en docenas de generaciones anteriores, que su pelaje es tan puro como la luz de la luna reflejada en la espuma del mar. Luego están los que llevan insistiendo, desde su nacimiento, en que él es el
elegido
, el que liderará a las tribus frente a la Batalla Final.

—No sé cómo, si los de la Camada le cortan antes la cabeza —dijo Colum.

Stuart parecía dotado de una energía que no le dejaba descansar.

—Tengo que estar allí.

—Hombre, no creo que eso sea algo que puedas imprimir en las páginas de tu periódico —saltó Colum.

—No —admitió Stuart, a regañadientes—. Es… estoy de vacaciones.

—Oh, Stuart. —Margaret se dio media vuelta. Sabía cuándo mentía su hijo, siempre lo había sabido.

—He dejado de trabajar en el periódico —admitió—. Me dijeron que el
Times
de Richmond no necesitaba un corresponsal en suelo noruego en estos momentos. No me extraña. Oye, que no es para tanto. Siempre puedo convencerles de que me devuelvan el empleo cuando haya vuelto. No es como si fuesen a olvidarse de mí ni nada de eso. —Cruzó la estancia y rodeó a su madre con el brazo.

La voz de la mujer, cuando habló, era suave, resignada.

—Pues claro que puedes, tesoro. Tienes un pico de oro. Eso te viene por la rama paterna de… —Se calló de repente y aventuró una mirada preocupada a su esposo.

Colum se había puesto rojo. No se hablaba de la paternidad de Stuart bajo su techo. Había habido una época en la que la mera mención del tema bastaba para sumirlo en una rabia volátil. Mas ya habían transcurrido muchos años desde aquello, cuando Colum aún creía que lo único que podía ayudarle a soportar la afrenta que habían cometido contra él era ahogarla en s
bourbon
, mantener la cabeza bajo el espeso chorro de jarabe hasta que dejara de patalear.

Las cosas habían cambiado. El fuego del resentimiento seguía abrasándole las entrañas, pero ahora lo mantenía a raya a fuerza de trabajo, no con alcohol. Le costaba menos ahora que el muchacho había crecido y se había ido de casa, lejos de su vista.

Colum no dijo nada, se limitó a mirar al joven con los ojos encendidos.

Transcurrieron unos instantes eternos. Al cabo, Colum se agitó y dijo:

—En fin, como creo que nadie se ha ocupado de los quehaceres esta mañana, y dado que no es probable que se hagan solos, me vais a tener que disculpar. Ya te bajará Ellen a la ciudad. Que no se te pase por la cabeza marcharte a hurtadillas antes de que se levante. A lo mejor ella te lo perdona con el tiempo… eso lo ha heredado de tu madre. Pero yo no. Me alegro de haberte visto, Stuart.

Colum se retiró al porche trasero como una exhalación, sin el sueño ni el desayuno que había venido a buscar. Se marchó incluso sin decirle a Stuart que habían encontrado los cuerpos de la joven pareja. No debían de haberlos arrastrado a más de cuatrocientos metros del siniestro.

Las alimañas todavía no se habían ensañado con los cadáveres, lo cual era una pequeña bendición, como se apresuró a señalar el abuelo Jennings. Colum no estaba tan seguro de ello. Preferiría haberse encontrado con algún gran depredador que le observara por encima de su presa que tener la seguridad de que ningún animal se había llevado los cuerpos hasta allí, y por terreno difícil.

Ni siquiera un enjambre de insectos señalaba el lugar donde la joven pareja había ido a parar. Tampoco aquello era buena señal.

Cuando se acercaron, la vaga sensación de incomodidad que experimentaba Colum se acentuó. Los cuerpos habían sido tendidos con precisión, a propósito. Casi parecían en paz, allí tumbados en el centro del aislado calvero iluminado por la luna, con las pálidas manos cruzadas con pulcritud sobre sus pechos. Unas tenues sonrisas asomaban a las comisuras de sus labios sin sangre, como si la pareja compartiese un último secreto. Sólo una nota discordante desmentía la impresión de una muerte tranquila; ambos durmientes exhibían sendas heridas abiertas en medio de sus frentes. Un único impacto certero entre sus cejas sin fruncir, ajenas a la preocupación. La fuerza de aquellos golpes había roto el hueso frontal como si de una cáscara de huevo se tratase, dejando a su paso un agujero irregular, abierto igual que un ciclópeo ojo rojo sin párpado.

«
Tampoco es que al muchacho le importe mucho, el Diablo le confunda
». Colum le propinó un puntapié enfadado al polvo del sendero. Los cordones de sus botas, desatados todavía, oscilaban de un lado para otro mientras caminaba. «
Ni siquiera se ha molestado en preguntar si habíamos encontrado los cuerpos
».

Capítulo tres

“Tampoco es que al muchacho le importe mucho. El Diablo le confunda”.

