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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (3 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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Miles frunció el ceño, pensativo, mirando a la mujer de arriba abajo. Los detalles corroboraban lo que ella decía que era, y eso se agregaba a una sensación sólida, aunque subliminal, de algo cierto que tal vez escapaba a la paranoia profesional de los que trabajan en seguridad.

—Es verdad, cabo —dijo Miles—. Tiene derecho a apelar, primero frente al magistrado del distrito, después frente a la corte del conde. Y el magistrado de distrito estará fuera dos semanas.

Ese sector del distrito nativo del conde Vorkosigan sólo tenía un magistrado, cargado de trabajo, que viajaba por un circuito que incluía el pueblo de Vorkosigan Surleau, junto al lago, pero el pueblo lo recibía sólo un día al mes. Y como la región del país del primer ministro estaba plagada de guardias de seguridad imperial cuando llegaba el gran señor, y se vigilaba con mucho cuidado cuando no estaba, los que causaban problemas solían irse con la música a otra parte.

—Regístrela y déjela entrar —ordenó Miles—. Yo asumo toda la responsabilidad.

El guardia era uno de los mejores de la Seguridad Imperial, entrenado para buscar asesinos hasta en su propia sombra. Parecía escandalizado, y bajó la voz para decirle a Miles:

—Señor, si todos los lunáticos de esta región entraran en las instalaciones cuando quisieran…

—Yo la llevaré. Voy para allá.

El guardia se encogió de hombros, impotente, y estuvo a punto de cuadrarse: era obvio que Miles no estaba uniformado. Finalmente, sacó un detector de su cinturón y organizó todo un espectáculo alrededor de un registro muy cuidadoso de la mujer. Miles se preguntó si se habría sentido tentado a desnudarla si él no hubiera estado allí. Cuando el guardia terminó de demostrar lo concienzudo, leal y eficiente que era, abrió la llave del gran portón, introdujo el código —incluyendo el estudio de la retina de la mujer— en el monitor del ordenador y se hizo a un lado con una pose un poco exagerada de descanso militar. Miles sonrió ante esa forma de expresar desagrado y avanzó, con la mujer agotada asida por el codo, por el sendero zigzagueante que se abría detrás de los portones.

Ella evitó su roce apenas pudo, pero no hizo el gesto supersticioso y lo miró con ojos llenos de una curiosidad extraña y voraz. Hubo un tiempo en que esa fascinación abierta y llena de repulsión frente a las peculiaridades de su cuerpo obligaba a Miles a apretar los dientes; ahora sabía tomarla con un humor en él que apenas quedaba rastro de amargura. Ya aprenderían, todos ellos. Ya aprenderían.

—¿Es usted servidor del conde Vorkosigan, hombrecito? —le preguntó ella con cautela.

Miles pensó un momento.

—Sí —contestó al final. Después de todo, la respuesta era la verdad en todos los sentidos excepto en el que ella había hecho la pregunta. Refrenó la tentación de decirle que era el bufón de la corte. Por la mirada que había en esos ojos, era evidente que ella tenía problemas mucho más serios que los de Miles.

Aparentemente, no creía en su suerte, a pesar de la determinación que había demostrado en la puerta, porque mientras trepaban hacia lo que había sido su meta en ese viaje, un pánico creciente empalideció aún más sus rasgos, que casi parecían enfermos.

—¿Cómo… cómo le hablo? —se atragantó—. ¿Tengo que hacerle una reverencia…? —Se miró como si se diera cuenta por primera vez de que la suciedad, el sudor y la delgadez la marcaban de arriba abajo.

Miles refrenó la tentación de bromear: Arrodíllese
y golpee tres veces el suelo con la frente antes de hablar, eso es lo que hace el personal general
, y dijo:

—Simplemente, quédese de pie y diga la verdad. Trate de ser clara. Él le dirá qué hacer de ahí en adelante. Después de todo —Miles torció los labios—, no le falta experiencia.

Ella tragó saliva.

Hacía unos cien años, la residencia de verano de los Vorkosigan había sido una barraca para los guardias, parte de las fortificaciones externas del gran castillo construido sobre el risco, por encima del pueblo de Vorkosigan Surleau. Ahora el castillo estaba en ruinas y las barracas se habían transformado en una residencia baja y cómoda de piedra, modernizada y remodernizada, construida de acuerdo con el paisaje con cierto sentido artístico y rodeada de flores brillantes. Habían ampliado las aberturas que había en las paredes para lanzar las flechas y las habían convertido en ventanas que daban al lago. Había una antena de comunicaciones sobre el techo. También habían levantado una nueva barraca para los guardias, escondida entre los árboles de la ladera, pero sin aberturas para las flechas.

Un hombre con la librea castaña y plateada de los guardias y servidores personales del conde salió de la puerta principal de la residencia justo en el momento en que Miles se acercaba con la mujer desconocida. Era el nuevo… ¿cómo se llamaba? Pym, ése era su nombre.

—¿Dónde está el señor conde? —le preguntó Miles.

—En el pabellón superior, tomando el desayuno con la señora. —Pym echó una mirada a la mujer y esperó en una postura de educada interrogación.

