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Authors: Jesús Mate

Tags: #Terror

Historia de mi inseparable (6 page)

BOOK: Historia de mi inseparable
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—¿Qué diantres es eso? —se atrevió a decir balbuceando.

Delante de ella, justo encima de la alfombrilla de bienvenida, una masa oscura, que no supo identificar en ese momento, tiritaba con movimientos espasmódicos. A lo lejos, pudo apreciar en el camino hacia la carretera el movimiento de algún animal del tamaño de una rata. Huía. Cuando le llegó un olor dulzón a sangre, volvió a mirar a la masa y comprobó que las convulsiones habían parado.

—¡Julio! —gritó sin fuerzas mirando hacia las escaleras—. ¡Julio!

Beatriz dejó caer la estatuilla, y fue en busca del interruptor de la lámpara de la entrada y del porche. Casi resbala al pisar uno de los añicos en los que se había convertido la figura, pero consiguió mantener el equilibrio, y llegar hasta la pared. En el piso de arriba se encendió la luz del pasillo, y ésta fue suficiente para que Beatriz localizara el interruptor. Lo accionó, y la luz les permitió a ella y a Julio, que ya estaba bajando por las escaleras, ver el regalo que le habían dejado en la puerta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó preocupado—. ¿Qué es eso?

Beatriz no pudo responderle. La respiración se le había cortado en el momento en que descubrió que aquello oscuro que había en su alfombra era un gato moribundo. Aunque lo de moribundo era un decir, ya que el gato había fallecido haría ya varios minutos.

Julio se acercó a su mujer y la abrazó para tranquilizarla.

—¿Qué ha pasado, mi vida?

—No…, no lo sé. Escuché un ruido y bajé. Y luego…, esto.

Beatriz señaló a los restos del gato. El animal estaba bañado en su propia sangre que brotaba debido a un corte profundo en la garganta. Tenía un ojo ensangrentado y el otro reventado, y a lo largo del lomo le faltaban trozos de piel y de carne. Su pequeña boca abierta dejaba ver que le faltaba un trozo de lengua.

—¿Quién le habrá hecho esto al pobre animal? —se preguntó Julio saliendo fuera. Siguió con la mirada los rastros de sangre que se dirigían por el camino hasta la carretera. Llevaban justo el mismo recorrido que la rata que había visto Beatriz en la oscuridad. Al volver al interior de su hogar, Julio besó a su mujer—. Cariño, ¿por qué no te preparas una tila? Yo me encargo de recoger esto, ¿vale?

Beatriz asintió, y mientras se dirigía a la cocina supo que durante muchas noches no conseguiría dormir nada.

2

6 de Septiembre. 08:00 horas.

Fruto del recuerdo del gato destrozado, Beatriz se quedó dormida prácticamente al amanecer. Cuando se despertó y bajó a la cocina, se encontró a Julio preparándole el desayuno.

—¿Qué haces aquí todavía? —le preguntó.

—Me he pedido el día libre, y también te lo he pedido a ti. Venga, siéntate.

—No…, no hacía falta que hubieras hecho esto —dijo mientras tomaba asiento, y Julio le llevaba un gran tazón de café, unas tostadas untadas con manteca y un vaso de zumo natural de naranja—. Gracias.

Se besaron con dulzura en los labios, y Julio se sentó en la silla de al lado.

—¿Y tú desayuno?

—Es éste también, por supuesto.

La respuesta consiguió hacer sonreír a su mujer. Tras acabar con las tostadas, Beatriz tuvo que hacer referencia a lo ocurrido la noche anterior.

—¿Qué hiciste con el gato?

El simple recuerdo de aquel animal consiguió que las tostadas se le subieran a la garganta. Cogió el vaso de zumo y dio un buen sorbo.

—¡Bah! Lo eché al jardín de la señora Ramírez. Esa bruja se va a pegar un buen susto cuando salga.

—¡Pero qué tonto eres!

Julio pensó que aquel era el momento de hablar con Beatriz de la mascota de sus vecinos.

