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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (9 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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—Mmm.

¿Cuánto tiempo podría esconderse Lem Csurik entre la maleza? Toda su vida —su vida que se estaba cayendo a pedazos estaba allí, en el valle Silvy. Miles pensó en el contraste. Hacía unas pocas semanas, Csurik era un joven con todo a su favor, una casa, una esposa, un bebé a punto de nacer, felicidad; desde el punto de vista del nivel de vida estándar del valle Silvy, comodidad y seguridad. Su cabaña —y Miles lo había notado—, aunque sencilla, estaba cuidada con amor y energía y eso la redimía de la suciedad potencial de la pobreza. Seguro que era más deprimente en invierno. Ahora, en cambio, Csurik era un fugitivo perseguido por la justicia, y lo poco que había logrado se le había desvanecido entre los dedos en un abrir y cerrar de ojos. Nada lo retenía: ¿se decidiría a huir y abandonarlo todo? No tenía adónde ir. ¿Se quedaría cerca de las ruinas de su vida?

La fuerza policial que podía conseguir Miles en unas pocas horas, en Hassadar, era algo que le molestaba… ¿No había llegado el momento de llamarlos, antes de que todo eso se convirtiera en un problema todavía más grave? Pero… si el conde pensaba resolver todo eso con una demostración de fuerza, ¿por qué no le había dejado ir en el coche aéreo desde el principio? Miles lamentaba la cabalgata de dos días y medio: eso había reducido la fuerza de la inercia inicial, lo había hecho llegar despacio a Silvy y lo había enredado con tiempo y más tiempo para pensar y dudar. ¿El conde había previsto todo eso? ¿Qué sabía él que Miles no supiera? ¿Qué
podía
saber? Mierda, no hacía falta hacer más difícil la prueba bloqueando artificialmente el camino para hacerlo tropezar, ya era lo bastante difícil sin eso.
Quiere que sea inteligente
, pensó Miles con tristeza.
Peor todavía, quiere que los demás vean que soy inteligente, que todos los de aquí lo vean
. Rogó para no quedar como un perfecto estúpido.

—Muy bien, portavoz Karal. Ha hecho todo lo que podía por hoy. Descanse esta noche. Que sus hombres descansen también. No creo que pueda encontrar nada en la oscuridad.

Pym alzó el detector, listo para ofrecerlo como instrumento nocturno, pero Miles lo rechazó con un gesto. Pym enarcó las cejas a modo de reproche. Miles negó con la cabeza, levemente.

Karal no necesitaba que le insistieran. Envió a Alex para que cancelara la búsqueda nocturna con linternas. Seguía desconfiando de Miles. ¿Tal vez tanto como Miles de él? Miles esperaba que así fuera.

Nunca recordó en qué momento la larga tarde de verano se convirtió en una fiesta. Después de la cena, empezaron a llegar los hombres, los amigos de Karal. Los mayores del valle Silvy. Algunos parecían ser de los que venían siempre a compartir las noticias de la noche que emitía el Gobierno por la radio y que Karal escuchaba en su aparato. Demasiados nombres y Miles no se atrevía a olvidarse de ninguno. Llegó un grupo de músicos aficionados con sus instrumentos caseros, y llegó casi sin aliento, era la banda para los casamientos y funerales importantes del valle: a Miles, le resultaba cada vez más parecido a un funeral a medida que pasaban las horas.

Los músicos estaban tocando de pie, en el centro del patio. La galería —cuartel general— de Miles se convirtió en un palco de aristócrata. Era difícil dejarse llevar por la música cuando el público se dedicaba con tanta fruición a mirarlo a él. Algunas canciones eran serias, algunas… con cierta cautela al principio, cómicas. La espontaneidad de Miles se veía coartada muchas veces a la mitad de una carcajada por el suspiro de alivio de los que lo rodeaban y la tensión que sobrevenía en su rostro los congelaba a ellos a su vez, y todos se sentían incómodos, como dos personas que se cruzan en un corredor y no encuentran la forma de esquivarse desde el principio.

