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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (10 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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Dea y Pym se durmieron pronto, pero Miles seguía despierto. Se revolvió en su jergón mientras revisaba una y otra vez en su mente lo que había sucedido durante el día, tal como lo recordaba. ¿Estaba haciendo las cosas con demasiada lentitud?, ¿iba con demasiado cuidado?, ¿estaba haciendo cálculos demasiado conservadores? La suya no era exactamente una buena técnica de asalto, estilo sorpresa acompañada de fuerza superior. La visión que había tenido del terreno desde la galería de Karal esa noche había sido por lo menos ambigua.

Por otra parte, no era lógico cargar por un pantano, como había demostrado tan memorablemente su compañero cadete y primo Iván Vorpatril en las maniobras de verano. Había hecho falta un gran aparato a colchón de aire con una grúa para sacar a seis grandes, fuertes, saludables y bien equipados jóvenes de la patrulla de Iván del barro negro y pegajoso que les llegaba hasta el pecho. Iván se había vengado, sin embargo, cuando el cadete «francotirador» que habían estado persiguiendo, se cayó del árbol y se rompió el brazo por reírse como un loco mientras ellos se hundían lentamente, con toda belleza, en el fango del pantano. Ese fango que para un hombrecito con el rifle láser atado en una tela plástica era agua en la que se podía nadar como las ranas. Los jueces del juego de guerra lo habían considerado un empate. Miles se rascó la frente, sonrió ante el recuerdo y finalmente se durmió.

Se despertó de pronto y sin transición del sueño más profundo de la noche con la sensación de que algo andaba mal. Un brillo leve y anaranjado temblaba en la oscuridad azul del altillo. Sin hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Miles se levantó de su jergón y miró hacia la habitación principal. El brillo llegaba por la ventana del frente.

Miles se deslizó por la escalera y se acercó a la ventana para echar una mirada afuera.

—Pym —llamó con suavidad.

Pym se despertó de golpe con una especie de bufido.

—¿Milord? —dijo, alarmado.

—Baja. Rápido. Trae el bloqueador nervioso.

Pym estuvo a su lado en menos de un segundo. Dormía con los pantalones puestos y la funda del bloqueador y las botas junto a la almohada.

—¿Qué mierda…? —murmuró, mirando hacia afuera.

El brillo lo provocaba un fuego, una antorcha arrojada sobre la parte superior de la tienda de campaña de Miles ardía en silencio. Pym se lanzó hacia la puerta, después controló sus movimientos cuando se le ocurrió lo mismo que a Miles. Esa carpa era del Servicio, y la tela sintética estaba hecha para resistirlo todo: no se fundía ni se quemaba.

Miles se preguntó si la persona que había lanzado la antorcha lo sabía. ¿Se trataba de algún tipo de extraña advertencia o de un ataque particularmente inepto? Si la tienda de campaña hubiera sido de lona común y Miles hubiera estado en ella, el resultado tal vez no habría sido tan insignificante. Peor todavía con los chicos de Karal allí dentro y un fuego brusco y violento… Miles se estremeció.

Pym sacó el bloqueador de la funda y se quedó de pie, apoyado en la puerta de entrada.

—¿Cuánto tiempo hace?

—No estoy seguro. Podría haber estado quemándose así durante diez minutos sin despertarme.

Pym meneó la cabeza, respiró un poco, levantó el detector y se lanzó hacia la oscuridad teñida por el fuego.

—¿Problemas, milord? —La voz ansiosa del portavoz Karal llegaba desde la puerta de su dormitorio.

—Tal vez. Espere… —Miles lo detuvo cuando él se lanzaba ya hacia la puerta—. Pym está revisando el área con un detector y un bloqueador nervioso. Espere a que él diga que todo está bien. Sus chicos están más seguros dentro de la tienda.

Karal se acercó a la ventana, retuvo el aliento y lanzó un juramento.

Pym volvió en unos minutos.