—Bea, tenemos que hablar de una cosa.

—¿De qué? ¿Es que sabes algo sobre lo que ocurrió anoche?

—No. Bueno, quizás. No lo sé. —Beatriz le puso gesto de incertidumbre—. Verás, hace un par de días vino Verónica a hablar conmigo. Estaba preocupada por su pájaro.

—¿Por Pollo?

—Sí, eso, por Pollo.

—¿Y por qué te vino a preguntar?

Julio sabía que lo que le iba a contar a su mujer no le iba a gustar en absoluto.

—El último día de playa, cuando tú te fuiste con sus hijos a bañarte —Beatriz asintió, confirmando que se acordaba—, me preguntó por Ojitos, tu gato…

—Sé quien era Ojitos —le cortó secamente—. ¿Le hablaste de él?

—Sí. Estaba preocupada por ti, y le conté un poco de la historia para que entendiera tu actitud.

Beatriz se levantó de la silla.

—No sé por qué lo hiciste. Sabes que es un tema del que no quiero hablar. No quiero ni recordarlo. ¿Por qué me lo cuentas ahora?

—Creo que a Pollo le está pasando lo mismo.

Beatriz cogió la bandeja del desayuno y la llevó al fregadero.

—¿Cómo…, cómo le va a estar pasando lo mismo? —dijo aguantando las lágrimas—. No sé por qué me estás diciendo estas cosas. Y más después de lo que ocurrió anoche. Me siento mal, asustada, y ahora me vienes con esto.

—Bea, escucha. Verónica me llevó a ver a Pollo. Y está cambiando. Igual que como me dijiste que lo hizo tu gato. Su pájaro está cambiando.

Beatriz no se creía lo que Julio le contaba. Un remolino de sensaciones le llenaba la cabeza y empezaba a sentir un fuerte dolor. Terminaría con aquella conversación y subiría al baño a tomarse una aspirina.

—No pensaba hablarte de esto, porque sé que te hace daño. Pero no hace falta que te recuerde lo de anoche, ¿verdad?

—Julio, lo que le pasó a Ojitos es imposible que le esté pasando a Pollo. De eso hace muchos años, ¿entiendes? —hizo una pausa para calmarse—. No quiero seguir hablando del tema.

Y dejando a Julio sentado a la mesa, se dio media vuelta y regresó al dormitorio para llorar todo lo que se había estado aguantando durante la conversación.

3

6 de Septiembre. 22:57 horas.

—Me doy una ducha, y te veo en la cama —dijo Beatriz en el tono más sexy que Julio había escuchado de su mujer hasta entonces—. No te muevas de la cama.

—No me moveré, te lo aseguro.

Después del disgusto que se había llevado por la mañana, su marido consiguió que aquello hubiese caído en el olvido. Tras pedirle perdón, le invitó a que se arreglara para ir al restaurante francés. Su favorito. Al que sólo iban en las ocasiones especiales.

Pero eso sólo fue el primer paso para el perdón absoluto. Después de almorzar, Julio la llevó al parque San Bernardo, uno de los más grandes y bonitos de la comarca, para dar una vuelta por el lago central en las barcas de alquiler. Se lo pasaron de escándalo. Sobre todo Beatriz viendo a su marido intentar, inútilmente, que la barca fuese hacia donde él quería. Le encantaba ver la torpeza de su marido. Cuando se cansó de remar, subieron las palas a la barca y empezaron a charlar. Recordaron el día en que se conocieron, su primer beso, el día de la boda,…, esos momentos inolvidables en la vida de toda pareja. Fue una situación de ensueño, rodeados de agua, hablando de lo felices que eran juntos. Ahora lo amaba más.

—¿Sabes qué nos falta? —le preguntó Beatriz a Julio.

—No…, pero creo que sé lo que vas a decir.

Un silencio cómplice se produjo entre ellos.

—¿Por qué no lo hacemos? Tengamos un hijo. —La sonrisa que tenía Beatriz convencería al mismísimo diablo—. ¿Te imaginas?