Si Colum hubiese sabido lo cerca que se encontraba en aquellos momentos de un mal tan antiguo como siniestro, habría contenido su genio. De hecho, es dudoso que hubiese dejado a su familia sola en casa aquella mañana. No, habría girado sobre sus talones y habría asegurado la puerta tras él, para lo que les hubiese servido.

Pero lo cierto era que Colum no tenía forma de saber qué era lo que acechaba a un tiro de piedra, y no se le podía culpar por estar enfadado. Mientras se dirigía hacia el gallinero, obcecado, se percató del oscurecimiento del cielo, de las nubes de tormenta que se agazapaban sobre el horizonte, hinchándose, agrupando sus fuerzas. Tenía que meter a los animales cuanto antes. No le vendría mal una mano, pero antes muerto que regresar y pedirle ayuda de nuevo a aquel gandul. Tenía su orgullo. Tenía trabajo que hacer. Y eso era todo.

No muy lejos del sendero de Colum, al otro lado del patio, en el rincón más alejado de la escalera para pasar la cerca, algo oscuro salía rezumando, siseando, burbujeando, de una antigua grieta en la roca. Desde que consiguiera recordar, llevaban llamando al pedrusco, cubierto de musgo y hendido por un relámpago, Piedra de Toque. El mojón había servido a la familia durante generaciones, señalando el límite de la parcela ancestral desde mucho antes que los ambiciosos y sistemáticos proyectos de cercado de Colum hubiesen convertido al antiguo indicador en nada más que un pintoresco recuerdo de otra época. Quizá su padre se acordara de aquella vez, hacía unos cincuenta años, en que la Piedra de Toque había hablado por última vez.

La tenebrosa esencia que emanaba ahora de la sonrisa mellada de la Piedra de Toque no le prestó atención al hombre con cuello de toro que corría hacia el corral de las gallinas, encogido de hombros para protegerse del inminente aguacero. Le escuchó mascullar algo entre dientes, y pareció que se hinchara. Un dubitativo tentáculo negro tanteó el aire igual que la lengua de una serpiente, antes de que un apéndice aceitoso, negro como los lugares olvidados que yacen bajo las montañas, saliera reptando de la hendidura. La líquida negrura se estiró, obscena. Parecía que no tuviese fin. El sinuoso flujo de ébano no tardó en convertirse en la parodia del curso de un arroyo, y pronto se derramó un torrente de la Piedra de Toque.

Colum ya se había perdido de vista cuando, por fin, la Piedra de Toque hubo terminado de vomitar (con un lametón húmedo y viscoso) el final de la cola de aquel parto monstruoso. Se estremeció, trastabillando de un lado para otro entre los espinosos matojos que cubrían la linde del bosque circundante. La oscuridad se enroscó sobre sí misma, cerrando un puño con torpeza. Resultaba imposible decir si se estaba lamiendo las heridas de su alumbramiento a través del útero pétreo o si estaba recomponiéndose, tensándose para atacar. Los gruesos anillos de mucosa se entrelazaron y se anudaron entre sí, endureciéndose.

Allí, en el mismísimo corazón de la espiral negra, algo estaba cobrando forma. Una forma tenue, oscura, frágil y humana. Abrió la boca, sediento de oxígeno, para atragantarse con ansiosos tragos de frío aire de la montaña. Ante el sonido de su llanto natalicio (o, para ser más exactos, del llanto de su renacimiento), todos los perros del corral levantaron las cabezas y comenzaron a aullar.

Al escucharlos, Padre de Serpientes se estremeció y guardó silencio, replegando los anillos de su empavesado.

Tiró de él, lo pateó, lo estiró, mas se negaba a cubrirlo. Ya había alcanzado el tamaño de un niño de siete años… lo bastante mayor como para olvidarse de las tareas menores del corral para aprender a trabajar el campo como un hombre. Se quitó la manta de los hombros como si de una piel mal ajustada se tratara y permaneció erecto a la luz incierta de aquella mañana tormentosa. Ahora era un joven de dieciséis años, alcanzada ya toda la altura a la que podía aspirar y, sin embargo, los anillos constrictores de la edad continuaban desprendiéndose de él por todas partes, para apelmazarse en el suelo.

Le propinó una patada desdeñosa a la piel recién mudada y salió del círculo. Un solo paso bastó para liberarlo del charco de icor. Se cubría con la piel de un hombre que ya había visto sus buenos cuarenta años, dotado de un semblante duro, bien perfilado, tostado por el sol. Rala la coronilla.

Le esperaba un día de duro trabajo. Su deber lo impulsaba a adentrarse en el sembrado. Hacía años, quizá décadas, que no se le ocurría estirar unas piernas tanto tiempo olvidadas. Pasear por los pastos, respirar el aire fresco, echar un trago, supervisar sus tierras. Le hizo sonreír la visión de los atareados seres humanos que se ganaban la vida a la sombra de su montaña.

Había transcurrido demasiado tiempo, pensó, embebiéndose del aire de la montaña. Paladeó los cálidos olores de los animales; ovejas y cabras, cerdos y pollos. Saboreó el primer atisbo de humedad de la inminente tormenta. Enroscó la lengua alrededor del delicado aroma del afán humano, del sudor, de la ansiedad, de la pobreza, del sacrificio y del mudo sufrimiento. Era sublime.