Pero hubo una canción tan fascinante, tan llena de belleza, un lamento por el amor perdido, que Miles se emocionó.
Elena
… En ese momento, el viejo dolor se transformó en melancolía, una melancolía dulce y distante; una especie de curación sin que él se hubiera dado cuenta. Estuvo a punto de hacer que los músicos se detuvieran allí, en el momento en que habían llegado a la perfección, pero tuvo miedo de que pensaran que el espectáculo no le había gustado. Se quedó quieto y absorto durante un tiempo, casi sin escuchar la canción siguiente, tranquilo en la luz del crepúsculo que se hacía cada vez más tenue.

Por lo menos, ahora las montañas de comida que habían llegado por la tarde tenían algún sentido. Miles había tenido miedo de que la señora Karal y los suyos quisieran que él se terminara solo toda esa demostración culinaria.

En un momento dado, se reclinó sobre la barandilla y miró a través del patio y vio a Gordo Tonto con su bozal y su cuerda, haciendo amigos. A su alrededor se había reunido todo un grupo de niñas en la pubertad y lo mimaban y le tocaban las patas y le ataban flores y cintas en la crin y la cola, le daban pedacitos de comida o, simplemente, apoyaban la mejilla contra su flanco sedoso y cálido. Tonto había entrecerrado los ojos de alegría y satisfacción.

Dios, pensó Miles, celoso, si yo
tuviera la mitad de atractivo que ese maldito caballo, tendría mas novias que mi primo Iván
.

Y por un instante pensó en los pros y los contras de hacer un intento con alguna mujer sin pareja. Los señores importantes de los viejos tiempos y todo eso… no. No tenía necesidad de hacer cierto tipo de estupideces y ésa era una de ellas. El servicio que había jurado hacer a una damita del valle Silvy era todo lo que podía soportar sobre los hombros sin quebrarse, sentía el peso sobre todo su cuerpo, como una presión peligrosa sobre sus huesos.

Se volvió cuando el portavoz Karal se acercó a presentarle a una mujer que ya había dejado atrás la pubertad hacía mucho; tal vez tenía cincuenta años, limpia, pequeña, agotada por el trabajo. Llevaba con esmero su mejor vestido, ya gastado, con el cabello casi gris peinado hacia atrás en un moño sobre la nuca. Se mordía los labios y movía las mejillas en movimientos rápidos y tensos, reprimidos apenas en un movimiento de aguda conciencia de sí misma.

—La señora Csurik, milord. La madre de Lem.

El portavoz Karal bajo la cabeza y se alejó así, agachado, abandonando a Miles a su suerte.
¡Vuelve, cobarde!

—Señora… —dijo Miles. Tenía la garganta seca. Karal lo había metido en eso, mierda, y en medio de un espectáculo público… no, los otros huéspedes se estaban alejando un poco, la mayoría.

—Señor… —balbuceó la señora Csurik. Consiguió hacer una reverencia nerviosa.

—Ejem… siéntese por favor.

Con un movimiento violento de la barbilla, Miles expulsó al doctor Dea de su silla e hizo un gesto a la mujer para que se sentara en ella. Después, hizo girar la silla para mirarla cara a cara. Pym estaba de pie detrás de los dos, silencioso como una estatua y tenso como un cable. ¿Creía que la vieja iba a sacar una pistola de entre sus faldas? No… el trabajo de Pym era imaginar ese tipo de cosas, para que Miles pudiera poner toda su atención en el problema que tenía entre manos. Como objeto de estudio para el pueblo, Pym era casi tan atractivo como Miles. Se había mantenido aparte con mucha sabiduría y, sin duda, continuaría haciéndolo hasta que se llevara a cabo el trabajo sucio.

—Milord —repitió la señora Csurik y enmudeció de nuevo.

A Miles no le quedaba otra cosa que esperar. Rezó para que no se derrumbara y se echara a llorar de rodillas o alguna otra cosa por el estilo. Esperar era terrible.
Sé fuerte mujer
, pidió para sí.