Aquel tema era tabú para Julio. Siempre se escabullía cuando la conversación surgía. Pero ahora, como no fuese nadando, no tenía escapatoria. Beatriz no quería caer en el chantaje. No tenía que aceptar sólo porque se sintiese mal por haberla hecho llorar esa mañana, sino porque había llegado el momento. Eran muy felices solos, pero la llegada de un hijo les haría mucho más felices.

—Si tú estás preparada, yo también lo estoy. Pero sabes que nuestras vidas cambiarán.

—Ya, pero lo harán a mejor, ¿verdad?

Julio asintió con dulzura, dejando paso a un beso que duró más del tiempo que tenían para devolver la barca a su hora.

Y ahora, mientras Beatriz abría el grifo del agua caliente y se desnudaba para darse la ducha, se imaginó a sí misma embarazada. De una niña. Quería una niña, y si todo iba bien buscarían al niño después.

—Como nuestros vecinos —pensó en voz alta.

Entonces se acordó de Pollo, y de lo que le había dicho su marido por la mañana. Esa conversación había causado uno de los días más bonitos de su vida. ¿Quién se lo iba a decir cuando llegó llorando a su cuarto por la mañana?

Se metió dentro de la bañera y corrió la cortina. Una vez que reguló el agua para que tuviese la temperatura adecuada, desconectó de todo pensamiento. Era feliz por lo que habían decidido juntos. Iban a dar un paso en su relación. Iban a tener un hijo.

4

6 de Septiembre. 23:20 horas.

Tras secarse y echarse su crema hidratante, Beatriz descolgó de la percha el conjunto de ropa interior que tenía preparado. El modelito lo había visto en una revista, y cuando se lo encontró en la tienda no dudó en comprarlo. Bueno, dudó durante algunos instantes, porque era tan diminuto, tan transparente, tan atrevido…, que le daba vergüenza que le viese alguna vecina cotilla comprándolo. Pero pensó en Julio y en la cara que pondría cuando la viera con aquello; se lo echó al brazo y fue corriendo a la caja a pagarlo. Ya en casa lo había escondido para que su marido no lo encontrase. Y aunque se lo había probado varias veces, mirándose al espejo para ver cómo le quedaba, se podría decir que lo estrenaría aquella noche.

Cuando se colocó bien la parte superior, se echó por encima su bata de raso de color rojo pasión y salió del cuarto de baño hacia su habitación, imaginándose a Julio tirado en la cama, con sus calzones de rayas, deseando su salida.

—¿Me esperabas? —dijo utilizando el mismo tono sexy que usó antes de entrar a ducharse—. Por que no te vas a arre…

Beatriz dejó de hablar. Su marido no estaba allí. El momento sexy se había esfumado.

—¿Te has escondido para darme otra sorpresa? —preguntó alzando la voz, y buscando por todos los rincones de la habitación. Allí no estaba.

Si lo que Julio quería era sorprenderla, ella no iba a esperar más. Se quitó la bata y, semidesnuda, se dirigió a la puerta de la habitación. La abrió con ímpetu, esperando que su marido estuviese detrás. Pero tampoco se encontraba allí. Asomó la cabeza por el pasillo, hacia ambos lados, y todo lo que vio fue oscuridad. Sintió un escalofrío.

—¿Julio?

Se empezaba a asustar. Aquello no era normal. Julio no se iba a quedar en silencio por mucha sorpresa que le hubiese preparado. Especialmente, sabiendo lo que había pasado la noche anterior. Pensó en volver rápidamente a coger su bata, pero la angustia la arrastró al pasillo.

—Julio, si estás escondido, sal —rogó—. Te lo pido por favor, sal.

Silencio. Por más empeño que ponía, no escuchaba nada. Fue hacia el interruptor de la luz y lo pulsó. Esta noche no tenía ningún interés en ir a oscuras por su casa. Beatriz se asomó al cuarto de invitados (que muy posiblemente se convertiría en la habitación de los niños; la pintaría de celeste fuese niño o niña, y dibujaría ella misma osos de peluches en las paredes), y al pequeño despacho que se encontraba a la derecha. Allí no había nadie.