—Ah, bueno, esta mujer ha andado cuatro días para hacer una denuncia frente a la corte del magistrado de distrito. La corte no está aquí, pero el conde sí, así que ahora quiere saltarse un paso y llegar arriba de golpe. Me gusta su estilo. ¿La llevas, por favor?

—¿Durante el desayuno? —preguntó Pym.

Miles miró a la mujer.

—¿Ya ha desayunado?

Ella negó con la cabeza sin decir nada.

—Suponía que no. —Miles volvió las palmas hacia arriba, como para expresar que la dejaba en manos del guardia—. Ahora lo va a tomar.

—Mi padre murió en el Servicio —repitió la mujer en voz muy baja—. Tengo derecho. —Ahora la frase parecía convencerla casi tanto como a los demás.

Pym, aunque no había nacido en las colinas, por lo menos era hombre del distrito.

—Así es la vida —suspiró y le hizo un gesto a la mujer para que lo siguiera sin agregar palabra. Los ojos de ella se abrieron y mientras lo seguía alrededor de la casa, miró por encima del hombro a Miles.

—¿Hombrecito…?

—Simplemente, quédese de pie —le gritó él. La vio desaparecer detrás del recodo de la casa, sonrió y subió de dos en dos los escalones de la entrada principal.

Después de una ducha fría y un afeitado, Miles se vistió en su habitación, mirando el extenso lago. Se vistió con mucho cuidado, tanto como el que había tenido para las ceremonias de la Academia del Servicio y la Revista Imperial hacía dos días. Ropa interior limpia, una camisa color crema de manga larga, pantalones verde oscuro con un vivo al costado. Una túnica verde de cuello alto hecha a medida. Los rectángulos nuevos de color celeste que formaban la insignia de su rango alineados sobre el cuello pedacitos de plástico que se le metían en la mandíbula y le molestaban todo el rato. Se colocó las abrazaderas de las piernas y se puso las botas, que le llegaban hasta la rodilla y estaban lustradas y brillantes como espejos. Les quitó una mota de polvo con el pantalón del pijama, que tenía a mano en el suelo, en el sitio en que lo había dejado antes de irse a nadar.

Se enderezó y se miró en el espejo. El cabello oscuro ni siquiera había empezado a recuperarse del corte anterior a las ceremonias de graduación. Una cara pálida, de rasgos afilados, bolsas no del todo disipadas bajo los ojos grises, éstos no demasiado enrojecidos… ah, por desgracia los límites de su cuerpo le obligaban a abandonar las celebraciones mucho antes de poder hacerse daño a sí mismo.

Los ecos de la última celebración todavía hervían en silencio en su cabeza y su boca se torció en una sonrisa. Ahora estaba en camino, tenía la mano firmemente apoyada en el peldaño inferior de la escalera más alta de Barrayar: el Servicio Imperial. En el Servicio no había puestos de favor, ni siquiera para los hijos del viejo Vor. Tienes sólo lo que te has ganado. Sus hermanos oficiales podían estar tranquilos al respecto, aunque la gente de fuera se preguntara si había entrado allí por ser quien era. Al final se había ganado una posición que lo dejaba en un buen lugar frente a todos los que dudaban. Ahora, arriba y sin mirar atrás.

Una última ojeada al espejo. Con el mismo esmero que había puesto en vestirse, Miles reunió los objetos que necesitaba para su tarea. Los rectángulos blancos del rango anterior, cadete en la Academia. La segunda copia escrita a mano de su nueva comisión de oficial en el Servicio Imperial de Barrayar, comprada para ese día. Una copia sobre papel de sus méritos en los tres años de la Academia, con todas sus recomendaciones (y deméritos). En la transacción que iba a llevar a cabo no tenía sentido ser otra cosa que absolutamente honesto. Buscó el trípode y el brasero de bronce, envuelto en terciopelo para darle lustre en un cajón de un armario del piso interior, junto con una bolsa de plástico llena de madera de enebro seca. Y fósforos químicos.

Salió por la puerta trasera y se dirigió colina arriba. El camino se bifurcaba en medio del parque, y subía hacia el pabellón de la cima, luego doblaba a la izquierda, hacia un área que parecía un jardín rodeado por una pared baja de campo. Miles entró por un portón.

—Buenos días, antepasados locos —dijo, y después dominó su humor. Tal vez el calificativo fuera cierto, pero la ocasión requería respeto.

Avanzó despacio por entre las tumbas hasta que llegó a la que buscaba, se arrodilló y colocó en el suelo el brasero y el trípode mientras tarareaba una tonada. La lápida tenía una inscripción sencilla
General conde Piotr Pierre Vorkosigan
y las fechas. Si hubieran tratado de grabar todos los honores y logros acumulados, habrían tenido que utilizar microimpresión.

Miles apiló la leña, los carísimos papeles, los pedazos de tela y un mechón de cabello negro que había recogido en ese último corte. Encendió el fuego y se puso en cuclillas para ver cómo se quemaba. A lo largo de los años había ensayado cientos de versiones de ese momento en su cabeza, desde oraciones públicas solemnes con músicos hasta danzar desnudo sobre la tumba del anciano. Al final se había decidido por esa ceremonia privada y tradicional. Sólo para los dos.