—Lem… —tragó saliva—. Estoy segura de que no mató a la criatura. Nunca ha ocurrido algo así en mi familia. ¡Lo juro! Él dice que no lo hizo y yo le creo.

—Bien —dijo Miles con amabilidad—. Que venga y diga eso bajo pentarrápida y entonces yo le creeré también.

—Vamos, mama —urgió un jovencito delgado que la había acompañado y ahora estaba de pie, esperándola en los escalones como si se estuviera preparando para salir disparado hacia la oscuridad—. No vale la pena, ¿no te das cuenta? —Y miró a Miles con rabia.

Ella le echó una mirada con el ceño fruncido —¿tal vez otro de sus cinco hijos?—, y volvió a mirar a Miles, buscando las palabras.

—Mi Lem sólo tiene veinte años, señor.

—Yo también tengo veinte años, señora Csurik —se sintió obligado a decir Miles. Hubo otra pausa breve—. Mire, voy a repetírselo —dejó escapar con impaciencia—. Y otra vez y otra hasta que el mensaje llegue al fondo de la persona a la que quiero llegar. No
puedo
condenar a un inocente. Las drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lem puede verse limpio de toda sospecha. Sólo tiene que venir aquí. Dígaselo, ¿quiere? ¿Por favor?

Ella se quedó helada, de piedra, llena de recelo.

—No… no le he visto, milord.

—Pero tal vez lo vea.

Ella negó con la cabeza con violencia.

—¿Y con eso qué? Tal vez no.

Sus ojos se volvieron hacia Pym y luego más lejos, como si la imagen de Pym la hubiera quemado. El logo plateado de los Vorkosigan bordado sobre el cuello de Pym brillaba en el crepúsculo como los ojos de un animal que se movía sólo cuando Pym respiraba. Karal se acercaba a la galería con lámparas, pero todavía estaba lejos.

—Señora —dijo Miles, tenso—. El conde, mi padre, me ordenó que investigara la muerte de su nieta. Si su hijo significa tanto para usted, ¿cómo puede significar tan poco esa nieta? ¿Era su… primera nieta?

La cara de ella estaba marchita.

—No, señor. La hermana mayor de Lem tiene dos. Y ellas sí que están bien —agregó con énfasis.

Miles suspiró.

—Si realmente cree que su hijo es inocente de este crimen, debe ayudarme a probarlo. ¿O es que tiene alguna duda?

Ella se movió, inquieta. Había una sombra de duda en sus ojos, sí… no sabía, mierda, la mujer no estaba segura. El tratamiento con pentarrápida seria inútil con ella… sí, seguro. Como droga mágica y maravillosa, el instrumento con el que Miles tanto contaba, la pentarrápida parecía estar teniendo una utilidad maravillosamente nula en este caso.

—Vamos, mamá —repitió el joven—. No vale la pena. El señor mutante ha venido aquí a matar. Y tiene que hacerlo. Es parte de un espectáculo.

Toda la razón del mundo
, pensó Miles con amargura. Ese era un joven perceptivo.

La señora Csurik dejó que su hijo, enojado y avergonzado, la persuadiera y se la llevara, asiéndola del brazo. Se detuvo en los escalones y miró por encima del hombro con rabia y amargura.

—Es tan fácil para usted, ¿verdad?

Me duele la cabeza
, pensó Miles.

Y aún le esperaba algo peor antes de que terminara la noche.

La voz de la segunda mujer raspaba en la garganta de su dueña, era una voz grave y furiosa.

—No me hable, sargento Karal. Tengo derecho a echarle una mirada a ese señor mutante.

Era alta, dura y nudosa.
Como su hija
, pensó Miles. No había hecho ningún intento de arreglarse. Un arroyuelo leve de sudor de verano le corría sobre el vestido de trabajo. ¿Y cuánto había caminado? El cabello gris le colgaba en una cola detrás de la cabeza y unos pocos mechones habían escapado del cordón que lo sostenía. Si la amargura de la señora Csurik le había provocado un dolor fuerte detrás de los ojos, la rabia de esta mujer era como un nudo que se cerraba sobre su estómago.

