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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (4 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
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—De nuevo, os doy las gracias. Ya veo que se ha congregado toda una multitud. —Stuart tomó nota de las luces de las antorchas y de las voces que se elevaban desde los edificios de abajo. Y de las reyertas de formas inmensas en la plaza principal. Y del ajetreo de incontables sombras tras la línea de árboles—. ¿Por dónde empezar? —se preguntó, en voz alta.

El palo lo amonestó con dureza dos veces en el hombro, antes de señalar a lo lejos, hacia abajo, hacia el edificio que se erigía en el ojo de aquel huracán de actividad.

—La Casa del Vuelo de Lanza —informó el maestro de ceremonias—. Allí encontrarás a la Jarlsdottir. Procura mostrarte respetuoso y no decir impertinencias. La banda de guerra está borracha. —Como si aquello lo explicara todo.

—Eso pienso hacer. Gracias por el aviso. ¿Queréis que les pida que os suban alguna cosa?

El maestro de ceremonias extendió los brazos, en un gesto que parecía abarcar toda la Colina de las Lamentaciones, la luz de luna reflejada en el témpano de hielo, el deslumbrante espectáculo de los puentes lunares, la plenitud de la canción, la inmensidad del firmamento nocturno.

Era un gesto que decía a las claras «
¿Qué más podría querer?
». O, quizá, para ser más exactos, «
¿Qué más se puede ofrecer?
».

Stuart esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza a modo de despedida. Con la canción del mundo a su espalda, encaminó sus pasos hacia la Casa del Vuelo de Lanza.

Capítulo cinco

Stuart abrió la puerta de la Casa del Vuelo de Lanza con el hombro. Ofrecía resistencia, como si el peso de la algarabía de sensaciones encerradas allí dentro la empujaran contra él. Cuando hubo abierto la puerta, sus sentidos se vieron bombardeados de inmediato por el resplandor del fuego rugiente, por la presión de las sobrecogedoras figuras, por el tufo animal a sudor, el aroma que desprendía el cerdo asado, el hedor de la cerveza derramada. Se produjo una conmoción de cerdos y gallinas entre sus pies; a su alrededor bramaban baladronadas y contiendas. Le pareció oír el chasquido musical de un hacha de guerra al clavarse en el duramen.

Era demasiado para asimilarlo de golpe. Cualquier otro se habría quedado en el umbral hasta que aquel caos de carne y tejidos comenzara a cobrar algún tipo de sentido. Hasta que las oscilantes mareas de luz, sombra y clamor hubiesen recuperado sus formas individuales y mejor definidas. Stuart no era ningún pazguato. Le gustaban las aglomeraciones de gente, su latido, su impulso, su carácter íntimo y anónimo. Esbozó una sonrisa y se adentró a ciegas en la masa de cuerpos.

Las multitudes tenían algo de especial, sus distintos niveles, su potencial. Un rostro que navegara hacia él en medio de la tempestad podría pertenecer a cualquiera: a un compañero, a una amante, a un rival, a un profeta, a una víctima, a un cadáver. O quizá a todos a la vez. Era una mera cuestión de perspectiva y de tiempo. A la larga, todo el mundo disfrutaba al menos de una oportunidad para probarse todas las máscaras. Todo era posible. Era el lugar donde se venían abajo las barreras que separaban a las personas.

Se dejó arrastrar por la corriente de aquel mar de cuerpos. Al cabo, fue arrojado a la orilla, sobre un banco de madera de tosca manufactura. La montaña de comida y bebida que se apilaba encima de la mesa adyacente se le antojó sumamente apetitosa. Aquel puesto privilegiado le ofrecía la ventaja añadida de una buena panorámica del altercado que se fraguaba en la vecindad de la alta mesa.

Un enorme guerrero Fenris, con las espaldas tan anchas como las faldas de una montaña, se erguía ante la delegación, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos encendidos. En una mano aferraba un estandarte de batalla recién salpicado de sangre. Su repentina aparición había causado toda una conmoción en la sala. La multitud se apartaba por instinto ante él, no tanto a causa de su obvio aire de superioridad como por el peligroso fuego que ardía justo bajo su piel.

Stuart le dio un toque al codo de su vecino para conseguir su atención, y a punto estuvo de conseguir que volcara la copa que estaba llevándose a los labios.

—¿Ése quién es?

—¡Oye, ten cuidado! Maldito atontado. —Posó la copa de golpe e intentó incorporarse, pero lo cierto era que no había espacio suficiente para maniobrar sin poner la mesa patas arriba.

Stuart atrajo hacia sí el aguamanil más próximo y repitió la pregunta, esta vez más alto.

—Perdona. Decía que quién ese ése. En el que está delante de la alta mesa. El de la bandera llena de sangre.

Su vecino miró donde apuntaban los ojos de Stuart, antes de soltar un gruñido y volver a sentarse. Retuvo el semblante torvo durante un rato, hasta que decidió aceptar la escancia que le ofrecía Stuart.

—Es el Guardián. Brand Garmson. Sabrás quién es el Guardián.

Stuart permaneció impávido.

