Read Fronteras del infinito Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (8 page)

BOOK: Fronteras del infinito
13.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No tiene por qué ser en público.

—No, pero él recordaría haberse convertido en un idiota balbuceante. Necesito… necesito más información.

Pym echó una mirada sobre su hombro.

—Pensé que ya tenía toda la información necesaria.

—Tengo hechos. Hechos físicos. Una gran pila de hechos inútiles, sin sentido… —meditó Miles—. Aunque tenga que aplicar la pentarrápida a todos los habitantes de este valle, juro que voy a llegar al fondo de esto. Sí. Pero no sería una solución elegante.

—Éste no es un problema elegante, milord —recordó Pym con sequedad.

Cuando volvieron, encontraron a la esposa del portavoz Karal en plena posesión de su casa. Corría en círculos, excitada, cortando, golpeando, amasando, atizando el fuego y volando escaleras arriba para cambiar las mantas de los tres jergones, mientras hacía correr a sus hijos por delante para que la ayudaran a buscar y traer cosas. El doctor Dea la seguía, divertido, tratando de que se calmara explicándole que habían traído una tienda de campaña y comida, que se lo agradecían, pero que no era necesaria su hospitalidad. Esto produjo una respuesta indignada de la señora Karal.

—¡El mismísimo hijo de mi señor viene a mi casa y yo voy a tirarlo al campo como a su caballo! ¡Ah, no, eso sí que no! ¡Me sentiría muy avergonzada! —Y volvió al trabajo.

—Parece bastante perturbada —dijo Dea, mirando sobre su hombro.

Miles lo cogió del brazo y lo llevó hasta la galería.

—Déjela hacer, doctor. Estamos condenados a que nos atiendan. Es una obligación para las dos partes. Lo más amable es fingir que en realidad no estamos aquí hasta que ella esté lista para recibirnos.

Dea bajó la voz.

—Dadas las circunstancias, tal vez sería mejor comer sólo de nuestras provisiones.

El ruido de un cuchillo cayendo sobre algo y un perfume a hierbas y cebollas salían como una tentación a través de la ventana abierta.

—Ah, me parece que cualquier cosa que salga de la olla común estará bien, ¿no? —dijo Miles—. Si algo le preocupa realmente, puede tomar un pedacito y salir afuera y controlarlo supongo, pero… con discreción, ¿eh? No queremos insultar a nadie.

Se instalaron en las sillas de madera hechas a mano y pronto un chiquillo de diez años, el más joven de los hijos de Karal, volvió a servirles el té. Por lo visto, uno u otro de los padres le había dado instrucciones en privado sobre la forma en que debía portarse, porque su actitud ante las deformidades de Miles fue la misma indiferencia estudiada y parpadeante de los adultos, aunque no tan bien llevada, por supuesto.

—¿Va usted a dormir en mi cama, milord? —le preguntó a Miles—. Mamá dice que tenemos que dormir en la galería.

—Bueno, lo que diga tu mamá estará bien —dijo Miles—. Ah… ¿te gusta dormir en la galería?

—Nooo, la última vez Zed me dio una patada y rodé en la oscuridad.

—Ah, bueno, si tenemos que echarte de tu cama, tal vez te gustaría dormir en nuestra tienda de campaña a modo de canje.

Los ojos del niño se abrieron de par en par.

—¿En serio?

—Claro. ¿Por qué no?

—¡Espere a que se lo diga a Zed! —bajó los escalones de dos en dos y salió disparado por el lateral de la casa—. Zed, eh, ¡Zeed…!

—Supongo —dijo Dea— que podemos fumigarla después…

Miles frunció los labios.

—No están más sucios que usted cuando era chico, estoy seguro. O que yo… cuando me dejaban.

Era un atardecer caluroso y Miles se sacó la túnica verde, la colgó sobre el respaldo de la silla y se desabotonó el cuello redondo de su camisa color crema. Dea enarcó las cejas.

