Read Gusanos de arena de Dune Online
Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert
Tags: #Ciencia Ficción
—Si no funciona, tenemos otros métodos.
— o O o —
La habitación estaba escasamente iluminada, las sombras acechaban, y eso hacía más palpable el terror de Yueh. No había ningún mobiliario, salvo una colchoneta acolchada como las que utilizaban los niños gholas durante las sesiones de entrenamiento físico.
Las brujas no le habían explicado lo que debía esperar. Por sus estudios el joven sabía que el proceso para recuperar el pasado era doloroso. Él no era un hombre fuerte, ni especialmente valiente. Aun así, la perspectiva del dolor no le aterraba ni la mitad de lo que le aterraba recordar.
Las puertas se deslizaron sobre guías con un suave siseo de metal lubricado. Una luz cegadora entró del corredor, mucho más brillante que la de los paneles de luz de su celda. Y vio la silueta de una mujer… ¿Sheeana? Se volvió hacía ella, pero solo veía un contorno, las curvas sensuales de su cuerpo, no disimuladas ya por las amplias túnicas. Cuando la puerta se cerró a su espalda, los ojos de Yueh se adaptaron enseguida a aquella luz más cómoda.
Y entonces vio que Sheeana estaba completamente desnuda y sus miedos aumentaron.
—¿Qué es esto? —La voz le salió muy chillona, por el miedo.
Ella se acercó.
—Ahora te desvestirás.
Yueh, que apenas era un adolescente, tragó saliva.
—No hasta que me diga qué va a pasarme.
Sheeana utilizó la fuerza huracanada de la Voz Bene Gesserit.
¡Te desvestirás, ahora!
En una reacción automática, Yueh se arrancó la ropa, con movimientos espasmódicos. Sheeana lo examinó, paseando sus ojos arriba y abajo por su cuerpo delgado como un halcón que valora a su presa. A Yueh le dio la impresión de que lo encontraba defectuoso.
—No me haga daño —suplicó, y se detestó a sí mismo por decirlo.
—Pues claro que te hará daño, pero no será un dolor que yo inflija sobre ti. —Le tocó el hombro. Él sintió casi una sacudida eléctrica, pero estaba transfigurado, no podía moverse—. Lo harán tus recuerdos.
—No quiero recuperarlos. Me resistiré.
—Resístete cuanto quieras. No te beneficiará en nada. Sabemos cómo despertarte.
Yueh cerró los ojos y apretó los dientes. Trató de darse la vuelta, pero ella lo sujetó por los brazos para que se estuviera quieto, luego lo soltó y empezó a acariciarle. Yueh sentía aquellas delicadas caricias como la línea de calor de una cerilla sobre sus brazos, su pecho.
—Tus recuerdos están guardados en tus células. Para despertarlos, primero debo despertar tu cuerpo. —Le acarició y él se estremeció sin poder apartarse—. Enseñaré a tus terminaciones nerviosas a hacer cosas que han olvidado. —Otra sacudida, y Yueh jadeó.
Sheeana volvió a tocarle y al joven casi le fallaron las rodillas, como ella quería. Sheeana le empujó hacia la esterilla del suelo.
—Necesito llevarte a la plena conciencia de cada cromosoma de cada célula.
—No. —Aquel «no» le sonó increíblemente endeble.
Sheeana apretó su cuerpo contra él, haciendo que su piel cálida encendiera su sudor, y Yueh se replegó sobre sí mismo, tratando de huir. Entre todas las cosas que había aprendido de su pasado, encontró una a la que aferrarse. ¡Wanna! Su amada esposa Bene Gesserit, el punto débil de su larga cadena de traiciones, y el vínculo más sólido que tuvo en su vida original.
Los perversos Harkonnen sabían que Wanna era la clave para quebrantar su condicionamiento, y solo funcionó, solo podía funcionar, porque Yueh la amaba con todo su corazón. Se suponía que las Bene Gesserit no sucumben al amor, pero él sabía que ella siempre le correspondió.
