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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (2 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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—En cuanto a tus misiones… —dijo Illyan con firmeza.

Ah. Así que esta visita no era sólo una expresión de apoyo personal, si es que Illyan había demostrado alguna vez interés personal. No. Obviamente era por algo difícil de comunicar.

—Tienes mis informes —insinuó Miles con cautela.

—Tus informes, como siempre, son obras maestras del doble sentido y la ambigüedad —replicó Illyan. Sonaba del todo sereno al respecto.

—Bueno… ya sabes… cualquiera podría leerlos. Nunca se sabe.

—Eso de «cualquiera» me parece una exageración —dijo Illyan—. Pero está bien.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Dinero. En concreto, la justificación de ciertos gastos.

Tal vez eran las drogas que le habían metido en el cuerpo, pero Miles no entendía nada.

—¿No estás conforme con mi trabajo? —preguntó, casi como un ruego.

—Aparte de tus heridas, los resultados de tu última misión son altamente satisfactorios… —empezó a decir Illyan.

—Será mejor que lo sean —murmuró Miles, con amargura.

—… y tus últimas… aventuras… en la Tierra todavía son secretas. Las discutiremos más tarde.

—Antes tengo que informar a algunas autoridades superiores —interrumpió Miles.

Illyan hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—Entiendo. No. Estas acusaciones vienen de la época de lo de Dagoola y de antes.

—¿Acusaciones? —murmuró Miles sorprendido.

Illyan lo estudió, pensativo.

—Considero que lo que gasta el emperador para mantener tu conexión con los Mercenarios Libres Dendarii vale sólo como medida de seguridad interna. Si tuvieras un puesto permanente… digamos en el Cuartel General Imperial aquí, en la capital, serías el centro de movimientos y complots a todas horas. Te rondarían no sólo los que buscan puestos o favores, sino también cualquiera que quisiera llegar a tu padre a través de ti. Como ahora.

Miles entrecerró los ojos como si al enfocar mejor la mirada pudiera también centrar sus pensamientos.

—¿Eh?

—Recientemente, ciertos individuos de la Contaduría Imperial han estado estudiando con lupa los informes de las operaciones secretas de la flota mercenaria. Algunas de tus cuentas de gastos en reemplazos de equipo son realmente escandalosas. Más de una vez. Incluso desde mi punto de vista. Y a esta gente le gustaría mucho probar algún tipo de estafa. Una corte marcial acusándote de llenarte los bolsillos con el dinero del emperador sería en este momento del todo inconveniente para tu padre y para toda la Coalición Centrista.

Miles soltó un suspiro. Illyan le había dejado sin habla.

—¿Tan lejos ha llegado?

—Todavía no. Y voy a taparlo antes de que se destape del todo. Pero para hacerlo necesito más detalles. Para no operar a ciegas, como me ha ocurrido con otros de tus problemas más complejos… No sé si recordarás el mes que pasé en mi propia cárcel por tu culpa… —Illyan parecía furioso.

—Eso fue parte de un complot contra papá —protestó Miles.

—Y si interpreto bien las señales, esto también. El conde Vorvolk, de Contaduría, es la punta de lanza y es de una lealtad deprimente, además de tener el… apoyo personal del emperador. No se le puede tocar. Pero sí manipular, me temo. Y le prepararon un cebo excelente. Cree que se está portando como un buen perro guardián. Cuando hace una pregunta, se pone tanto más insistente cuanto más ambigua sea la respuesta. Tenemos que manejarlo con muchísimo cuidado, esté equivocado o no…

—¿O no…? —suspiró Miles. En ese momento se dio cuenta de la importancia vital del momento que había elegido Illyan para venir a verlo. No era su ansiedad por la salud de un subordinado herido. Era para poder llevar a cabo el interrogatorio justo después de la cirugía, cuando Miles estaba débil, dolorido, drogado, tal vez confundido…—. ¿Por qué no me das la pentarrápida y terminamos con esto? —le espetó a Illyan.

—Porque leí el informe sobre tu reacción idiosincrática ante las drogas de la verdad —contestó Illyan con voz tranquila y ecuánime—. Eso sí que es una lástima.

—Podrías retorcerme el brazo. —Miles tenía un regusto amargo en la boca.

La expresión de Illyan era seca y adusta.

—Lo había pensado. Pero he decidido dejárselo a los cirujanos.

—¿Sabes? Hay días en que eres realmente un hijo de puta, Simon.

—Sí, lo sé —Illyan siguió sentado inconmovible e inmóvil. Esperando. Vigilando—. Tu padre no puede permitirse un escándalo en el Gobierno. No este mes. No en medio de esta lucha por el poder. Tenemos que aplastar este complot, esté basado en la verdad o no. Lo que se diga en esta habitación quedará entre tú y yo. Absolutamente. Pero tengo que saber los detalles.

—¿Me estás ofreciendo una amnistía? —La voz de Miles era baja, peligrosa. Sentía que el corazón le latía en el pecho.

—Si fuera necesario… —La voz de Illyan no denotaba ninguna expresión.