—¿Julio? ¿Estás abajo?

Pero nadie contestó.

De repente, Beatriz pudo escuchar un repiqueteo lejano. El ruido provenía del piso inferior. Así que sin dudarlo se dirigió escaleras abajo. Hacia la mitad de ésta, empezó a sentir un viento fresco sobre su piel desnuda. La razón de esta brisa la encontró al mirar hacia la puerta de entrada a la casa. Estaba abierta. ¿Por qué lo estaba? ¿Había entrado alguien? Cerrarla fue lo primero que hizo en cuanto sus pies descalzos llegaron a la planta baja. Luego encendió la luz de la entrada. Hoy le costó menos encontrar el interruptor.

—¿Julio? —Volvió a intentar.

Sabía que algo le había pasado. Su marido no le iba a hacer pasar por aquel mal trago. No, no era normal. Quería verle. Quería tocarle. Quería chillar. Porque tenía miedo de estar en su casa sola, cuando debería estar junto a su marido en su dormitorio. Porque se había encontrado la puerta de la entrada abierta, cuando debería estar con un par de cerrojos echados. Porque se sentía indefensa.

Por un momento se le ocurrió que Julio hubiese preparado una fiesta, y que ahora el salón estuviese lleno de personas en silencio esperando a que entrase. Y ella en ropa interior. Sonrió al imaginarse la situación, pero lo descartó de inmediato.

Otro repiqueteo. Esta vez más cercano. Provenía de la cocina. En aquel momento le pareció el lugar más inhóspito al que ir. Iría antes a un cementerio, o a un almacén abandonado. Mas no a su cocina. No quería ir a esa maldita cocina. Pero se encaminó hacia allí. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Salir corriendo?

—Julio, ¿estás en la cocina?

La respuesta fue, para no variar, otro silencio. Y enseguida un nuevo repiqueteo.

—¿Qué demonios es ese ruido?

Pensó en la rata que vio la noche anterior. ¿Sería eso? ¿Qué se había colado? Al dar un nuevo paso hacia la cocina, una especie de graznido invadió cada rincón de la casa. Fue un graznido que le puso la carne de gallina. ¿Había entrado un cuervo? No, aquel graznido era mucho más desagradable que el que haría un cuervo. En ese sonido había maldad. Había maldad y mucho, mucho dolor. Aquel graznido no era, para nada, de un cuervo.

Dio dos pasos más y llegó a la puerta de la cocina. Estaba entornada, así que cogió aire, lo volvió a coger, y empujó la puerta hacia dentro. La cocina estaba a oscuras, pero los rayos que llegaban de la lámpara de la entrada permitían ver una zapatilla. La de su marido. El mundo se le vino encima cuando lo que se hubiese colado en su casa emitió otro graznido. Unos chorros de lágrimas salieron despedidos de sus ojos con sólo oírlo. Por instinto de supervivencia, alargó el brazo y pulsó la llave de la luz de la cocina. Tras el parpadeo propio del fluorescente, Beatriz sólo pudo hacer una cosa: gritar.

5

6 de Septiembre. 23:48 horas.

Mientras corría a esconderse, en sus retinas permanecía la imagen de su marido muerto. Se lo había encontrado tirado en el suelo, agarrando un cuchillo con la mano derecha. Con la cabeza ladeada, las salpicaduras de sangre apenas escondían el gesto de horror que su cara reflejaba. Tenía la piel de la frente hecha jirones; sus ojos reventados supuraban un líquido viscoso que le corría hacia los orificios de la nariz, para luego caer al suelo; una oreja colgaba de un trozo de carne, la otra había desaparecido; el pijama desgarrado dejaba ver los cortes en muchas partes del cuerpo de Julio. Más de los que permitían la posibilidad de que siguiese con vida.

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