—No hay nadie, por lo menos en el radio de un kilómetro —dijo escuetamente. Ayudó a Karal a levantar el balde de las cabras y acabar con el fuego de la antorcha. Los muchachos, que habían seguido durmiendo con fuego y todo, se despertaron cuando él los sacudió.

—Creo que no ha sido una buena idea prestarles la tienda —dijo Miles desde la galería con la voz un poco ahogada—. Lo lamento, de veras, portavoz Karal. No lo pensé.

—Esto no debería… —Karal estallaba de rabia y miedo, un miedo que no había podido expresar antes—. Esto no debería haber pasado, milord. Pido disculpas en nombre… en nombre del valle Silvy. —Se volvió y miró hacia la oscuridad, sin saber qué hacer. El cielo de la noche, salpicado de estrellas, hermoso, parecía amenazador.

Los muchachos, una vez que los hechos atravesaron su somnolencia, pensaron que era maravilloso y quisieron volver a la tienda a esperar el próximo ataque. La señora Karal, firme y tensa, los llevó dentro y los hizo acostarse en la habitación principal. Pasó una hora antes de que dejaran de quejarse por la injusticia y volvieran a dormirse.

Miles, alerta hasta casi enloquecer, no durmió nada. Se quedó quieto y tieso en su jergón, escuchando a Dea, que roncaba, y a Pym, que fingía dormir por cortesía y no parecía respirar.

Estaba a punto de sugerirle que se dieran por vencidos y salieran a la galería por el resto de la noche, cuando el silencio se quebró con un grito agudo, muy fuerte, lleno de dolor, que venía de afuera.

—¡Los caballos! —Miles se puso de pie en un movimiento espasmódico, con el corazón desbocado, y ganó a Pym en la carrera hacia la escalera. Pym lo pasó dejándose caer por el costado en un salto y llegó a la puerta antes que él. Una vez ahí, sus reflejos de guardaespaldas lo obligaron a tratar de impedir que Miles saliera. Miles casi le mordió.

—¡Vaya, maldición! ¡Yo tengo un bloqueador nervioso!

Pym, con sus buenas intenciones frustradas, salió por la puerta de la cabaña con Miles pisándole los talones. A medio camino del patio, se movieron uno a cada lado cuando una forma enorme que bufaba apareció en la oscuridad y casi los derribó en su carrera; le yegua alazana, suelta de nuevo. Otro alarido quebró la noche desde el poste en que habían atado a los caballos.

—¡Tonto! —llamó Miles, casi enloquecido de pánico. Era Tonto quien hacía esos ruidos, y Miles no había oído nada semejante desde la noche en que se había quemado un cobertizo en Vorkosigan Surleau con un caballo atrapado dentro—. ¡Tonto!

Otro alarido y un gruñido, y un ruido como el de alguien que parte un melón con una porra. Pym salió disparado hacia atrás, respirando con dificultad, una especie de tartamudeo sonoro. De pronto, se dejó caer al suelo donde se quedó acostado, encogido sobre sí mismo. No estaba muerto, según parecía, porque entre un jadeo y otro se las apañaba para insultar al mundo con palabras muy fuertes. Miles se dejó caer junto a él, le tocó el cráneo… no, gracias a Dios el casco de Tonto había golpeado sólo el pecho de Pym con ese sonido alarmante. El guardaespaldas se había quedado sin aliento, eso era todo, tal vez tenía una costilla rota. Miles, con más lógica, corrió alrededor de él hacia el frente de las líneas de caballos.

—¡Tonto!

Gordo Tonto sacudía la cabeza contra la cuerda tratando de retroceder. Volvió a gritar; los ojos bordeados de blanco brillaban en la oscuridad. Miles corrió hasta la gran cabeza.

—¡Tonto, muchacho! ¿Qué es?