Pensó en las imágenes de archivo, en todo lo que había aprendido de Wanna en sus investigaciones.
—Oh, Wanna. —La necesitaba en su mente, y trató de aferrarse a ella.
Sheeana le acarició la cintura, deslizó sus dedos más abajo y se puso encima de él. Los músculos de Yueh estaban completamente fuera de control. No podía moverse. Los labios de ella vibraban contra su hombro, su cuello. Sheeana era una dotada imprimadora sexual, su cuerpo era un arma, y él era el objetivo.
Una poderosa oleada de sensaciones estuvo a punto de borrar la imagen de archivo de Wanna de su mente, pero Yueh se resistió a lo que Sheeana trataba de hacerle sentir. Y se concentró en lo que habría hecho en los brazos amantísimos de Wanna. Wanna.
Mientras el ritmo del acto sexual iba en aumento, los recuerdos reales empezaron a colarse en la información que tenía de sus estudios. Yueh recordó los terribles momentos que siguieron a la captura de su mujer por los Harkonnen, vio al despreciable y gordo barón, al matón de su sobrino, Rabban, a la víbora de Feyd-Rautha, y al mentat Piter de Vries, con aquella risa que sonaba como vinagre.
Débil, indefenso, furioso, le habían obligado a presenciar como torturaban a Wanna en una cámara de aislamiento. Ella era una Bene Gesserit, podía bloquear el dolor, podía atenuar las respuestas de su cuerpo. Pero Yueh no podía controlarse tan fácilmente, por más que lo intentó.
En su recuerdo de pesadilla, el barón reía, con un rugido grave y profundo.
—¿Ves la pequeña cámara donde está, doctor? Es un juguete con muchas posibilidades. —Mientras los hombres la observaban, Wanna, aturdida y desorientada, se puso en pie con rodillas temblorosas, pero cabeza abajo—. Podemos hacer que la gravedad dependa totalmente de la perspectiva.
Rabban rio, con una risotada escandalosa. Manipuló los controles de la gravedad artificial de la pequeña cabina y de pronto Wanna cayó con un golpe sordo al suelo. Logró girar la cabeza y el cuello lo justo para no desnucarse. Con la rapidez y fluidez de una serpiente, Piter de Vries se acercó con un amplificador del dolor. En el último momento, Rabban se lo arrebató al mentat pervertido y lo aplicó a la garganta de Wanna personalmente. Ella se retorció en un espasmo de agonía.
—¡Basta! ¡Basta, os lo suplico! —gritó Yueh.
—Oh, doctor, doctor… sabes muy bien que no es tan sencillo.
—En su visión, el barón cruzaba sus brazos regordetes sobre su pecho.
Rabban volvió a manipular los controles de la gravedad y Wanna salió disparada como una muñeca contra una pared y otra, golpeando los lados de la cámara.
—Cuando una persona es demasiado adorable, hay que hacer algo para solucionarlo.
¡Mi preciosa Wanna!
Ahora los recuerdos eran muy vívidos, mucho más detallados que nada que hubiera leído en la sección de archivos. Ningún documento podía haberle hecho ver con tanta claridad…
En un compartimiento distinto que acababa de abrirse en su cerebro, Yueh vivió otro recuerdo. Le tenían paralizado artificialmente y le obligaban a mirar durante una de las fiestas del barón mientras Piter de Vries utilizaba un amplificador de dolor en el cuerpo suspendido de Wanna. Cada destello provocaba una sacudida de agonía en ella. Los otros invitados se reían de su dolor, de la desdicha y la indefensión de Yueh.
Cuando lo liberaron de su parálisis, Yueh temblaba, babeaba y se puso a forcejear. El barón se plantó ante él, con una amplia sonrisa en su cara abotagada. Le entregó una pistola cargada.