Miles no podía crispar las manos, ni siquiera las sentía, pero se le doblaron los dedos de los pies. Descubrió que estaba jadeando porque le faltaba el aire, lleno como estaba de rabia; la habitación parecía temblar frente a sus ojos.

—¡Hijo de puta…! ¡Maldito! ¿Te atreves a llamarme ladrón? agitó en la cama, dando patadas a las mantas. Su monitor médico empezó a dar la alarma. Los brazos de Miles eran pesos inútiles que le colgaban de los hombros y se agitaban sin nervios ni sensación alguna—. Como si yo fuera capaz de robar a Barrayar, nada menos… Como si fuera capaz de robar a mis propios muertos… —Lanzó los pies hacia fuera de la cama y se sentó con un esfuerzo doloroso de los músculos del abdomen. Mareado, medio desmayado incluso, osciló hacia delante sin manos para sostenerse.

Illyan saltó para frenarlo antes de que cayera de bruces sobre el colchón.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo, muchacho?

Miles no estaba seguro.

—¿Pero qué le está haciendo a mi paciente? —gritó el doctor militar, mientras entraba como una tromba en la habitación—. ¡Este hombre acaba de sufrir una operación importante!

El doctor estaba asustado y furioso; el enfermero que lo seguía, también asustado, trató de impedir que su superior cometiera un error, y tomándolo del brazo le susurró:

—¡Es el jefe de Seguridad Illyan, señor!

—Sé quién es. No me importa que sea el fantasma del emperador Dorca. No voy a permitir que siga con sus… asuntos aquí. —El doctor miró a Illyan con furia y valentía—. Su interrogatorio, o lo que sea, puede llevarse a cabo en su cuartel general, mierda. No permito ese tipo de cosas en mi hospital. ¡Todavía no he dado de alta a este paciente!

Illyan lo miró intrigado primero, y después indignado.

—No estaba…

Miles pensó en tocar artísticamente ciertas terminaciones nerviosas de su cuerpo y gritar pero en ese momento no podía tocar nada.

—Las apariencias pueden ser tan engañosas —ronroneó en el oído de Illyan mientras se derrumbaba entre sus brazos. Sonrió con maldad a través de los dientes apretados. Le tembló el cuerpo, como en un ataque, y la capa de sudor frío que le bañaba la frente no era del todo fingida.

Illyan lo miró con el ceño fruncido pero volvió a ponerlo sobre la cama con mucho cuidado.

—No hay problema —dijo Miles al doctor con voz muy aguda—. Está bien. Estaba… estaba… —Disgustado no parecía la palabra correcta: durante un momento sintió que iba a explotarle la cabeza—. No importa.

Era obvio que había perdido el control, sí y eso era horrible. Pensar que Illyan, al que había conocido desde siempre, su jefe, que siempre parecía haber confiado en él implícitamente… porque si no le tenía confianza, ¿para qué lo enviaba a una serie de misiones independientes, tan lejos del alcance de su control? Miles se había sentido orgulloso de que confiaran en él de esa manera a pesar de su juventud como oficial, se había sentido orgulloso de que controlaran tan poco sus operaciones secretas… ¿O era que toda su carrera hasta el momento había sido no un servicio que el Imperio necesitara con urgencia sino un complot para sacarse del medio a un Vor peligrosamente torpe? Soldados de juguete… no, no tenía sentido. Un estafador. Fea palabra. Qué insulto terrible a su honor y a su inteligencia…, como si él no hubiera sabido nunca de dónde venían los fondos del Imperio y a qué costo.

La rabia que había sentido al principio dio paso a una depresión oscura. Le dolía el corazón. Se sentía manchado, sucio. ¿Acaso Illyan…, ¡Illyan!, podía pensar, aunque fuera por un segundo…? Sí, sí. Illyan no habría estado allí, no habría hecho eso si no estuviera preocupado de verdad, asustado con la idea de que esas acusaciones pudieran probarse. Para su horror, Miles descubrió que estaba llorando. A la mierda con esas drogas.

Illyan lo contemplaba con inquietud.

—De una forma u otra, Miles, mañana tengo que justificar tus gastos… que son los de mi departamento.

—Prefiero que me hagan una corte marcial.

Illyan apretó los labios.

—Volveré más tarde. Cuando hayas dormido algo. Tal vez entonces seas más coherente.

El doctor se acercó, examinó a Miles, le dio otra maldita droga y se fue. Miles, que se sentía de plomo, se volvió hacia la pared, no para dormir, sino para recordar.

LAS MONTAÑAS DE LA AFLICCIÓN

Miles oyó llorar a la mujer mientras trepaba la colina desde la orilla del extenso lago. No se había secado después del baño, porque la mañana prometía un calor agobiante. El agua del lago se deslizaba, fresca, sobre su pecho desnudo y su espalda, y le molestaba entre las piernas, cayendo desde los pantalones cortos y deshilachados. Las abrazaderas de las piernas le rozaban la piel mojada al pasar por entre los arbustos, corriendo al estilo militar. Le crujían los zapatos viejos y húmedos. Se detuvo con curiosidad cuando oyó las voces.

La voz de la mujer estaba cargada de dolor y de cansancio.