Deslizó la mano izquierda por la cuerda, hacia arriba, hasta el bozal de Tonto y estiró la derecha para acariciar el hombro del caballo y calmarlo. Gordo Tonto se encogió, dejó de hacer fuerza para retroceder y dejó de temblar. Sacudió la cabeza. La cara y el pecho de Miles se habían humedecido de pronto con algo caliente y oscuro y pegajoso.

—¡Dea! —aulló Miles— ¡Dea,
venga
!

Nadie dormía ya en medio de ese estruendo. Seis personas salieron a la galería y corrieron por el patio y ninguna de ellas traía una luz… no, el brillo refulgente de una luz fría saltó entre los dedos del doctor Dea, y la señora Karal intentaba encender una lámpara.

—¡Dea, traiga esa maldita luz para acá! —exigió Miles y se detuvo para acomodar la voz una octava más abajo, en su tono usual, cuidadosamente cultivado y bien grave.

Dea corrió hasta ellos y puso la linterna en manos de Miles jadeante y con la cara blanca.

—¡Milord! ¿Le han disparado? —En el brillo de la luz, el líquido negro que mojaba la camisa de Miles se había vuelto súbitamente escarlata.

—A mí no —dijo Miles, mirando su pecho con horror. Un recuerdo instantáneo le revolvió el estómago, y sintió frío con la visión de otra muerte ensangrentada, la del sargento Bothari a quien Pym había reemplazado, aunque nunca lo conseguiría.

Dea giró en redondo.

—¿Pym?

—Está bien —dijo Miles. Un zumbido largo se elevó desde el pasto a unos metros, una exhalación salpicada de obscenidades—. El caballo le ha dado una coz. ¡Traiga el equipo médico! —Miles arrancó la linterna de entre los dedos de Dea y éste corrió de nuevo hacia la cabaña.

Miles enfocó a Tonto con la luz y soltó un insulto en voz baja mientras sentía que el estómago se le revolvía todavía más. Un corte grande, de treinta centímetros y quien sabe qué profundidad, partía el cuello brillante del caballo. La sangre del animal le había empapado la chaqueta y le corría por la pantorrilla. Los dedos de Miles tocaron la herida con miedo y se extendieron, tratando de cerrarla, pero la piel del caballo era elástica y volvía a separarse y sangraba con fuerza mientras Gordo Tonto sacudía la cabeza por el dolor. Miles se aferró a la nariz del caballo.

—¡No te muevas, muchacho!

Alguien había tratado de cortar la yugular de Tonto. Casi lo había logrado. Tonto, manso, mimado, amistoso, confiado, no se había movido hasta que el cuchillo se hundió hasta bien adentro. Cuando volvió el doctor Dea, Karal estaba ayudando a Pym a ponerse de pie. Miles esperó que Dea lo revisara y después lo llamó:

—Venga, Dea.

Zed, que parecía tan horrorizado como Miles, ayudó a sostener la cabeza de Tonto mientras Dea inspeccionaba el corte.

—Pasé las pruebas —se quejaba Dea
sotto voce
mientras trabajaba—, vencí a los otros veinticuatro aspirantes al honor de ser el médico personal del primer ministro. Practiqué los procedimientos de setenta emergencias médicas posibles, desde trombosis coronaria a intento de asesinato. Nadie… pero nadie me dijo que mis obligaciones iban a incluir coser el cuello de un maldito caballo en mitad de la noche, en medio de una región salvaje y ululante…

Pero seguía trabajando mientras se quejaba, así que Miles no le dijo nada. Siguió mimando la nariz de Tonto con dulzura y frotándole hipnóticamente el dibujo oculto de los músculos para calmarlo y tranquilizarlo. Finalmente, Tonto se relajó lo suficiente como para apoyar el mentón sobre el hombro de Miles.

—¿Se les ponen anestésicos a los caballos? —preguntó Dea, en tono quejoso, mientras sostenía su bloqueador nervioso médico como si no estuviera demasiado seguro de lo que debía hacer con él.