—Como doctor Suk, debes hacer todo lo posible por evitar que el paciente sufra. Tu sabes cómo detener el dolor de Wanna, doctor.
Yueh se estremeció, se sacudió, no podía romper su juramento. Pero no había cosa que deseara más que hacer lo que el barón le decía.
—Yo… ¡No puedo!
—Pues claro que puedes. Elige un invitado, el que sea. No me importa. ¿No ves cómo les divierte nuestro pequeño juego? —Aferró las muñecas temblorosas de Yueh y le ayudó a apuntar su pistola de proyectiles por la sala—. Pero nada de trucos, o haremos que su tormento se alargue muchísimo más.
Yueh habría querido liberar a Wanna del dolor, matarla, en vez de dejar que los Harkonnen siguieran con sus perversos juegos. Vio sus ojos, vio una chispa de dolor y esperanza en ellos, pero Rabban le detuvo.
—Apunta, doctor. Nada de errores.
Con los ojos empañados, Yueh vio diferentes dianas y trató de concentrarse en una, un anciano noble y chocho, adicto a la semuta. Ya había tenido una vida larga, y seguramente disoluta. Pero que un doctor Suk asesinara…
Disparó.
Abrumado por la terrible escena que veía en su cabeza, Yueh no era consciente de las caricias de Sheeana. Su cuerpo estaba empapado en sudor, pero no tanto por el esfuerzo sexual, como por la extrema tensión psicológica. Vio que Sheeana lo evaluaba. Los recuerdos eran tan claros en su cabeza que se sentía el cuerpo como una gran herida en carne viva: Wanna sufriendo y el agudo dolor de saber que había traicionado su juramento Suk. ¡Y aquello había pasado hacía miles de años!
Los años que precedían a aquel suceso decisivo y los años posteriores se extendieron por su mente, ahora viva y hambrienta. Y con los recuerdos, regresó también la angustia y la culpa, y un profundo desprecio por sí mismo.
Yueh sintió que iba a vomitar. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Sheeana estudió sus lágrimas clínicamente.
—Estás llorando. ¿Significa eso que has recuperado satisfactoriamente tus recuerdos?
—Los he recuperado. —Su voz era ronca, y sonaba infinitamente vieja—. Malditas seáis las brujas por ello.
Si nos cuesta tan poco encontrar enemigos es porque la violencia es una parte innata de la naturaleza humana. Así pues, nuestro mayor reto es elegir al enemigo más importante, porque no podemos esperar luchar contra todos.
B
ASHAR
M
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T
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, valoración militar pronunciada ante las Bene Gesserit
Tras partir de Casa Capitular; Murbella viajó a las líneas de frente. Como madre Comandante, su lugar estaba allí. Haciéndose pasar por una simple inspectora de la Nueva Hermandad, Murbella llegó a Oculiat, uno de los sistemas que quedaba justo en la trayectoria que seguía la flota de máquinas pensantes.
En otro tiempo, Oculiat estaba en los límites más alejados del espacio habitado, no era más que un lugar adonde huir en la Dispersión después de la muerte del Tirano. Mirándolo objetivamente, aquel planeta apenas poblado tenía muy poca importancia, no era más que otro objetivo en el vasto mapa cósmico. Pero para Murbella Oculiat representaba un importante golpe psicológico, cuando aquel planeta cayera ante las máquinas, el Enemigo tendría las puertas abiertas al Imperio Antiguo, no a un lugar lejano y desconocido que no aparecía en los viejos mapas estelares.
Hasta que los ixianos no entregaran sus destructores y la Cofradía no proporcionara todas las naves que ella había exigido, la madre comandante no tenía forma de parar a las máquinas pensantes ni tan siquiera de retrasar su avance.
Bajo un cielo brumoso, iluminado por una luz solar amarilla y acuosa, Murbella bajó de su nave. La pista de aterrizaje parecía desierta, como si ya nadie se ocupara del puerto espacial. Como si ya ni siquiera vigilaran por si llegaba el Enemigo.