—El otro, el que tiene cogido del gaznate, ése es su compañero de manada, Jorn Roe Acero. Yo diría que tiene pinta de haberse producido algún altercado en el perímetro.

Stuart le dio las gracias, pero las palabras quedaron ahogadas por el vozarrón del Guardián:

—Diles lo mismo que a mí. —Garmson empujó al joven Garou hacia delante.

Jorn se recuperó en la medida de lo posible e hincó una rodilla en el suelo ante el Alto Parlamento.

—Llegó una partida al perímetro poco antes del amanecer, Jarlsdottir —comenzó, vacilante—. Bajo bandera de tregua. Afirmaron tratarse de una delegación de Lord Arkady.

Al escuchar aquel nombre, un murmullo recorrió el salón.

Stuart estudió a la joven sentada en el Alto Parlamento. A la que Jorn se había referido como Jarlsdottir. Su primera impresión fue que parecía muy joven para haber alcanzado un puesto de tanta autoridad entre aquellos veteranos curtidos. No debía de tener más de veinticinco años. Cuando la vio salir al frente y poner de pie a Jorn con ambas manos, se percató de la gratitud y la admiración sin reservas que brillaban en los ojos del joven guerrero. Estaba dispuesto a obedecer las ariscas órdenes del Guardián sin pensárselo dos veces, a saltar hacia la muerte con las garras extendidas; pero daría su vida por la Jarlsdottir sin necesidad de que se lo pidieran.

La voz de Karin atajó el clamor. Carecía de cualquier atisbo de suavidad.

—¿Bandera de tregua? No estamos en guerra con la Casa de la Luna Creciente. Aquí tenemos a un pariente de Arkady, Víctor Svorenko, sentado a la misma mesa que nosotros. —La expresión de la Jarlsdottir se tornó suspicaz—. ¿Dónde se encuentra esta delegación, Jorn Roe Acero? ¿Por qué no los has traído ante nosotros?

Jorn se revolvió incómodo ante su escrutinio.

—El trío no pertenecía a la Casa de la Luna Creciente, Jarlsdottir. Eran Danzantes de la Espiral Negra.

El salón se inundó de gritos y acusaciones.

—¡La mancha del Wyrm! Una lacra para toda su Casa.

—¿Qué más pruebas hacen falta?

—¿Acaso no doblegó al Wyrm del Trueno? Su propio pariente lo ha admitido.

—¡Los Danzantes le sirven de recaderos!

Karin golpeó tres veces el suelo con el mango de su gran martillo de plata antes de que se restaurara el orden en la sala. Aún se oían voces airadas aquí y allá.

Stuart asistía al pandemonio que se desarrollaba ante sus ojos con aire de paciente frialdad. Había sido testigo de escenas parecidas entre su propio pueblo, repetidas hasta la saciedad. En alguna ocasión, había llegado incluso a participar en el fomento de esos levantamientos. Su tribu, los Fianna, se habían forjado cierta reputación de ardientes y apasionados, de aficionados a las palabras hirientes y a las bebidas más fuertes, de pendencieros dados a los retos que, de forma invariable, resultaban de tan volátil combinación.

En cierto modo, esa infame reputación le resultaba comprensible. Lo cierto era que esa minoría alborotadora era bastante llamativa y tendía a dejar un recuerdo duradero entre los espectadores, inocentes o de otro tipo. Mas por cada nacionalista irlandés marrullero y borrachín que se contara entre sus filas, había al menos una docena de otros cuyas pasiones eran igual de fervientes, aunque preferían demostrarlas a través de exhibiciones menos obvias. Por cada historia que entonaran los Galliard de la tribu (los bardos más excepcionales que pudieran encontrarse entre los Garou) acerca de un joven y aguerrido cuatrero, existía una miríada de otro tipo de relatos. Narraciones que describían pasiones más templadas. De amores lejanos y aciagos; de los fantasmas del fracaso o de la gloria de antaño; del cariño de la familia y la parentela, aun cuando a veces pudiera acarrear la ruina sobre uno.

El saber popular de los Fianna estaba cuajado de relatos ambientados en tribunales y en tierras de ensueño, de poetas y de diablos, de juegos de naipes y conversaciones de alcoba, de llamadas del deber e ídolos ensangrentados, de hombres cuyo ingenio rivalizaba con el de los espíritus y de niños condenados al suplicio por haber nacido con dos lenguas. De príncipes y exilios; de guerreros y santones ermitaños; y de princesas guerreras exiliadas venidas a ermitañas santificadas. Y sí, incluso de los orgullosos saqueadores dueños de los siete mares que se apretujaban en torno a él esa noche, recordándole las laberínticas pasiones de su propio pueblo.

—Lo que exige esta situación es mantener la cabeza fría. —La voz de la Jarlsdottir interrumpió la introspección de Stuart—. ¿Ofreció dicha delegación prueba alguna de representar a Arkady? Suele mediar un abismo entre lo que dice un Danzante y la verdad.

Jorn caviló por un momento.

—No —admitió—. Aunque el portavoz afirmó ser pariente de Lord Arkady. Dijo que se llamaba Cuchillo entre los Huesos.