—A éste, sí —dijo Miles con obstinación—. Trátelo como a una persona, doctor Dea. Es el último animal que entrenó personalmente mi abuelo. Él lo bautizó. Yo lo vi nacer. Lo entrenamos juntos. El abuelo me hacía alzarlo todos los días durante una semana entera después de que nació, hasta que se puso demasiado grande. Los caballos son animales de costumbres, dijo el abuelo, y las primeras impresiones les duran para siempre. Desde entonces, Tonto piensa que yo soy más grande que él.

Dea suspiró y preparó el bloqueo anestésico, la solución para esterilizar a su paciente, los antibióticos, los relajantes musculares y el pegamento biológico. Con toque de cirujano, afeitó los bordes de la herida y colocó una red para reforzarlos. Zed sostenía la luz con nerviosismo.

—El corte es limpio —dijo Dea—, pero va a sufrir mucha flexibilización… no creo que se pueda inmovilizar a este animal en esa posición, ¿verdad? No, claro que no. Supongo que con esto basta. Si fuera humano, le diría que descansara.

—Descansará —le prometió Miles con firmeza—. ¿Se va a curar?

—Supongo que sí. ¿Cómo puedo saberlo, mierda? —Dea parecía muy ofendido, pero estiró la mano y verificó lo que había hecho.

—El general Piotr —aseguró Miles— hubiera estado muy contento con su trabajo. —Miles podía oír al abuelo en su cabeza, bufando de desprecio.
Malditos tecnócratas, no son más que unos doctores de caballos con instrumental más caro
. Al abuelo le habría encantado que la suerte le demostrara lo exacta que había sido su definición—. Usted… Humm… no conoció a mi abuelo, ¿no es cierto?

—No, milord —dijo Dea—. Claro que he estudiado su vida y sus campañas.

—Claro.

Pym, con una linterna en la mano, recorría con Karal las líneas de caballos, inspeccionando el terreno. El muchacho mayor de Karal había atrapado a la yegua alazana y la había traído de vuelta. Era evidente que ella misma había roto su cuerda, nadie la había soltado. La elección de la víctima equina, ¿había sido azarosa o calculada? ¿Y calculada hasta qué punto? ¿Habían atacado a Tonto como símbolo de su dueño o porque la persona que lo había cortado conocía la pasión de Miles por el animal? ¿Era vandalismo, una afirmación política o un acto de crueldad preciso, bien dirigido y sutil?

¿Qué te he hecho?
pensó Miles en silencio hacia la oscuridad que lo rodeaba.

—Se han escapado —informó Pym—, ya estaban fuera del alcance del detector antes de que pudiera respirar de nuevo. Mis disculpas, milord. No parecen haber dejado caer nada al suelo.

Tendría que haber un cuchillo, por lo menos. Un cuchillo, con la hoja empapada en sangre de caballo y un dibujo de perfectas huellas dactilares habría sido muy conveniente. Miles suspiró.

La señora Karal se acercó, despacio, y miró el equipo médico de Dea mientras el doctor lo limpiaba y guardaba.

—Todo eso —murmuró entre dientes— por un caballo…

Miles se contuvo, apenas. Hubiera querido saltar y defender con calor el valor de ese caballo en particular. Pero, ¿a cuánta gente había visto sufrir y morir la señora Karal en el valle por falta de la mínima tecnología médica que llevaba Dea bajo el brazo en ese momento?

Miles vigiló a su caballo desde la galería mientras la aurora se deslizaba lentamente sobre el paisaje. Se había cambiado la camisa y se había lavado. Pym estaba dentro. Le vendaban las costillas. Miles se sentó con la espalda contra la pared y un bloqueador sobre las piernas mientras la oscuridad nocturna se iba tornando gris. El valle era una mancha grisácea, envuelta en niebla, las colinas parecían grandes olas oscuras más allá. Y justo sobre la cabeza, el gris se iba transformando en un celeste pálido. El día sería hermoso y cálido una vez que desapareciera la niebla.

BOOK: Fronteras del infinito
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