Sin embargo, cuando se encontró con la multitud enfervorecida en la ciudad central, vio que la población ya había encontrado a su enemigo. Una muchedumbre tenía rodeado el edificio principal de la administración, donde los funcionarios se habían atrincherado. Los ciudadanos habían sitiado a sus líderes, y gritaban pidiendo sangre o una intervención divina.
Preferiblemente sangre.
Murbella sabía la increíble fuerza que puede generar el miedo, pero era evidente que no estaba bien canalizada. La población de Oculiat, y de todos los planetas desesperados que se enfrentaban a la inminente llegada del Enemigo, necesitaba el liderazgo de la Hermandad. Eran un arma ya cargada que había que apuntar. Y en vez de eso estaban fuera de control. Murbella vio lo que pasaba y corrió hacia la zona, pero se detuvo cuando estaba a punto de arrojarse sobre la multitud.
La despedazarían, y lo harían por Sheeana.
Las apariciones y los sermones de la «resucitada Sheeana» habían preparado a billones de personas para la lucha. Las Sheaanas habían avivado la ira y el fervor de los pueblos, para que la Nueva Hermandad pudiera manipular aquel poder para sus propósitos. Sin embargo, una vez se desataba, el fanatismo era una fuerza caótica. Conscientes de que seguramente no sobrevivirían a la llegada de las máquinas, hombres y mujeres se daban a la violencia, buscando cualquier enemigo sobre el que desfogarse… incluso entre los suyos.
—¡Danzarines Rostro! —gritó alguien. Murbella se abrió paso hasta el centro de la acción, apartando a golpes brazos y puños, y golpeó a alguien a un lado de la cabeza. Pero incluso aturdida aquella gente salvaje y envalentonada seguía adelante—. Danzarines Rostros. Nos han estado manipulando todo el tiempo… nos han vendido al enemigo.
Aquellos que reconocieron el unitardo Bene Gesserit de la madre comandante retrocedieron; otros, bien porque no lo conocían o porque estaban demasiado furiosos para que les importara, no recularon hasta que Murbella utilizó la Voz. Bajo el fuego de aquella orden irresistible, se apartaron trastabillando. Sola frente a la multitud, Murbella fue a grandes zancadas hacia la entrada porticada del centro gubernamental, que la gente veía como objetivo. Volvió a utilizar la Voz, pero no pudo detenerlos a todos. Las voces y los gritos acusadores subían y bajaban de volumen como truenos en la tormenta.
Mientras Murbella trataba de llegar al frente de la barricada, varios de los miembros más adelantados de la chusma repararon en su uniforme y dejaron escapar un vítor.
—¡Una Reverenda Madre ha venido a darnos su apoyo!
—¡Matad a los Danzarines Rostro! ¡Matadlos a todos!
Murbella agarró a una anciana.
—¿Cómo sabéis que son Danzarines Rostro?
—Lo sabemos. Pensad si no en sus decisiones, en sus discursos. Es evidente que son traidores. —Murbella no creía que los Danzarines Rostro actuaran tan abiertamente como para que el simple populacho pudiera detectarlos. Pero la chusma estaba convencida.
Seis hombres pasaron corriendo y resollando cargados con un pesado poste de plastiacero que procedieron a utilizar a modo de ariete. En el interior del edificio del capitolio, los funcionarios aterrados habían amontonado todo tipo de objetos tratando de bloquear las puertas y ventanas. Las piedras rompieron el plaz ornamental, pero la gente no pudo entrar tan fácilmente. Barras y objetos pesados les cerraban el paso.
Impulsado por la fuerza del pánico y la histeria, el ariete aporreó las gruesas puertas, astillando la madera y arrancando los goznes. En cuestión de momentos una marea de cuerpos humanos entró.