— Pero los tanethanos pasan también mucho tiempo en el exterior —protesté.
Palatina negó con la cabeza.
— No del mismo modo. Ellos organizan todo alrededor de sus familias, y las personas importantes sólo salen al exterior para pasar de un edificio a otro. En Thetia, todas las cosas importantes se resuelven fuera, y no puedes presidir un clan si la gente no te ve. No puedes ocultarte. Por eso el Dominio y el Archipiélago no pueden coexistir para siempre. Tarde o temprano, lleve el tiempo que lleve, uno de los dos destruirá al otro.
Esperamos durante dos semanas más, pero Tañáis no regresó. El cielo permaneció inexorablemente gris y desapacible sobre Lepidor, lo que sólo se vio interrumpido durante cinco días por una tormenta invernal proveniente del sur. Se trataba de un inesperado ciclón que cruzó tres frentes de tormenta, causando serios daños en el poblado de Gesraden y en las tierras de Courtiéres, que estaban más lejos descendiendo por la costa.
Dieciocho días después de la partida de Oltan, la manta de la familia Barca llegó a Lepidor cumpliendo con su recorrido bimestral correspondiente al comercio del hierro. Traía un mensaje lacrado de Hamílcar.
Mientras subía la escalera de palacio pensé que, por fortuna, mi padre había vuelto a asumir casi todas sus responsabilidades. Aún me ocupaba de más cuestiones relacionadas con el clan que antes, pero ya no lo hacía con el mismo sentido del deber.
— Adelante —dijo mi padre tras oír mis golpes en la puerta.
Estaba sentado detrás de su escritorio, igual que tantas otras veces, y su aspecto era muy similar al de siempre. Algunos surcos alrededor de sus ojos, sin embargo, nunca se le irían. Entonces sentí renacer un odio violento por aquella primada, ya muerta, que había intentado despojarnos de Lepidor. Deseé que estuviese flotando en el vacío subterráneo, alejada de todos los dioses que ella afirmaba adorar.
Le di la carta, que estaba envuelta en una bolsa de tela impermeable y llevaba lastres cosidos en su interior. Mi padre alzó las cejas de modo expresivo.
— Aquí hay cosas que sin duda nadie desea ver —anunció mientras se ponía de pie y se aproximaba al globo azul, un adorable modelo a escala de Aquasilva que descansaba sobre su pedestal en un rincón. Un pequeño generador de éter situado en su base cubría el modelo de nuestro mundo con formaciones de nubes que cambiaban constantemente. Mi padre giró la esfera levemente y sacó de su polo norte una delgada aguja metálica.
— Para Hamílcar representa un verdadero peligro exponerse a escribirnos —comenté.
— Es evidente que no has mirado el mensaje con detenimiento —advirtió mi padre mientras regresaba a su escritorio— Observa el sello de la bolsa. Tiene el distintivo del Dominio y la marca personal de un primado. Casi con seguridad debe de ser un obsequio de su tutor.
Su tutor, que resultaba ser el mismísimo Lachazzar, pensé irritado por no haber distinguido el diminuto símbolo de las llamas ardientes. Hamílcar ya nos había probado su lealtad durante la invasión de Lepidor, pero, pese a eso, Ravenna seguía sin confiar en él por completo debido a su vínculo con Lachazzar. Después de todo, Hamílcar era un comerciante tanethano, y resultaba mucho más seguro que no estuviese al tanto de algunas cosas.
La aguja metálica tenía un borde aserrado de modo irregular, siguiendo un diseño específico que permitía abrir el sello de ese envío, pero nada más. Hamílcar nos la había dado antes de partir, en caso de que necesitase enviarnos mensajes confidenciales. No supuse que fuésemos a utilizarla tan pronto.
La bolsa estaba hecha, en realidad, de un fino tejido metálico forrado con tela lubricada y asegurada en su apertura por un candado cilíndrico provisto de cuatro cerraduras para confundir a cualquiera que ignorase el sistema. Debía de haber costado una fortuna, ya que su confección era exquisita. Sólo los reyes, los exarcas y los mercaderes nobles podían permitirse ese tipo de seguridad, y ni todo el dinero del mundo podía haber comprado la insignia del primado que exhibía el sello.
Mi padre colocó la llave en la cerradura, la giró y luego volvió a hundirla un poco más antes de abrir la bolsa y extraer la carta, escrita en varias páginas de costoso pergamino.
Se produjo un silencio mientras ambos la leíamos, sólo interrumpido por unos gritos procedentes del jardín inferior, donde algunos de mis primos y sus amigos aprovechaban el día parcialmente soleado.
— ¿Qué opinas? —preguntó mi padre cuando acabé de leer la última página y alcé la mirada.
— No se está arriesgando demasiado. Pide que los disidentes aseguren su interés, una confirmación de que pueden pagar por las armas y la comunicación a través de un intermediario, aunque la carta no especifica ninguno.
Mi padre asintió.