—¿Llevamos esta investigación como si fuera una oficina, con horario, señor? ¿Vamos a dejarlo hasta mañana?

—No exactamente. —Miles bebió un sorbito de té, pensativo, y miró a lo lejos, al otro lado de patio. Los árboles y sus copas caían allí hacia el fondo del valle. Al otro lado de la ladera crecían arbustos de distintas clases. Un pliegue con cresta y luego el flanco largo de una montaña escarpada que se elevaba alta y dura hacia una cima que todavía brillaba con sus manchas de nieve, sucias y titilantes.

—Hay un asesino suelto allá fuera —señaló Dea en tono de consejo.

—Habla como Pym. —Pym, pensó Miles, había terminado con los caballos y se había llevado a su detector a dar otra vuelta—. Estoy esperando.

—¿Qué?

—No estoy seguro. La información que dará un sentido a todo esto. Mire, sólo hay dos posibilidades. Csurik es inocente o es culpable. Si es culpable, no se va a entregar. Seguramente, intentará que sus parientes se involucren en el asunto, que lo escondan y lo ayuden. Si quiero, puedo pedir refuerzos por el comunicador a la Seguridad Civil de Hassadar. Cuando quiera. Veinte hombres, más equipo; en coche aéreo pueden estar aquí en dos horas. Puedo organizar un circo. Brutal, feo, perturbador, excitante… y sí, podría ser muy popular. Una cacería humana con sangre al final.

—Claro que queda la posibilidad de que Csurik sea inocente, pero esté asustado. Y en ese caso…

—¿Sí?

—En ese caso, todavía hay un asesino suelto en alguna parte.

Miles se sirvió más té.

—Sólo quiero que tenga en cuenta que si uno quiere atrapar algo, correr tras él no es siempre la mejor manera.

Dea se aclaró la garganta y tomó más té. Miles continuó:

—Mientras tanto, tengo otro deber que cumplir. Estoy aquí para que me vean. Si su espíritu científico está deseando hacer algo para matar las horas, trate de contar la cantidad de mirones de Vor que van a aparecer esta noche.

El desfile que Miles había anunciado empezó casi al instante. Primero fueron, sobre todo, mujeres que traían regalos, como para un funeral. Como no había un sistema de comunicación en la comunidad, Miles no estaba seguro del tipo de telepatía que habían utilizado para ponerse en contacto unas con otras, pero trajeron platos repletos de comida, flores, más paja para la cama y ofrecimientos de ayuda. Todo el mundo hizo una reverencia nerviosa cuando le presentaron a Miles, pero muy pocas mujeres se quedaron a charlar: por lo visto, lo único que querían era echar una ojeada. La señora Karal fue amable, pero dejó bien claro que ella controlaba la situación y puso los regalos culinarios bien detrás de los suyos.

Algunas de las mujeres traían a sus hijos. La mayoría de los niños se quedaba jugando en los bosques al fondo del patio, pero un grupito de muchachitos susurrantes se deslizó por la parte de atrás de la cabaña para ver a Miles por el lado de la galería. Miles se había quedado allí con Dea y le había dicho que lo hacía para dejar que lo vieran mejor, sin decir quién. Durante unos momentos, fingió no haber notado a los niños e hizo un gesto a Pym para que no los espantara. Sí.
Que miren bien, todo lo que quieran, pensó. Lo que ven es lo que van a recibir el resto de sus vidas, o por lo menos de la mía. Mejor será que se acostumbren
… Después, oyó la voz susurrante de Zed, el mayor de los de Karal, guía de la excursión:

—Ese grandote es el que ha venido a matar a Lem Csurik…

—Zed —dijo Miles.

Hubo un silencio brusco y congelado desde debajo de la galería. Hasta los animales dejaron de moverse.

—Ven aquí —dijo Miles.

En medio de un fondo mudo de susurros angustiados y risitas nerviosas, el muchacho de Karal se puso de pie con cautela.

—Vosotros tres. —El dedo de Miles se extendió hacia tres que huían a la carrera—. Esperad allí.