—Por favor, señor, por favor. Lo único que quiero es justicia…

La voz del guardia de la puerta principal estaba llena de irritación y vergüenza al mismo tiempo.

—No soy un señor. Vamos, levántate, mujer. Vuelve a tu aldea y díselo al magistrado de distrito.

—¡Le digo que vengo de allí! —La mujer no se movió. Seguía arrodillada cuando Miles salió de los arbustos y vio la escena desde el otro lado de la ruta pavimentada—. El magistrado no vuelve hasta dentro de varias semanas. He caminado cuatro días para llegar aquí. Me queda poco dinero… —La esperanza vibró en su voz y dobló y enderezó la columna mientras buscaba en el bolsillo de su falda. Luego tendió las manos hacia el guardia—. Un marco y veinte, es todo lo que tengo; pero…

El ojo exasperado del guardia cayó sobre Miles y se enderezó con brusquedad, como si tuviera miedo de que Miles sospechara que él se sentía tentado por un soborno tan ínfimo.

—¡Fuera, mujer! —ordenó.

Miles levantó una ceja y avanzó cojeando hacia la puerta principal.

—¿Qué ocurre, cabo? —preguntó con voz tranquila.

El cabo de guardia era un préstamo de la Seguridad Imperial y usaba el uniforme verde de cuello alto del Servicio de Barrayar. Estaba sudado e incómodo bajo la luz brillante de la mañana de ese distrito del Sur, pero Miles se dio cuenta de que el hombre prefería hervir hasta la muerte antes que sacarse el cuello en ese puesto. No tenía acento local, era un hombre de ciudad, de la capital, donde los problemas como el que tenía de rodillas frente a sí iban a parar a manos de una burocracia más o menos eficaz.

La mujer, en cambio, era de allí mismo… tenía la palabra «provinciana» grabada sobre todo el cuerpo. Y obviamente venía de un pueblo muy pequeño. Era más joven de lo que sugería su voz llena de preocupación y dolor. Alta, roja y afiebrada de tanto llorar, con el cabello rubio y lacio cayéndole sobre una cara flaca como la de un hurón, y ojos grises y saltones. Si la hubieran lavado, alimentado y hubiera estado descansada, alegre y confiada, tal vez habría podido adquirir algo parecido a la belleza, pero se había quedado muy lejos de eso a pesar de que tenía un cuerpo notable. Delgada pero de senos llenos… no, Miles se corrigió mientras cruzaba la calle y llegaba a la puerta. Tenía el corsé manchado de leche seca aunque no llevaba un bebé en brazos. La forma de los senos era temporal. Llevaba puesto un vestido gastado cosido a mano, simple y basto. Tenía los pies descalzos, llenos de callos, heridos y con arañazos.

—No pasa nada —le aseguró el guardia a Miles—. Márchate —susurró a la mujer.

Ella se levantó de su posición de rodillas pero se sentó, donde estaba, empecinada.

—Voy a llamar al sargento —amenazó el guardia mientras la miraba con cautela—, él la sacará de aquí.

—Espere un momento —dijo Miles.

Ella miró a Miles desde abajo, con las piernas cruzadas, sin saber si identificarlo o no como una esperanza. La ropa de Miles no le daba ninguna pista. Él levantó el mentón y esbozó una sonrisa. Una cabeza demasiado grande, un cuello demasiado corto, la espalda agobiada con una columna torcida, piernas extrañas que atraían la mirada con sus abrazaderas brillantes de aluminio y los huesos frágiles que se rompían cada dos por tres. Si la mujer de las colinas hubiera estado de pie, Miles apenas le habría llegado al hombro. Ahora esperó, aburrido, a que la mano de ella hiciera el signo de la equis que usaban en los pueblos pequeños contra las mutaciones, pero la mano sólo tembló y se transformó en un puño.

—Tengo que ver a mi señor conde —dijo ella, dirigiéndose a un punto incierto entre el guardia y Miles—. Tengo derecho. Mi padre murió en el Servicio. Tengo derecho.

—El primer ministro, el conde Vorkosigan —afirmó el guardia serio y tenso— ha venido a este estado secundario a descansar. Si estuviera trabajando, ya habría vuelto a Vorbarr Sultana. —El guardia parecía estar deseando viajar él a Vorbarr Sultana en ese mismo momento.

La mujer aprovechó la pausa.

—Usted es sólo un hombre de ciudad. Él es mi conde. Mi derecho.

—¿Para qué quiere ver al conde Vorkosigan? —preguntó Miles con paciencia.

—Asesinato —gruñó la niña-mujer. El guardia de seguridad hizo un leve movimiento espasmódico—. Quiero denunciar un asesinato.

—¿No debería denunciarlo primero frente al portavoz de su pueblo? —preguntó Miles con un gesto para calmar al guardia, que estaba cada vez más inquieto.

—Ya lo he hecho. Y no quiere hacer nada, nada. —La rabia y la frustración le quebraron la voz—. Dice que ya está hecho. Terminado. No quiere tomarme la denuncia, dice que es una estupidez. Que sólo le causaría problemas a todo el mundo, dice. Pero a mí no me importa! ¡Yo quiero justicia!

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