— Me pregunto por qué no atacó —murmuró Phraates con el ceño fruncido— Esa sonda mide más de un metro; tiene que haberla notado.
— Es probable que no vea muy bien —aclaró el director— Y quizá se comporte igual que un delfín y utilice esos extraños chasquidos.
No dejaba de ser curioso comparar con un delfín a ese titan que acababa de surcar nuestras aguas y, sin embargo, era menos extraño que la idea de que pudiese existir algo tan enorme. Volvimos a ver el registro, esta vez acompañado por una discusión entre Phraates y el asistente acerca de los motivos que podrían haber llevado a la criatura a ascender desde su tenebroso hogar.
— ¿Cuál es la profundidad máxima a la que ha llegado una nave? —indagó Tétricus mientras el director ordenaba a los dos aprendices que preparasen otra pantalla en la columnata de la recepción central para que pudiesen ver la grabación todas las personas que quisiesen, una vez que se difundiese la noticia.
— Como mucho unos quince metros —informó Phraates abandonando por un instante su discusión.
— Unos veinte metros —dije yo al mismo tiempo.
— ¿Cuándo fue eso? —protestó Phraates— Si estás pensando en la Revelación, el registro más profundo fue de quince metros.
— Sin embargo, ignoramos qué profundidad alcanzaron en la última expedición —señaló Tétricus— Podrían haber llegado mucho más hondo aunque no poseamos el registro. Pero no recuerdo que nadie afirmase haber descendido tanto como veinte metros.
— Durante la guerra de Tuonetar, el buque insignia thetiano llegó a veinte metros —afirmé. Era un poco arriesgado decirles tal cosa, pero eso era algo que sólo podía interesar a los oceanógrafos. Y, por otra parte, quizá ellos pudiesen ser de ayuda.
— No recuerdo haber leído nada de eso —contestó Phraates, beligerante. Tétricus se encogió de hombros, pero parecía intrigado.
No tuve tiempo de decir nada más, ya que en ese preciso momento el bastón del director me dio un golpe en las costillas. Al darme la vuelta vi una expresión furiosa en su rostro.
— ¿Por qué no anotaste los resultados de tu última medición en los documentos? —inquirió— ¿La temperatura del agua ha descendido dos marcas al borde de la bahía y no me has informado? Ven de inmediato a mi oficina para hacerme un informe verbal. Podrás ser vizconde, pero mientras pertenezcas a mi instituto no estoy dispuesto a permitir semejantes descuidos.
Me enfadé. No tenía necesidad de regañarme por algo como eso. Noté, con todo, que me hacía un gesto casi imperceptible con la cabeza. Intenté descifrarlo mientras lo seguía a su oficina. Nada más entrar cerró la puerta, ahogando los ruidos provenientes de la recepción.
— Siento haberte gritado, pero estabas a punto de decir algo que luego lamentarías —se disculpó el director con aspereza, sentado frente al pequeño y desordenado escritorio que tenía en una esquina. Había nueve oceanógrafos en Lepidor, un número elevado para un sitio de esas dimensiones, y el edificio no bastaba para acomodarlos con propiedad.
— ¿A qué te refieres? —pregunté apoyado sobre una silla ocupada por el gato del instituto, que respondía al apropiado nombre de Sin aletas. La mayor parte de los institutos oceanográficos tenían un gato de mascota, pero Sin aletas, como casi todos los gatos de Lepidor, era bastante salvaje. Y mucho más si se le molestaba, así que me moví con precaución.
— No es una buena idea mencionar esa nave —explicó— Especialmente cuando hay otras personas escuchando.
— ¿Te refieres al Aeón?
— ¿A cuál si no? —exclamó— El buque insignia thetiano en la guerra... ¡Por supuesto que me refiero al Aeón! Pero cualquiera con un poco de sensatez mantiene la boca cerrada respecto a esa nave.
— ¿Acaso sabes dónde se encuentra?
— No seas estúpido. Sé que existe, igual que otros directores. Si supiésemos dónde se encuentra, no estaríamos manteniendo esta discusión. Pero por el bien de todos, es mucho mejor que el Dominio no se entere. Lo que quisiera averiguar es por qué deseas encontrar el Aeón.
— Las tormentas —sostuve— El Aeón tenía acceso al sistema de los ojos del Cielo, podía observar el tiempo desde las alturas. Si fuésemos capaces de predecir las tormentas, el Dominio perdería gran parte de sus ventajas.
— Y así podrías hacerles a otras ciudades lo que hiciste aquí, ¿verdad?— preguntó el director con dureza— No me gusta lo que dices.
— Si crees que yo haría tal cosa, entonces es evidente que no me conoces bien.
— Pues, entonces, ¿para qué tomarte tantas molestias? —argumentó— Controlar el tiempo sólo puede ser de ayuda si compruebas que el Dominio no puede proteger a la gente contra el designio de las tormentas. Y el único modo de lograr tal cosa es desatar una tormenta sobre una ciudad en la que esté presente un inquisidor.
— ¿Preferirías que permitiese a los inquisidores cumplir con su trabajo? ¿Después de lo que hicieron aquí?