— Es mucho más precavido que la familia Canadrath, pero considerando su posición, no me sorprende. Los Canadrath cuentan con fondos para afrontar muchos y nuevos desafíos, mientras que a él eso le es imposible. Sin embargo, le interesa expandir sus negocios en el Archipiélago una vez que consiga encaminarse y diversificar su comercio a campos diferentes de las armas. Por lo menos, me atrevería a decir que no confía en las posibilidades de supervivencia de Taneth.
No se me había ocurrido nada semejante, y mi padre debió de notarlo en mi mirada.
— No te preocupes —me excusó— , llevo más de treinta años leyendo cartas políticas. Es preciso leer decenas de ellas antes de poder detectar una mentira o algo que se halla implícito o se omite en un mensaje, e incluso así muchas veces pasas por alto lo importante.
— Hamílcar desea que establezcamos contacto con los líderes heréticos de Qalathar —sostuve, con la esperanza de no haber pasado por alto nada más.
— A través de Ravenna. Pero no dice nada de Palatina ni de Thetia. Ella era la hija de un presidente de clan, y hubiese supuesto que Hamílcar querría emplear sus contactos.
No hubiese podido determinar a partir de qué línea había llegado mi padre a semejante conclusión e incluso después de señalarme el pasaje me costó comprender su alcance. Hamílcar pretendía que nosotros, a través de Ravenna, contactásemos con los líderes del movimiento herético disidente de Qalathar. Según me pareció, más que nada para averiguar si poseían dinero suficiente para negociar con ellos.
— Tendré que consultar con Palatina y Ravenna si estarían dispuestas a acompañarnos —añadí.
— Debes hacerlo sin duda, al fin y al cabo Qalathar es a pesar de todo un sitio peligroso. Después de las cosas que han sucedido, enviaros allí a los tres juntos sería tentar al destino. El Dominio mantiene un férreo control sobre las llegadas y partidas.
— ¿Por qué no acordamos otro punto de encuentro, algún sitio neutral como Ral´Tumar? —sugerí— Quizá lleve un poco más de tiempo organizarlo, pero podría ser lo mejor para todos.
— Me parece una buena idea, pero creo que surgirán problemas. Es más sencillo para ti entrar en Qalathar que para ellos salir. Podríamos haberle preguntado a Sagantha, pero, entretanto, Ravenna nos será de ayuda. Estás en sus manos: si las cosas salen mal, son su país y su gente los que sufrirán las consecuencias.
En aquel preciso momento, el intercomunicador de éter del escritorio de mi padre dio señales de vida con un zumbido y parpadeó.
— ¿Quién es? —preguntó mi padre con desconcierto.
— Hablo desde el Instituto Oceanógrafico —informó Tétricus, un oceanógrafo a quien conocía desde la infancia. Podía oírse su tono agitado a pesar de la leve distorsión del intercomunicador— Conde, mi señor, lamento interrumpirlo, pero una de nuestras sondas oceánicas ha registrado la presencia de un kraken. El director del Instituto dijo que quizá deseara verlo. No hemos podido contactar con Cathan, pero si usted pudiese avisarle...
— Cathan está aquí conmigo. Iremos de inmediato —indicó mi padre cortando la comunicación.
Yo salté de alegría, dando apenas crédito a lo que había dicho Tétricus. ¿Una criatura marina como el kraken tan cerca de la costa? Jamás había tenido noticia de que eso pudiera ocurrir. Y la oportunidad de ver un kraken...
Mi padre esbozó una sonrisa, guardó el mensaje de Hamílcar en su escritorio y cogió su impermeable. Sobra decir que el registro estaría allí en cualquier momento, pero avistar un kraken, incluso en las profundidades del océano, era un suceso tan extraordinario que mucha gente jamás lo había vivido. Mi padre había visto un kraken en apenas una ocasión, y yo nunca había tenido esa oportunidad.
No nos fue posible localizar a mi madre, a Ravenna o a Palatina, pero mi padre les dejó un mensaje con los centinelas, diciéndoles que acudiesen al edificio del Instituto Oceanógrafico tan pronto como pudiesen.
Por más que brillase el sol era un día ventoso y las ráfagas de aire tiraban de nuestros abrigos. Una lluvia de hojas secas descendía de los jardines superiores que aún no habían sido cerrados por la llegada del invierno. La ventisca llevaba las hojas de aquí para allá como si fuesen corrientes submarinas en miniatura. Había gente en las calles, aunque la mayor parte de las tiendas del mercado ya habían sido desmontadas y la ciudad parecía vacía sin ellas.
Todos nos saludaban al pasar y tuve que contener mi ansiedad durante unos cinco minutos mientras un capitán de la marina le sugería a mi padre relajar la guardia de los portales, de manera que fuesen más los hombres disponibles para reparar los daños producidos en Gesraden. Elníbal parecía poseer una paciencia sobrehumana para las demoras, y aunque yo contuve mi impaciencia tanto como pude, él la percibía.