Pym agregó su ceño fruncido al gesto para darle más énfasis y los amigos de Zed se detuvieron, paralizados, con los ojos abiertos y las cabezas alineadas al nivel del suelo de la galería como si las hubieran colgado allí en algún viejo paredón de defensa como advertencia para otros malhechores.

—¿Qué les has dicho a tus amigos, Zed? —preguntó Miles con calma—. Repítelo.

Zed se humedeció los labios.

—Sólo que usted había venido a matar a Lem Csurik, señor.

Era evidente que Zed se estaba preguntando ahora si el deseo asesino de Miles incluía a chicos atrevidos e irrespetuosos.

—Eso no es verdad, Zed. Es una mentira peligrosa.

Zed parecía extrañado.

—Pero papá… dijo eso.

—La verdad es que he venido a atrapar a la persona que mató al bebé de Lem Csurik. Puede que sea Lem. Y puede que no. ¿Entiendes la diferencia?

—Pero Harra dijo que Lem lo hizo y ella tiene que saberlo, es su marido.

—El cuello del bebé estaba roto. Harra cree que fue Lem, pero no le vio hacerlo. Lo que tú y tus amigos tenéis que entender es que yo no pienso cometer errores. No
puedo
condenar a la persona que no lo haya hecho. Mis drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lo único que tiene que hacer Lem Csurik es venir aquí y decirme la verdad y su nombre quedará limpio. Si realmente es inocente. Pero supón que sí lo hizo. ¿Qué tengo que hacer con un hombre que mata a un bebé, Zed?

Zed hizo un gesto de indiferencia.

—Bueno, al fin y al cabo era sólo una mutante… —dijo y después cerró la boca y enrojeció, sin mirar a Miles.

Tal vez era mucho pedirle a un chico de doce años que se interesara por un bebé… mucho menos un mutante… no,
mierda, no
. No era mucho pedir. Pero ¿cómo llegar a tocar el fondo de esa superficie defensiva? Y si Miles ni siquiera podía convencer a un muchachito de doce años, ¿podía transformar como por arte de magia a todo un distrito de adultos? La ola de desesperación que lo invadió le dio ganas de gritar. Esa gente era tan insoportable, tan
imposible
. Controló su temperamento con firmeza.

—Tu padre fue uno de los veinte, Zed. ¿Estás orgulloso de que sirviera al emperador?

—Sí, señor. —Los ojos de Zed buscaban una salida, atrapados entre esos adultos terribles.

Miles continuó.

—Bueno, estas prácticas… matar a los mutantes, avergüenzan al emperador cuando representa a Barrayar ante toda la galaxia. Yo estuve allí. Y lo sé. Nos llaman salvajes por los crímenes de unos pocos. Esas muertes avergüenzan al conde, mi padre, ante sus pares y al valle Silvy ante todo el distrito. Un soldado obtiene gloria matando a un enemigo armado, no a un bebé. Este asunto toca mi honor como Vorkosigan que soy, Zed. Además… —Los labios de Miles esbozaron una sonrisa helada, sin alegría y se inclinó hacia adelante en su silla, con toda su atención. Zed retrocedió tanto como se atrevió…—. Además, te sorprenderías de las cosas que sólo un mutante puede hacer. Eso fue lo que juré sobre la tumba de mi abuelo.

Zed parecía más asustado que convencido, y su indolencia se había convertido casi en servilismo. Miles se recostó en su silla y lo soltó con un movimiento de la mano.

—Vete a jugar, niño.

Zed no necesitaba que le metieran prisa. Él y sus compañeros salieron disparados como si hubieran estado atados y con la cuerda tensa y alguien los hubiera soltado de pronto.

Miles tamborileó los dedos sobre el brazo de su sillón y frunció el ceño en un silencio que ni Pym ni Dea se atrevieron a romper.

—Esta gente de las colinas es muy ignorante, señor —ofreció Pym como consuelo después de un minuto.