— No estás negando siquiera lo que afirmo, Cathan. En Lepidor nos salvaste a todos de una primada demente y de sus ambiciosos planes. Utilizando el poder de las tormentas de la forma en que lo hiciste protegiste a tu clan, a tu chica, a tus amigos, no veo nada malo en ello. Pero si utilizas el buque Aeón para usar las tormentas sobre cualquier otro sitio, pasarás entonces a la ofensiva y harás que muera gente.
No parecía dispuesto a ver las cosas desde mi punto de vista, y eso me entristeció. Tenía la esperanza de contar con la ayuda del instituto, pero su director parecía reunir los rasgos del típico oceanógrafo veterano.
— Si el Dominio no se hubiese comportado del modo en que lo hizo, ni siquiera habría sido preciso que emplease las tormentas en primer lugar.
— Así funciona el mundo, Cathan. Existe un único dios, y ellos son sus seguidores. En este momento son peligrosos, es cierto, pero eso no justifica que arriesgues tu vida renunciando a la verdadera religión. Tu padre no es creyente y sin embargo se ha conformado siempre con luchar a su lado. Sin embargo, tú no eres en realidad hijo de tu padre, así que no debería sorprenderme.
Lo miré absorto por un instante. Conocía al director desde que tenía siete años y, aunque siempre había sido seco y estricto, jamás me había hecho dudar de su rectitud. Ahora parecía haberse vuelto repentinamente en contra de mí; ya no era el director que yo conocía, sino un desconocido. Sentí como si me hubiese asestado una puñalada.
— Entonces, si tú no me hablas del Aeón, ¿quién lo hará?
— Nadie. Por lo que concierne al interés de este instituto, ese buque se ha perdido para siempre, y no hallarás ningún oceanógrafo que te diga algo distinto. Al planeta no le agrada que se interfiera en sus ritmos, Cathan, y tú ya lo has hecho en una ocasión. —Su curtido rostro se arrugó en una sonrisa que a mí me pareció casi una burla— Es verdaderamente una lástima. Habrías sido un brillante oceanógrafo.
Con amargura, me incorporé y acaricié al somnoliento gato por última vez, dudando de si en alguna ocasión volvería a verlo.
— Mi auténtico padre está muerto, director Domitius, pero estoy seguro de que no era inferior al conde en nada —espeté.
— ¡Cathan! —ladró el director mientras yo abandonaba la oficina a toda prisa— ¿Qué es lo que...?
La puerta se cerró interrumpiendo el sonido de su voz y yo alcé la mano para restregarme con fuerza los ojos. Todavía había mucha gente en la recepción, pero por fortuna mi padre parecía haberse ido, y no veía a Palatina ni a Ravenna por ninguna parte. Cogí mi impermeable y me lancé a la calle casi a la carrera en dirección a palacio.
Me sentía terriblemente herido mientras cruzaba, ofuscado, el barrio Nuevo, incapaz aún de creer lo que me había dicho el director. ¿Por qué había sido tan hostil? ¿Era por la nave o por la mera idea de la herejía? Pero, a medida que avanzaba, la sensación de rechazo fue reemplazada de forma gradual por la frialdad de la ira. Si los oceanógrafos no iban a ayudarme, si lo único que estaban dispuestos a ver era su propio diminuto rincón del mundo, entonces no me necesitaban en absoluto. Quizá en Qalathar, donde los inquisidores torturaban a la gente todos los días, el personal de su instituto estaría más deseoso de cooperar. Y de no ser así, ya encontraría y utilizaría el Aeón junto a Palatina, Ravenna y mis amigos del Archipiélago. No era mi intención desencadenar el enorme poder de una tormenta sobre nadie, pero después de lo que había intentado hacernos el Dominio a mí y a los demás, no podía permitir que semejantes consideraciones obstaculizasen mi camino.
Al atardecer tuve la oportunidad de hablar con Ravenna y Palatina sobre la conversación que un poco antes habíamos mantenido mi padre y yo. En lugar de reunimos en mi estudio, que era demasiado amplio para resultar cálido y acogedor, encendí el hogar en el estrecho desván que había convertido en sala de estar. El tapizado de las paredes la volvía poco confortable en verano, pero en invierno la protegía del frío de forma eficaz.
— ¿Dónde te habías metido? —preguntó Palatina desplomándose sobre la silla que estaba frente al fuego— Cuando fuimos al Instituto Oceanográfico nadie pudo indicarnos dónde estabas, y el director estaba buscándote.
— Puede buscarme todo lo que quiera —afirmé mientras me sentaba junto a Ravenna en un sillón cubierto de cojines. Luego cambié de tema— Esta mañana hemos recibido una carta de Hamílcar. Está de acuerdo con la familia Canadrath, pero no se comprometerá hasta no estar convencido de que los disidentes pueden pagar las armas.
— Lo que implica que desea que vayamos a Qalathar —dijo Palatina de inmediato.
Asentí.
— ¡Qué considerado de su parte! —subrayó Ravenna con acidez— ¡Brindarme la oportunidad de regresar a casa y ayudarlo a la vez! Es muy conveniente.