No se regodeaba en la desgracia de los demás. Eso sería descortés. Pero tenía un trabajo que hacer y se le daba bien. Nadie lo superaba, a decir verdad, y no le daba vergüenza reconocerlo. Y si vanagloriarse del trabajo bien hecho era un pecado, en fin, habría que añadirlo a su lista de defectos. A esas alturas, ya tenía una carpeta llena.

Se encontraba cerca. Aunque hacía muchos años que no tomaba ese camino, comenzaba a recordarlo todo. El peñasco partido por la mitad aparecería a la derecha tras doblar el siguiente recodo y, más allá de él, el primer glorioso atisbo del valle. Allí.

Los lugareños, por su parte, tendían a evitar aquella sección inaccesible de los Apalaches. Las mujeres mayores, que algo debían de saber, llamaban a aquel lugar las Cuarenta del Diablo. Pero no eran las ancianas ni los sucios granjeros los que lo habían traído hasta allí. Ante sus ojos flotaba la vivida imagen de una jovencita, de tez más pálida que la luna y cabello más negro que la noche. Una melodía familiar comenzó a sonar en lo hondo de su mente.

Dierdre escuchó el silbido que procedía del campo, a lo lejos. Conocía la tonada, aunque hacía casi cincuenta años desde que la escuchara por última vez. Permaneció sentada durante un buen rato, inmóvil, atenta, a sabiendas de lo que iba a ocurrir a continuación. Al cabo, se estremeció como si despertara de un largo sueño.

—Vamos a ver, Eileen —dijo, soltando a la oveja negra. Recogió las tijeras de esquilar y el vellón que se había caído, convirtiendo su delantal en un cesto—. No me vengas con esas ahora. No es más que el dueño de la hacienda, quién va a ser, que vuelve a casa después de todos estos años. Bajemos a la entrada del seto, a ver qué está haciendo el abuelo.

La estaba esperando. Apoyado contra la puerta, mordisqueando una brizna de paja, ridícula de tan larga. Tanteando la brisa igual que la lengua de una serpiente. Se quitó el fláccido sombrero y lo sostuvo sobre su corazón. Sonrió.

Señor, cómo odiaba aquella sonrisa.

Seguía siendo tal y como él la recordaba. Se quedó allí, radiante a la media luz del crepúsculo, más oscura y a la vez más brillante que todo lo que la rodeaba. Que toda la luz de la luna y toda la noche. «
¿Cuánto hacía?
», descubrió que se preguntaba.

—Cincuenta años o más desde que te plantaras ante mi umbral —repuso ella a aquel pensamiento, perfectamente audible—. No me habría importado si hubiesen pasado otros cincuenta, ya que me lo preguntas.

—No has envejecido ni un sólo día —dijo él, con un siseo sin aliento. Era la pura verdad. Sus palabras no ocultaban ningún halago.

—Eso no me da ningún miedo, bien lo sabes. A ver, dime, Viejo Wyrm, ¿qué te impulsa a pisotearme el sembrado y a armar tanto alboroto como para espantar a las ovejas? Tienes suerte de que no te tomara por una manada de matones y te soltara a los perros.

Sabía que él le tenía manía a los perros.

—He venido, querida —ignoró la indirecta, su sonrisa se atenuó—, para silbarle a una bruja.

La mujer le volvió la espalda y comenzó a desandar sus pasos, furiosa, con los hombros erguidos como si estuviera retándole a intentar detenerla.

Observó a la figura que se alejaba hasta que no fue más que una mota oscura en medio de la nube de polvo que levantaban sus pies.

Estaba esperándola allí, de espaldas a la casa, apoyado en la barandilla del porche. Con el mismo estúpido trozo de paja. La misma estúpida sonrisa.

—Tengo un trabajo especial para ti —dijo, mientras se acercaba la mujer—. Delicado. Necesita un toque femenino.

Dierdre continuó acercándose, la cabeza algo gacha, los ojos fijos. Se encontraba tan sólo a diez pasos, y seguía avanzando. No demostraba intenciones de detenerse ni de aminorar la marcha. Era una fuerza de la naturaleza, una tormenta en la cima de una montaña. Si se le ofreciera la oportunidad, lo arrollaría y aplastaría sus restos bajo sus suelas. Cinco pasos.

—Te he traído una cosa.

Aquello la detuvo en seco. Se recuperó enseguida, tanto que la mayoría de los hombres ni siquiera se habrían percatado de su vacilación. Él no era como la mayoría de los hombres. Furiosa, cubrió los tres peldaños que la separaban de la puerta, donde cada pisada atronó contra las tablas.

Fue hacia él como una flecha y se inclinó tanto que sus rostros casi se tocaron. Ella olía a lana cálida y a leche fresca, a vida y a crecimiento. El Padre de las Serpientes aspiró su perfume, con los ojos entornados.

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