—Esta gente de las colinas es
mi gente
, Pym. Su ignorancia es… una vergüenza para mi casa. —Miles calló pensativo y amargado. ¿Cómo era que todo ese lío se había convertido en algo suyo? Él no lo había creado. Históricamente, sólo había nacido allí, eso era todo—. La persistencia de su ignorancia, por lo menos —corrigió para ser justo. Pero todavía le pesaba como una montaña sobre los hombros ¿El mensaje es de verdad tan complejo? ¿Tan difícil? «No matéis más a los niños.» No es como si les pidiéramos que aprendieran la matemática de navegación del espacio 5 —el horror del último semestre de Miles en la Academia.

—No es fácil para ellos —contestó Dea y se encogió de hombros—. Es fácil para las autoridades centrales hacer las reglas, pero esta gente tiene que vivir las consecuencias minuto a minuto. Tienen tan poco… y las nuevas reglas los obligan a entregar su margen a otros marginales que no pueden pagarles lo que deben. Las viejas costumbres eran sabias, en los tiempos antiguos. Incluso ahora deberíamos preguntarnos cuántas reformas prematuras podemos permitirnos en este intento de copiar a las galaxias.

¿Y cuál es su definición de un marginal, Dea?

—Pero el margen está creciendo —respondió Miles en voz alta—. Los lugares como éste ya no sufren hambrunas todos los inviernos. No están aislados cuando viene un desastre natural y reciben ayuda de un distrito u otro bajo el sello imperial… todos estamos más conectados, y la comunicación aumenta con tanta rapidez como podemos. Además —Miles hizo una pausa y agregó, con algo de debilidad—, tal vez usted mismo los está subestimando.

Dea alzó las cejas en un gesto de profunda ironía. Pym caminaba de un lado a otro de la galería, pasando su detector sobre todo lo que veía, mientras volvía a revisar los arbustos que les rodeaban. Miles, que se volvió sobre la silla para buscar su taza de té ya casi frío descubrió un leve movimiento, un brillo de ojos, detrás del vidrio abierto de la ventana de enfrente que dejaba entrar el aire del verano… La señora Karal, de pie, helada, escuchando. ¿Desde hacía cuánto tiempo? Desde que había llamado a Zed, supuso Miles, e hizo un gesto para llamarle la atención. Cuando sus ojos se encontraron con los de Miles, ella levantó el mentón, respiró hondo y sacudió la tela que tenía entre las manos con un ruido brusco. Intercambiaron un asentimiento de cabeza. Ella volvió a su trabajo antes de que Dea, que estaba mirando lo que hacía Pym, se diera cuenta de nada.

Karal y Alex volvieron sobre la hora de cenar, lo cual era comprensible.

—Tengo a seis hombres en la búsqueda —informó Karal con cautela en la galería, que se estaba convirtiendo en el cuartel general oficial. Era obvio que el portavoz había caminado mucho desde la media tarde. Tenía la cara empapada de sudor, endurecida por las tensiones emocionales reprimidas y el esfuerzo físico—. Pero creo que Lem se fue a la maleza. Y nos puede llevar días sacarlo de ahí. Hay cientos de lugares para esconderse.

Karal conocía el lugar, eso era seguro.

—¿No cree que se puede haber ido con algún pariente? —preguntó Miles—. Si piensa esconderse durante mucho tiempo, seguramente tiene que conseguir un lugar donde aprovisionarse y recibir información. Si aparece, ¿cree que lo entregarán?

—Es difícil decirlo. —Karal levantó la palma hacia arriba. Es… un problema difícil para ellos, señor.

BOOK: Fronteras del infinito
13.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Shepherd's Life by James Rebanks
Nympho by Andrea Blackstone
Turning the Page by Georgia Beers
The New Bottoming Book by Dossie Easton, Janet W. Hardy
Overdrive by Simpson, Phillip W.
Catching Serenity by JoAnn Durgin
The Warning by Davis Bunn
The Early Ayn Rand by Ayn Rand
A Little Bit Sinful by Robyn Dehart