— ¿Sólo a Qalathar? —preguntó Palatina con cierta ilusión ante la idea de hacer algo al fin— ¿Y a Thetia no?
— Hamílcar tiene sus propios contactos en Thetia —advirtió Ravenna— Trabajar allí le resulta seguro, no debe ser relacionado con Qalathar, su tutor podría sentirse decepcionado.
— Eso es injusto —señalé— Nadie firmaría un acuerdo comercial con una organización de la que no se sabe absolutamente nada. Por otra parte tú, Ravenna, eres su líder por descendencia familiar.
— ¿Cuánta gente de mi país me ha visto? Si voy allí y les digo que soy la faraona, me encerrarán mientras lo confirman y luego me mantendrán confinada para que no vuelva a irme. Eso si el Dominio no se entera y pone, en cambio, sus prisiones a mi disposición. Hay ratas más grandes, pero son más simpáticas. —Ravenna no sonrió al pronunciar esas palabras.
A lo largo de las últimas seis semanas había podido comprender lo delicada que era la pretensión de Ravenna de ocupar el trono de Qalathar. Derivaba sobre todo de asumir que el resto de los integrantes de su familia, a quienes le había sido imposible ver en los últimos trece años, estaban todos muertos. E incluso si lo estaban, ella sería entonces sólo la segunda faraona de su dinastía. Su abuelo Orethura, que murió durante la cruzada del Archipiélago, había asumido el trono tras un interregno de cincuenta años, a lo largo del cual no se había hecho ninguna reclamación previa. Y lo que resultaba quizá más preocupante, si alguien decidía desafiar su legitimidad, era que no parecía quedar ningún superviviente capaz de probar su consanguinidad con Orethura.
Por otra parte, por lo que sabían los habitantes de Qalathar, la faraona era una mujer de aproximadamente la misma edad que Ravenna, con lo cual quizá supiesen algo que ella ignoraba. Y el Dominio daba muestras de haber sido muy efectivo masacrando a su familia.
— De todos modos deberás regresar tarde o temprano —señaló Palatina con tacto— Ellos confían en ti, pero no pueden mantener esa confianza para siempre. Cuanto más tardes en aparecer, más crecerá tu imagen en sus mentes. Y si te convierten en una mesías, eso ocasionará tantos problemas como los que parece que hay que resolver.
— Con todo, creo que bastaría con quitar de en medio al Dominio —reflexioné— El Archipiélago ya ha sufrido lo suficiente.
— Puede que tengas razón —admitió Palatina en un murmullo— Creo que el Dominio sólo puede oprimirlos hasta cierto punto. Si lo traspasasen, se verían inmersos en otra rebelión.
— Y la última fue la cruzada del Archipiélago —interrumpió Ravenna— Quizá ya hayáis acabado de planear el futuro de mi país, pero todavía no me habéis convencido de que exista una forma segura de llegar a Qalathar.
— Nada es seguro jamás, deberías saberlo. Pero conocemos herejes suficientes en el Archipiélago para viajar hasta allí. ¿Cuántas personas conocen tu verdadera identidad?
— Unas seis —reconoció Ravenna.
— ¿Quiénes?
— ¿Acaso importa?
— Sí, y mucho. No cabe duda de que una de ellas es Sagantha.
¿Quién más?
— Los dos tutores que tuve antes de estar con él, que viven en las islas del Fin del Mundo y en Ilthys, la hermana de mi padre en Tehama, el presidente Alidrisi y Fernando Barrati.
No reconocí ninguno de los nombres, pero era evidente que a Palatina le sonaban. «Presidente", si no recordaba mal, era el equivalente de "conde» en Thetia y en el Archipiélago, con la salvedad de que, por lo general, el de presidente era un cargo electivo, no hereditario.
— Alidrisi podría darnos un disgusto —comentó Palatina— , ya que permanece todavía en Qalathar con la pretensión de ser un devoto y fiel líder de clan. Fernando Barrati (¿cómo pudo enterarse?) es sólo un playboy, que se pasa el tiempo persiguiendo muchachas, igual que el emperador.
— Su hermano mayor me libró de las garras del Dominio cuando era apenas un bebé —indicó Ravenna— , y Fernando se hizo cargo del coste de uno de mis cambios de tutoría.
— Deberás explicarnos alguna vez cómo es que se involucró el clan Barrati. Pero si Alidrisi es el único con quien tenemos que tratar, sería posible, contando con los contactos apropiados, hacerte pasar por una disidente viviendo en el exilio.
Llevó otra media hora de discusiones hacer que Ravenna comprendiese el punto de vista de Palatina. Yo colaboré tanto como pude, aunque Palatina fue quien se encargó de casi todo el discurso, explicando el asunto como si se tratase de otro de sus intrincados pero por lo general exitosos planes. El dilema era que, en esta ocasión concreta, debía tener éxito. Durante la invasión de Lepidor, su plan había sido llevado a cabo de forma milagrosa gracias a la intervención de Hamílcar. En Qalathar no contaríamos con salvavidas semejantes.