La mujer se sacudió a Karal, que intentaba detenerla, y subió hasta Miles a la luz de las lámparas.

—Ah.

—Es… es la señora Mattulich, señor —le aclaró Karal, presentándola—. La madre de Harra.

Miles se puso de pie, logró hacer una inclinación de cabeza formal.

—¿Cómo está, señora? —Era absolutamente consciente de su altura, una cabeza más baja que la de ella. De joven, la señora Mattulich había sido tan alta como Harra, pensaba Miles, pero la edad de sus huesos estaba empezando a vencerla.

La mujer se limitó a mirarlo con los ojos bien abiertos. Era una masticadora de hojas de goma a juzgar por las leves manchas negruzcas alrededor de su boca. Ahora, su mandíbula trabajaba sobre unos pedacitos diminutos, mordiéndolos con demasiada fuerza. Lo estaba estudiando abiertamente, sin subterfugios, sin el más mínimo gesto de disculpa, observando la cabeza, el cuello, la espalda torcida, las piernas cortas y deformes. Miles tuvo la desagradable impresión de que ella veía a través de su cuerpo hasta las grietas escondidas de sus huesos. Frente a esa mirada, él levantó el mentón dos veces en un tic nervioso e involuntario, que controló con un esfuerzo.

—De acuerdo —dijo Karal con rudeza—, ya lo ha visto. Ahora váyase por el amor de Dios, Mara. —Abrió la mano haciendo un gesto de disculpa a Miles—. Mara… está muy perturbada por todo esto, milord. Discúlpela.

—Su única nieta —le dijo Miles a la mujer en un esfuerzo por ser amable, aunque la angustia peculiar de ella repelía cualquier intento de amabilidad con una rabia que sangraba y se deshacía—. Entiendo su dolor, señora. Pero habrá justicia para la pequeña Raina. Lo he jurado.

—¿Cómo puede haber justicia ahora? —se enfureció ella, en una voz espesa y grave—. Es demasiado tarde… siglos tarde… para la justicia, señorcito mutante. ¿De qué me sirve su mierdosa justicia ahora?

—¡Ya es suficiente, Mara! —insistió Karal. Frunció el ceño, apretó los labios y la obligó a apartarse escoltándola con firmeza fuera de la galería.

Los últimos visitantes le abrieron paso con un aire de respetuosa piedad, excepto dos adolescentes flacos que se apartaron de ella como si fuera veneno. Miles tuvo que revisar su imagen mental de los hermanos Csurik. Si esos dos eran otro ejemplo, no había ningún equipo de robustos toros amenazantes de las colinas, después de todo. Lo cual no era una mejoría, claro, porque parecía que podían moverse a la misma velocidad que los hurones, si les hacía falta. Miles frunció los labios en un gesto de frustración.

El espectáculo nocturno terminó, gracias a Dios, cerca de la medianoche. Los últimos compañeros de Karal se fueron hacia los bosques guiados por la luz de sus linternas. El equipo de audio, reparado y vuelto a cargar, desapareció con su dueño, quien se lo agradeció efusivamente a Karal. Por suerte, había sido una multitud madura y educada, hasta sombría, nada de gritos de borrachos ni cosas por el estilo. Pym hizo que los hijos de Karal se acomodaran en la tienda de campaña, volvió a recorrer la cabaña y se unió a Miles y Dea en el altillo. La paja de los jergones estaba salpicada de fragantes hierbas del lugar (Miles esperaba no ser alérgico a ellas). La señora Karal había querido dar a Miles su propio dormitorio para uso exclusivo y exiliarse con su marido a la galería, pero por suerte Pym había podido persuadirle de que Miles preferiría el camastro, con Dea y con él mismo, por razones de seguridad.

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