—Bueno, abuelo —murmuró—. Aquí estamos, a pesar de todo. ¿Satisfecho?

El caos de las ceremonias de graduación ya quedaba atrás, los esfuerzos enloquecidos de los últimos tres años y todo el dolor se reducían a esto. Pero la tumba no habló, no dijo:
«Bien hecho, ahora puedes descansar.»
Las cenizas no emitieron mensajes, no hubo visiones en el humo que se elevaba hacia el cielo. El brasero pronto quemó todo. Tal vez no había bastante leña.

Miles se puso en pie, se sacudió las botas en silencio, bajo la luz del sol. ¿Qué había esperado? ¿Aplausos? ¿Por qué estaba allí, en realidad? ¿Bailar sobre los sueños de un viejo…? ¿A quién beneficiaba en definitiva su Servicio? ¿Al abuelo? ¿A sí mismo? ¿Al pálido emperador Gregor? ¿A quién le importaba?

—Bueno, viejo —susurró y después gritó—: ¿AHORA YA ESTÁS SATISFECHO? —El eco lo repitió.

Alguien se aclaró la garganta a su espalda y Miles se volvió en redondo como un gato escaldado, con el corazón en la boca.

—Ejem… señor —dijo Pym con cuidado—. Perdóneme, no quería interrumpir… nada. Pero el conde, su padre, quiere que vaya a verlo al pabellón superior.

La expresión de Pym era imperturbable. Miles tragó saliva y esperó que el calor que sentía en las mejillas disminuyera un poco.

—Bien —dijo y se encogió de hombros—. De todos modos, el fuego ya casi se ha consumido. Lo limpiaré todo después. No… que nadie toque nada.

Pasó junto a Pym y no miró atrás.

El pabellón era una estructura simple de madera plateada y abierto por los cuatro costados para que entrara la brisa: esa mañana una leve ráfaga del oeste. Tal vez haría buen tiempo para navegar en el lago por la tarde. Sólo le quedaban diez preciosos días antes de volver a casa y Miles quería hacer muchas cosas, Incluyendo el viaje a Vorbarr Sultana con su primo Iván para recoger el nuevo avión rápido. Y después, su primera misión… en una nave, esperaba Miles. Había tenido que vencer una tentación muy fuerte para no pedir a su padre que se asegurara de que esa primera misión fuera realmente en una nave. Aceptaría cualquier misión que le deparara el destino, ésa era la primera regla del juego. Ganaría con la mano que le entregara el
croupier

El interior del pabellón estaba sombrío y fresco después del resplandor del exterior. Lo habían amueblado con sillas y mesas viejas y cómodas, una de las cuales todavía mostraba los restos de un noble desayuno. Miles vio mentalmente dos tortas de aceite solitarias sobre una bandeja llena de migas, quizá para él. La madre de Miles, que se inclinaba a coger su taza, sonrió desde el otro lado de la mesa.

El padre, sentado en un sillón viejo, llevaba una camisa de cuello abierto y pantalones cortos. Aral Vorkosigan era robusto, de cabello gris, mandíbula grande, cejas espesas, con cicatrices. Una cara que se prestaba para la caricatura salvaje…, Miles había visto algunas en la prensa de la oposición y en las historias que escribían los enemigos de Barrayar. Bastaba con agregar una línea para que esos ojos penetrantes y agudos se transformaran en ojos de tonto y se prestaran a la parodia archiconocida del dictador militar.

« ¿Y hasta dónde lo persigue el fantasma del abuelo? —se preguntó Miles—. No lo demuestra demasiado. Pero claro, no tiene por qué hacerlo.» El almirante Aral Vorkosigan, estratega mayor del espacio, conquistador de Komarr, héroe de Escobar, regente imperial durante dieciséis años y poder supremo en Barrayar en todo excepto en el nombre. Y entonces puso el broche de oro, confundió a la historia y a todos los testigos, tan seguros de sí mismos, y acumuló mayor honor y gloria del conocido hasta el momento al renunciar
voluntariamente y transferir
el mando al emperador Gregor cuando éste llegó a la mayoría de edad. Claro que el título de primer ministro no dejaba de ser un buen retiro para un regente y el conde todavía no daba muestras de querer dejar el cargo en manos de nadie.

Y así, la vida del almirante Aral podía enfrentarse a la del general Piotr con una mano de naipes impresionante. ¿Dónde quedaba el alférez Miles, entonces? Con dos cartas de dos y un comodín. Tendría que darse por vencido o empezar a mentir como un loco…

La mujer de la colina estaba sentada sobre un almohadón con una torta de aceite a medio comer en la mano, mirando atónita a Miles en toda su fuerza y elegancia. Cuando él la miró a su vez, la mujer apretó los labios y se le encendieron los ojos. Su expresión era extraña… ¿Rabia? ¿Excitación? ¿Vergüenza? ¿Diversión? ¿Una extraña mezcla de todo? ¿Y
quién pensabas que era yo, mujer
?

BOOK: Fronteras del infinito
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