A escasa distancia de Stuart, en la misma mesa, Víctor Svorenko se puso en pie de un salto y descargó ambas manos sobre la mesa, con la violencia suficiente como para que tintinearan los cubiertos.

—¡No pienso consentir que se calumnie a mi Casa en mi presencia! Vine aquí de buena fe, para contar la verdad tal y como la había visto. Los que me escuchasteis anoche cuando narré la muerte de Arne Ruina del Wyrm sabéis que no adorno los hechos, aun cuando pudiera perjudicar a uno de los míos. La Casa de la Luna Creciente es la más egregia de todas las líneas nobles de los Colmillos Plateados. Esto es algo indiscutible y exhaustivamente documentado. Afirmar que Lord Arkady es pariente de… Es inimaginable. ¡Retira tus palabras, o prepárate a defenderlas con la fuerza de tu brazo!

Jorn realizó una leve reverencia en dirección al acalorado Colmillo Plateado.

—Tergiversáis mis palabras, primo. Me he limitado a repetir lo que dijo el Danzante, tal y como se me ha pedido. Yo no me sumo a esta acusación. Quizás os agrade saber que el Guardián ya ha reparado esta afrenta cometida contra vos.

El cuello al descubierto pareció apaciguar a Víctor más que las palabras, escogidas con sumo cuidado.

—Acepto vuestra retractación. Haz el favor de relatarnos sólo las palabras exactas de Cuchillo entre los Huesos, a fin de evitarnos posteriores confusiones de este tipo.

—Daré cuenta de ellas con tanta fidelidad como me sea posible —repuso Jorn, antes de proceder a narrar en gran detalle la peculiar conversación. Cuando llegó a la parte en la que se mencionaba que Arkady se había visto “detenido”, el clamor se alzó de nuevo, apagando su voz.

—Esto es una patraña —gritó Víctor—. Está claro que Arkady ha caído en las garras de los Danzantes. ¿Por qué si no iba a faltar a su cita?

—¡Porque tiene miedo de enfrentarse a nosotros!

—¿Quién ha dicho eso? —retó Víctor, enrojecido el rostro—. Lo que tenemos que hacer es organizar una partida para seguir el rastro de estos engendros del Wyrm hasta su guarida. Si Arkady ha sido capturado…

Karin volvió a descargar un martillazo.

—Estoy segura de que el Guardián ya ha lanzado a los mejores rastreadores en su captura. —Al recorrer la estancia con la mirada, no obstante, vio que Thijs y los otros se encontraban presentes. El Guardián se estaba comportando de un modo muy extraño desde hacía semanas, pensó. La sombra de la muerte cabalgaba sobre él, implacable, espoleándolo con la fusta de la venganza. Antes de que nadie pudiera hacer comentario alguno acerca de aquel desliz, Karin continuó:— Si Arkady no puede asistir, nos veremos obligados a pronunciar sentencia en su ausencia. Ya hemos escuchado el testimonio de Víctor Svorenko, pariente de Arkady, donde nos narraba cómo éste doblegó al Wyrm del Trueno y la bestia lo obedeció como a su amo. Hemos escuchado la historia de la Corona de Plata y de cómo Arkady conspiró con los servidores del Wyrm para usurpar el trono de Jacob Muerte de la Mañana. Sabemos que se vio obligado a abandonar los Estados Unidos en circunstancias sospechosas y que esta nube sombría lo siguió hasta Rusia. Hasta este momento, no se ha alzado ni una sola voz, de ninguna de las doce tribus, para hablar en su defensa.

Se produjo un largo silencio en la sala. Stuart paseó la mirada por el mar de rostros compungidos. Nadie osó siquiera mirar en dirección a la Jarlsdottir, mucho menos ponerse en pie para aceptar su reto. ¿Tan bajo había caído el poderoso señor de los Colmillos Plateados que no había nadie entre tan inmensa congregación que quisiera hablar en su favor?

El silencio perduraba y Stuart podía sentir cómo crecían en su interior la ira y la indignación. Estaban hablando de
Arkady
, del héroe que había sido proclamado como la mayor esperanza de la Nación Garou. ¡El rey que habría de unir a las tribus fraccionadas bajo un solo estandarte y conducir la batalla a las mismísimas fauces del Wyrm!

Antes de percatarse siquiera de que estaba moviéndose, ya se había puesto en pie. Cuando los ojos se volvieron hacia él, alisó la pechera de su traje arrugado. Ya era demasiado tarde para echarse atrás. El colgante dorado con cabeza de lobo que llevaba al cuello parecía demasiado apretado de repente, como si estuviera estrangulándolo, clavándole los dientes en el cuello.

Carraspeó con fuerza y comenzó a hablar. Su voz no era alta, pero sus palabras llegaban hasta los confines de la sala y más allá. Se filtraban como la luz de las llamas por las rendijas bajo las puertas y las ventanas. Se vertían sobre los achispados celebrantes que trastabillaban por el Aeld Baile. Se escurrían como sombras entre la línea de árboles y patinaban sobre el témpano de hielo. Su leve, aunque inconfundible, acento de los Apalaches sonaba alienígena, casi exótico, en los dominios del viento del norte.

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