Era evidente que todavía no se había corrido la voz, ya que no vimos ninguna multitud de gente agolpada en la escalinata del Instituto Oceanógrafico. Construido en el mismo estilo que el resto de Lepidor, el instituto tenía una cúpula de tejas turquesa, rodeada de enormes equipamientos técnicos, en lugar del jardín superior. Debajo había una zona para aparcar la raya oficial del instituto y la mía, la Morsa, que me había regalado el instituto cuando los oceanógrafos consideraron que ya estaba demasiado vieja. De cualquier modo, dado que en los últimos tiempos apenas se me veía por allí, el instituto la utilizaba cuando se precisaba una segunda nave.
Una vez dentro del edificio, no fue difícil saber hacia dónde dirigir nuestros pasos. Una confusión de voces provenía del salón de imágenes, sobre el ala izquierda, y allí encontramos a todos los integrantes del instituto, apretados en una estrecha sala, con los ojos fijos en una borrosa pantalla de éter montada sobre toda una pared, por encima de un cúmulo de equipos de registro y procesamiento de datos.
— Es demasiado increíble como para ser cierto —decía uno de los asistentes del director del instituto.
— Vuelve a pasarlo por el filtro —ordenó el director, que ocupaba una de las dos sillas— Todavía está demasiado azul y no es posible distinguir ningún detalle.
— ¿No sería conveniente modificar también los contrastes? —sugirió alguien cuyo rostro quedaba oculto tras la erguida cabeza de un aprendiz.
— Buena idea. Adelante, no podemos estar aquí todo el día —asintió el director, con su bigote de morsa moviéndose arriba y abajo.
Tétricus, de pie al fondo, se hizo a un lado para dejarnos sitio y luego miró a los demás.
— Aquí están el conde y el vizconde —anunció, y por un instante la atención se desvió de la pantalla.
— No os preocupéis por nosotros —dijo mi padre— Desde aquí podemos ver.
Eso estaba lejos de ser cierto. Dada mi baja estatura, la cabeza de Tétricus se interponía entre mis ojos y la pantalla, pero finalmente se movió lo suficiente para que yo me colase en medio de los demás y pudiese ver la imagen con claridad.
— Eso está mejor —señaló el director— Detened la imagen ahí.
— ¡No cabe duda! —exclamó el asistente con regocijo y un entusiasmo en el rostro casi siempre inmutable. Un evidente aire de excitación invadía todo el salón, y ni siquiera la falta de espacio podía mitigarla.
— ¡Mirad esas aletas!
Me concentré en la pantalla viendo cómo un sector del océano se oscurecía de repente cuando algo aparecía en las tinieblas. Todavía era una forma indistinguible, pero pude notar el movimiento de un par de aletas... ¿Era posible que fuesen tan grandes? Entonces comenzó a voltearse y quedé boquiabierto. ¡Dulce Thetis, era inmenso! Había creído que los plesiosauros eran grandes, pero esto... El cuello por sí solo debía de medir diez metros de largo, si es que lo estábamos viendo entero, y sus fauces podrían engullir a un tiburón.
Lo contemplé en silencio, anonadado, mientras su gigantesca masa corporal pasaba frente al aparato de registro, dominando el campo visual aunque se hallaba a varios cientos de metros. El cuerpo se veía enteramente negro, porque a esa distancia y a esa profundidad nuestros equipos sólo podían mostrar formas en movimiento. Pero eso no me importó. Se trataba de la criatura más sobrecogedora que jamás hubiera observado y no me extrañó en absoluto que el Dominio considerase a los kraken generadores del caos. Comparados con una criatura como ésa, Lachazzar y todo el Dominio se volvían insignificantes.
— ¡Mira su piel! —dijo Tétricus— , ¡debe de tener casi veinte centímetros de espesor!
— ¿Habéis podido medir ya su longitud? —le preguntó el director a alguien que no pude ver y que estaba agachado en una esquina junto a una de las máquinas— Puede que tenga al menos setenta metros de largo.
— ¿Cómo demonios se alimentará? —preguntó el asistente— Tendría que comer diariamente casi el peso de una ballena.
— Supongo que comen de todo —afirmó el experto en zoología, Phraates, que hizo un detallado cálculo entre el peso y la cantidad de camarones. Su exposición dio paso al silencio cuando la cola del kraken ocupó la pantalla.
— Quizá sea incluso un poco más largo —advirtió el director golpeando la mesa con los puños— Ochenta metros, probablemente. Revisad las mediciones anteriores.
Tras unas contorsiones más de su extensa y sinuosa cola, el monstruo volvió a desaparecer en las tinieblas y alguien detuvo el registro.
— ¡Por la gloria de Ranthas! —exclamó Tétricus— ¿Cómo es posible que exista algo tan grande?
— Y lo que es más importante todavía, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó retóricamente el director— Se trata de una criatura de las profundidades del océano, eso está claro. Allí no hay luz, y con semejante cuerpo debe de ser capaz de descender a quince metros de profundidad o más.